trumpportada
Manifestación en Londres por la visita de Donald Trump al país. (TOLGA AKMEN/AFP/Getty Images)

Cuáles deberían ser las relaciones entre EE UU y la UE. He aquí las claves para entender qué les ha separado en los últimos años y cuál ha sido su trayectoria.  

Al comenzar el curso, la hija de una amiga mía, de 11 años, hizo un intento muy maduro de restablecer una relación muy envenenada con una amiga suya. Le preguntó si podían olvidarse de todos los dramas y empezar de cero. ¿Les sorprende saber que el drama volvió una semana después? Seguramente no.

Los intentos de simplificar las relaciones internacionales suelen ser ejercicios inútiles, pero las relaciones personales no son una mala analogía, e incluso pueden ser una forma muy recomendable de introducir el tema a los alumnos. Sin embargo, pese a todo lo que hemos aprendido con gran esfuerzo sobre relaciones difíciles e incluso tóxicas, en las relaciones internacionales, los políticos vuelven una y otra vez a la idea de una especie de nuevos comienzos. En el caso de la hija de mi amiga, puede tratarse de un sincero y maduro intento de cambiar las cosas. Pero todos sabemos que el resultado no suele ser bueno, ni en las relaciones personales ni, mucho menos, en las relaciones entre países, cargadas de diferencias ideológicas, culturales e históricas.

Un ejemplo destacado de la incapacidad de transformar una relación difícil es el desacertado regalo que hizo Hillary Clinton al entonces ministro de exteriores ruso, Sergei Lavrov, al comienzo de la presidencia de Obama: un “botón de reinicio”. Más recientemente, el antiguo vicepresidente, Joe Biden, habló en su campaña sobre su plan de restaurar alianzas si sucede a Trump en la Casa Blanca. Una cuestión todavía abierta, puesto que los candidatos demócratas han mostrado escaso interés por abordar temas de política exterior tanto en la campaña como en los debates.

TrumpEuropa
secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo junto a el presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli. (KENZO TRIBOUILLARD/AFP/Getty Images)

A principios de septiembre, el secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, hizo una visita de dos días a Europa con el teórico propósito de “reiniciar” las relaciones entre las dos partes. Es interesante el hecho de que solo se reunió con los dirigentes entrantes de la UE, el presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli, la presidenta electa de la Comisión, Ursula von der Leyen, el presidente electo del Consejo, Charles Michel, y el nominado para ser responsable de la política exterior, Josep Borrell. No se entrevistó con el presidente actual de la Comisión, Jean-Claude Juncker (en su cargo hasta el 1 de noviembre) ni el del Consejo, Donald Tusk (hasta el 1 de diciembre), con la teoría de que podría recomenzar de cero la relación con una serie de rostros nuevos. El embajador estadounidense ante la Unión Europea, Gordon Sondland, lo expresó así: “Hemos tenido grandes éxitos juntos en diversos ámbitos, pero también queremos que desaparezcan las situaciones de punto muerto y, a veces, la forma de lograrlo es cambiar a los jugadores que están en el campo”.

Con todas las vicisitudes que ha atravesado esta relación desde que llegó al poder el presidente Donald Trump, no queda más remedio que preguntar: ¿Es que creen que los dirigentes europeos son estúpidos?

No cabe duda de que un cambio de líderes puede ser un momento oportuno para pasar la página de animosidades pasadas, pero eso tendría sentido si los agresores hubieran sido los líderes europeos. No ha sido así. También podría tener sentido si Trump hubiera recibido algún tipo de revelación sobre su comportamiento hasta ahora y hubiera enviado a Pompeo con un mensaje de reconocimiento y aceptación. No ha sido así. Da la impresión de que todo depende de la esperanza de que los nuevos responsables hayan vivido en una especie de burbuja estos últimos años y no se hayan dado cuenta de las intimidaciones y el mal comportamiento del gobierno de Trump con respecto a la UE.

