El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, participa en una reunión virtual con el presidente chino, Xi Jinping. El presidente Biden se reunió con su homólogo chino para discutir cuestiones bilaterales. (Foto de Alex Wong / Getty Images)

Poco después de retirarse de Afganistán, EE UU anunció un nuevo pacto con Australia y Reino Unido para contrarrestar el ascenso de China. El acuerdo, denominado AUKUS, facilitará que Canberra pueda adquirir submarinos nucleares. Fue una prueba muy significativa de que Washington aspira a pasar de luchar contra los militantes islamistas a dedicarse a la política de las grandes potencias y poner freno a Pekín.

En Washington, una de las pocas cosas sobre las que hay consenso es que China es un adversario con el que el enfrentamiento es inevitable. Los dirigentes estadounidenses consideran que la estrategia de diálogo de las últimas décadas ha permitido el ascenso de un rival que utiliza los organismos y las normas internacionales para sus propios fines, mientras reprime la oposición en Hong Kong, comete actos atroces en Xinjiang e intimida a sus vecinos asiáticos. La rivalidad con Pekín está empezando a ser se está convirtiendo en un principio rector de la política estadounidense.

La estrategia de Biden al respecto, aunque no la ha formulado con detalle, incluye que Estados Unidos siga siendo la potencia dominante en el Indo-Pacífico, donde la capacidad militar del gigante asiático se ha disparado. Biden parece pensar que el coste de que China tenga la hegemonía regional es más grave que el riesgo de confrontación. Y eso significa, en concreto, reforzar las alianzas y los acuerdos de EE UU en Asia, además de destacar más la importancia de la seguridad de Taiwán para los intereses estadounidenses. Asimismo, diversos altos funcionarios han empezado a hacer declaraciones más enérgicas en apoyo de las reivindicaciones marítimas de los países del sureste asiático en el Mar del Sur de China.

En Pekín las cosas se ven de otra manera. Los dirigentes chinos, que al principio confiaban en mejorar las relaciones con Washington después de llegar Biden, ahora están más preocupados con él de lo que estaban con el expresidente Donald Trump, que confiaban en que fuera un líder anómalo. Expresan su decepción por la decisión de Biden de no retirar los aranceles ni las sanciones y por sus esfuerzos para movilizar a otros países. Les repugna la retórica sobre democracia y derechos humanos, que consideran una muestra de grandilocuencia ideológica que implícitamente pone en tela de juicio la legitimidad de su gobierno.

Lo que quiere Pekín es una esfera de influencia en la que sus vecinos sean Estados soberanos pero obedientes. Cree que dominar la primera cadena de islas —que se extiende desde las Islas Kuriles hasta el Mar del Sur de China, pasando por Taiwán— es crucial para su desarrollo, su seguridad y su ambición de ser una potencia naval mundial.

En el pasado año, sin renegar de su política oficial de “reunificación pacífica”, Pekín ha intensificado la actividad militar en las proximidades de Taiwán, con un número sin precedentes de sobrevuelos de cazas y bombarderos y ejercicios militares cerca de la isla. El peso militar y la agresividad crecientes de China han dado pie a valoraciones más pesimistas en Washington sobre la posibilidad de una agresión contra Taiwán.

En noviembre, un encuentro virtual entre Biden y el presidente chino, Xi Jinping, atemperó en parte la gélida retórica de los meses anteriores. Quizá derive en una relación de trabajo más fluida, que incluya la reanudación de los diálogos de defensa. En 2022, con los Juegos Olímpicos de Invierno de Pekín, el 20º Congreso del Partido Comunista y las elecciones legislativas de mitad de mandato en Estados Unidos, las dos partes querrán probablemente tranquilidad en el frente exterior, aunque de puertas adentro haya ruido de sables destinado a la opinión pública. La perspectiva que provoca pesadillas —que China intente apoderarse de Taiwán, lo que podría obligar a Estados Unidos a acudir en defensa de Taipei— es poco probable por ahora.

No obstante, la rivalidad entre los dos gigantes proyecta una larga sombra sobre la política internacional y aumenta los peligros en los lugares más conflictivos del este de Asia. Pekín no ve que le beneficie cooperar en temas como el cambio climático cuando Washington califica la relación de competitiva. En la primera cadena de islas, la situación es especialmente aterradora. Cada vez es más frecuente saber de cazas que vuelan cerca unos de otros en las inmediaciones de Taiwán y buques de guerra que se cruzan en el Mar del sur de China. Un percance podría incrementar las tensiones.

Cuando colisionaron unos aviones de EE UU y China en 2001, durante un periodo de calma razonable entre las dos capitales, hicieron falta meses de intensa labor diplomática para resolver la pelea. Hoy costaría mucho más y el peligro de escalada sería mayor.