Detengámonos un instante a recordar algunos de los momentos más memorables, empezando por el propio mensajero. En diciembre de 2018, Pompeo pronunció en el Marshall Fund alemán un discurso en el que atacó a la Unión Europea, Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Poco después, el Departamento de Estado estadounidense rebajó la categoría de la misión de la UE en Estados Unidos y pasó a tratarla como la oficina de una organización internacional, en lugar de una delegación nacional. Ni siquiera tuvieron la cortesía de notificárselo al embajador europeo, David O’Sullivan, que empezó a notar el cambio de situación en actos como el funeral de Estado del expresidente George H. W. Bush.

Pero estos dos incidentes no son nada comparados con los insultos viscerales del presidente. Trump critica repetidamente a la UE, dice que la Unión es su enemiga en asuntos comerciales (“Europa nos trata peor que China”), expresa su famoso apoyo al Brexit (“La Unión Europea está siendo muy dura con el Reino Unido y el Brexit”) y se indigna con la comisaria de Competencia de la UE, Margrethe Vestager (“quizá sea la persona que más odia a Estados Unidos de todas las que conozco”). Luego están los momentos incómodos con dirigentes europeos, como cuando se negó a dar la mano a Angela Merkel ante las cámaras o se puso a cepillar la caspa de la chaqueta de Emmanuel Macron.

Evidentemente, las discrepancias de Trump con Europa no han sido por naderías, pero han probado lo distinto que es de sus predecesores, tanto en sustancia como en conocimientos. Por ejemplo, sus constantes críticas a la OTAN demuestran una profunda ignorancia sobre la institución. Se ha manifestado especialmente furioso por los aliados que no “pagan la parte que les corresponde”, pero lo más escandaloso es su negativa a respaldar de forma explícita el crucial Artículo 5, que consagra el acuerdo de seguridad colectiva. Y, para consternación de Europa y de todo el mundo, Trump ha cumplido su promesa de sacar a Estados Unidos del acuerdo de París y del acuerdo nuclear con Irán.

Con estos antecedentes, ¿por qué va a querer intentar el gobierno de Trump iniciar una nueva era en las relaciones Estados Unidos-Europa?

Podemos ser optimistas y decir que este Gobierno está comprendiendo, por fin, el valor histórico y actual de mantener una relación sólida con Europa y tiene el sincero propósito de empezar de nuevo. Si de verdad es así, podríamos encontrarnos con un cambio de tono en los tuits y los discursos de Trump. La asamblea anual de la ONU es la oportunidad perfecta para comprobarlo. Si somos más pesimistas, es posible que sencillamente se hayan dado cuenta de que Trump tiene unos índices de aprobación muy bajos en materia de política exterior y que eso le coloca a merced de las críticas de los demócratas en la campaña para las elecciones de 2020. En cualquier caso, es difícil tomar en serio este deseo repentino de ser amigo de los nuevos líderes europeos. Y eso es lo malo de estas cosas. Al fin y al cabo, las relaciones duraderas se basan en la confianza a largo plazo.

Esta no es la primera vez que la relación transatlántica ha estado en crisis. De hecho, las dos primeras décadas del siglo XXI han sido una auténtica montaña rusa en este sentido. Nunca olvidaré la reacción de Europa tras el 11S, ni a la gente que me decía una y otra vez, aquí en España, que un ataque como aquel contra Estados Unidos era un ataque contra todos nosotros. Pero el expresidente George W. Bush desperdició esa buena voluntad con una desgraciada aventura en Irak, que hizo entrar en barrena las relaciones entre las dos orillas del Atlántico. El desprecio que mostró el gobierno de Bush por la ONU y el multilateralismo al entrar en aquella guerra era una actitud muy diferente a la de la política exterior de su padre, pero no necesariamente una tendencia nueva entre los republicanos. La ideología conservadora tiende al realismo en los asuntos internacionales, y eso incluye un profundo escepticismo ante las instituciones multilaterales.

La opinión pública expresada en Europa desde principios de siglo sobre Estados Unidos, y en particular sobre su presidente, es muy significativa. El gráfico de Pew Research titulado “La confianza en Trump sigue siendo baja en los principales países de la UE” es una representación muy clara de lo que han pensado los europeos de Bush, Obama y Trump. España tiene la peor opinión de Trump, pero también tenía la opinión más baja de Obama y Bush. Cuando el presidente de Estados Unidos no cuenta con simpatías, eso no quiere decir que todo esté perdido: otros datos muestran que, aunque la opinión sobre el país tiende a mejorar y empeorar en paralelo a la opinión sobre el presidente, los europeos saben distinguir entre las dos.

Pero lo que nos interesa aquí es si es posible “reiniciar” las relaciones internacionales, especialmente la relación transatlántica. Es lo que pareció suceder cuando resultó elegido Obama. El final del mandato de Bush coincidió con la elección del primer afroamericano para ocupar la Casa Blanca. La repercusión en la opinión pública europea tanto entre la población en general como entre sus dirigentes, fue enorme. Y, si bien Obama transmitió su mensaje de esperanza a Europa, también irritó a muchos porque su “giro asiático” hizo que no siempre prestara a los europeos la atención que ellos creían merecer.

Solo ocho años después, las relaciones entre Estados Unidos y Europa vuelven a estar en sus mínimos históricos, y todo indica que van a empeorar. Durante la presidencia de Bush, Robert Kagan escribió su influyente ensayo “Power and weakness”, en el que señalaba que “los estadounidenses son de Marte y los europeos son de Venus: están de acuerdo en pocas cosas y se entienden cada vez menos”. La metáfora estaba sacada de un libro muy popular en la época, Los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus, que, por desgracia, mezclaba poder y virilidad. El ensayo, convertido más tarde en libro (Poder y debilidad: Estados Unidos y Europa en el Nuevo Orden Mundial), solo conceptualizaba el poder duro y, más aún, casi exclusivamente el poder militar. Si no se reconoce el poder económico ni el poder blando, es indudable que Europa parece muy débil, y el ensayo de Kagan es una ventana que permite conocer las ideas de los conservadores estadounidenses sobre Europa y por qué suelen identificar el multilateralismo con la debilidad.

Para no hablar de la dependencia que tiene Europa de Estados Unidos a la hora de defenderse. El acuerdo estratégico que permitió reconstruir Europa después de la Segunda Guerra Mundial ha sobrepasado, con mucho, su fecha de caducidad. El hecho de que muchos países europeos, entre ellos España, no cumplan, ni de lejos, el objetivo de la OTAN de dedicar el 2% del PIB al gasto de defensa no solo causa frustración entre los conservadores estadounidenses, sino también entre los progresistas que miran con envidia los programas de bienestar social de Europa. Hay que reconocer que Trump no es el primer presidente que ha exigido a los europeos que avancen hacia esa meta; Obama también lo hizo, salvo que lo hizo con buenos modos. He escrito en otra ocasión que una consecuencia positiva de la presidencia de Trump podría ser una Europa más unida en materia de defensa, pero sería una lástima que acabe siendo la repugnante retórica de Trump —y no el lenguaje educado de Obama— lo que, por fin, movilice a los europeos en este aspecto.

Dicho esto, Kagan se opuso públicamente a la candidatura de Trump y ha sido un crítico muy activo de su política exterior, que está rompiendo el orden internacional cuya construcción había beneficiado a Estados Unidos y Europa. La descomposición de ese orden será el mayor impedimento para cualquier intento de reavivar las relaciones entre los dos, ya sea con Trump todavía en el cargo como cuando alguien nuevo llegue a la Casa Blanca, en 2021 o en 2025.

Mientras tanto, los nuevos dirigentes europeos harían bien en pensárselo antes de querer granjearse la aprobación de Trump, sobre todo a puerta cerrada, como pasó en las últimas reuniones. Con la opinión pública sobre Trump en unos niveles tan bajos y la lejanía que se percibe entre los líderes y sus ciudadanos, todo lo que no sea puro escepticismo por su parte hará que parezcan ingenuos y quizá tan tontos como el gobierno de Trump, por lo visto, cree que son.

 

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia