Nuestra visión occidental sobre los rusos ha ido construyéndose desde hacemás de 70 años en base a tres elementos: nuestra ignorancia sobre los pueblos eslavos, la creación sistemática de un estereotipo y la sonrisa rusa.

Los rusos llevan tiempo siendo los malos oficiales del mundo.

No ahora, con la abominable guerra en Ucrania, sino desde hace más de medio siglo. Antes eran los alemanes, que se lo ganaron a pulso con el nazismo, pero que a base de insistir en un comportamiento ejemplar les fueron pasando el relevo a los rusos disimuladamente.

¿Por qué los rusos? ¿Será porque han hecho cosas malas en su historia? Claro que las han hecho, pero a ver quién tira la primera piedra, porque hasta los suecos, que yo tenía como modelo de tantas cosas, han machacado a sus pueblos indígenas, por no hablar de ingleses, españoles, estadounidenses, o el que se te ocurra. Todos los pueblos han hecho cosas horribles en algún momento, así que para ser nombrado malo oficial del mundo hace falta algo más.

Concretamente tres ingredientes: nuestra ignorancia, un estereotipo y la sonrisa rusa.

 

La ignorancia sobre los pueblos eslavos

Mapa de las tribus eslavas entre los siglos VII y IX
Mapa de las tribus eslavas entre los siglos VII y IX. © Revilo1803 (wikimedia)

Hace tiempo descubrí que cuando nos explicaban Filosofía Universal en el colegio, eso tenía de “universal” lo que el patio de mi casa, porque por ahí jamás aparecían el chino Lǎozǐ, el árabe Ibn Khaldun, el indio Jiddu Krishnamurti o el nigeriano Wole Soyinka –y aún menos un pensador indígena. Todos los que salían en ese libro venían de la misma esquinita del mundo: Europa. Así que, o se equivocaron en el título o se creyeron que fuera de Europa no se pensaba. Me temo lo peor.

Pero tardé aún unos años más en notar algo más sorprendente. Y es que esos libros que estudiábamos ni siquiera hablaban de toda Europa. ¿Cómo no lo vi antes? Coge por ejemplo el de Historia Universal. Seguro que te suenan los romanos y los griegos, celtas, vikingos, fenicios, germanos… un montón de pueblos con mayor o menor trascendencia en la historia de Europa. Pero falta uno.

Y no es uno cualquiera, porque ocupa más de la mitad de su mapa y supone casi la mitad de toda la población europea. Son los pueblos eslavos. Rusos, ucranianos, polacos, checos, serbios, bielorrusos, búlgaros, croatas, eslovacos, cosacos, bosnios, eslovenos… No estudiamos nada sobre ellos, hasta que aparecen mágicamente en el siglo XX. Claramente, ese libro debió llamarse Historia de la mitad de Europa. No entraré ahora en la trascendencia de los pueblos eslavos para entender la historia europea, pero seamos al menos conscientes de que en Europa Occidental, sabemos más de los egipcios o de los persas que de nuestros vecinos más próximos, los eslavos.

 

La creación sistemática de un estereotipo negativo

Tener estereotipos más o menos establecidos sobre otros países es normal: los alemanes son cuadriculados, los brasileños fiesteros, los españoles vagos, etcétera. Lo que es mucho menos habitual es la creación sistemática de un estereotipo negativo.

Crear un estereotipo negativo no es tan fácil como uno pueda pensar. Si no, haz la prueba. Supongamos que quieres extender un estereotipo negativo sobre los franceses y vas por ahí intentando convencer a todo el mundo de que “son unos idiotas”. En seguida te va a replicar alguien “pero qué dices, mi novia es francesa” o “yo estudié en Lyon y tengo amigos bien majos”. Harás el ridículo y como máximo te seguirán un par de paletos con ganas de odiar, porque para crear un estereotipo es condición esencial la ignorancia sobre ese pueblo. Así que olvídate de tener éxito con países que conocemos o donde nuestros estudiantes van de Erasmus. Pero nuestra ignorancia sobre los eslavos abre un mundo de posibilidades: podrías ir allí de viaje y volver contando a tus amigos que comen murciélagos o que todos pintan sus casas de rosa y nadie te llevaría la contraria.

Por supuesto, el método más eficaz para crear un estereotipo no es ir amigo por amigo, sino hacerlo a través de películas de cine. No solo llegan a mucha más gente, sino que imprimen en nuestras mentes una imagen completa, con caras, voces y comportamientos. En este sentido, los rusos que vemos en las películas son siempre estereotipos negativos. Antes eran espías, militares o revolucionarios comunistas, que decían “camarada” y llevaban gorros ushanka, de esos con orejeras. Ahora son mafiosos, oligarcas, hackers o villanos de cómic, con un grueso acento tipo Borat y un problema importante con la bebida. No hay excepciones. Si son mujeres, se trata de bellezas fatales, malas y superficiales. ¿Has visto alguna película en la que aparezca un ruso leyendo un libro, yendo al teatro o haciendo algo civilizado? Pues eso.

Para quien no ha hablado con un ruso en su vida, esos tipos horribles de las películas son rusos de verdad. El truco está en la persistencia, porque si todaslas películas te muestran lo malvados que son, poco a poco vas sintiendo que los rusos son así: los has visto con tus propios ojos. Y sentir es más profundo que pensar. Aunque puestos a pensar, te dices: si todas las películas coinciden, será por algo, no va a ponerse medio mundo a conspirar para mostrar justo la misma imagen en cada película…

¿O sí?

Los estudios de cine estadounidense decidieron la creación sistemática de un estereotipo negativo sobre los rusos. Y de las diferentes opciones que hay a la hora de estereotipar a un pueblo eligieron la más grave de todas: la deshumanización. No me detendré ahora sobre sus consecuencias, pero baste saber que la deshumanización ha constituido el paso previo clave en las atrocidades más terribles en la historia humana, incluidas nuestras peores guerras, todos los genocidios y las esclavitudes. Y los rusos del cine parecen sacados de un manual de deshumanización: sin sentimientos, fríos y robóticos. A veces, se llega al extremo de no subtitularles: solo ves a unos militares rusos ladrar algo con furia, mientras que los buenoshablan doblados en tu idioma o subtitulados. Los protagonistas estadounidenses aparecen con una personalidad rica, echando de menos a su familia o con dilemas que muestran su complejidad individual, mientras que los rusos nunca dudan, se expresan en monosílabos y jamás sonríen, no vayamos a cogerles cariño.Con el tiempo, la delicada sensibilidad rusa encarnada por artistas como Tchaikovsky, Pavlova o Kandinsky, fue olvidada; los enamoramientos arrebatados y las pasiones latinas que nos describían Dostoyevsky o Pushkin fueron borradas de nuestro recuerdo… y todo fue sustituido por esos seres fríos que no sienten.

Hubiera bastado escuchar la voz de Anna Netrebko para darnos cuenta del engaño, pero la deshumanización fue implacable, no limitándose a los rusos sino englobando hasta el mismo país, y así, las películas nos mostraron que allí no existe el sol, el verano o los colores. Nos aseguraron que en Rusia siempre es invierno, frío, gris y cutre. Y nosotros, les creímos.

Eligieron a los rusos como podían haber elegido a cualquier otro pueblo eslavo. Total, la mayoría no distinguiríamos a un ruso de un ucraniano, un serbio, o un croata a no ser que se presentaran envueltos en una bandera: nos parecen todos ellos rubios de ojos azules tipo… eso, tipo eslavo. ¿Por qué denigrar precisamente a los rusos?

La Guerra Fría dividió al mundo en dos bandos, EE UU y la URSS, que se convirtieron en rivales no solo en el plano militar, sino también en el político y el cultural. Pero decir la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas resultaba demasiado largo y aceptar que englobaba más de cien grupos étnicos diferentes nos pareció demasiado complicado, así que todos acabamos diciendo los rusos. Como estadounidenses y rusos no se enfrentaban solos, sino que trataban desesperadamente de convencer al resto de países para que se sumasen a su bando, la propaganda se convirtió en un arma clave para ambos. En ese marco, tanto EE UU como la URSS se esmeraron en mostrar su maravilloso modo de vida y lo horrible del de su adversario. La propaganda rusa hizo –y hace– todo lo posible por mostrar la decadencia de valores en la que vivimos los occidentales, pero fue la fabulosa maquinaria del cine estadounidense la que logró conquistar la imaginación del mundo.

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Arnold Schwarzenegger en la película Calor rojo interpretando a un ruso en con un gorro ushanka. Getty Images

El esfuerzo sistemático del cine occidental en construir un estereotipo ruso negativo ofrece innumerables ejemplos. Debimos empezar a sospechar cuando vimos que Rocky (Rocky IV) pasaba de enfrentarse a un boxeador negro –rival, pero humano– a un tipo de rivalidad mucho más extrema con Drago, un boxeador ruso desalmado (por mucho que el actor fuera sueco), o cuando Rambo dejó de matar vietnamitas para dedicarse a los rusos (Rambo III). James Bond, la gran franquicia de los 60 puso las bases (Desde Rusia con amor) y a ésta le siguieron cientos de películas hasta nuestros días.

Lo bueno es que una vez que el estereotipo está creado, ya no necesitas ni siquiera que los actores sean rusos: basta con que actúen a la rusa. Si te muestras insensible, inescrutable y bebes vodka a cubos, ya se ve que eres ruso, porque lo que te hace ruso deja de ser el hecho de nacer en Rusia, sino esas características. Este método lo han probado con éxito desde el austriaco Arnold Schwarzenegger (Danko, Calor Rojo), a la australiana Cate Blanchett (Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal) haciendo de espía soviética ucraniana, o sea, rusa, a los que lo único que les falta es pintarse la cara con betún blanco y decir “soy ruso”.

La implantación del estereotipo ha tenido tanto éxito que, si ahora hicieses una película mostrando la realidad de Rusia, se daría la paradoja de que el público la rechazaría por irreal. El gran director de cine Ernst Lubitsch lo explicaba en una entrevista: “solo podemos mostrar Rusia en un ‘estilo ruso’ porque si no, parecería poco convincente y atípico. Si mostramos San Petersburgo tal y como es, el público no ruso no nos creería y diría: ‘eso no es Rusia, sino Francia’…”. Luego contaba cómo los cineastas rusos exiliados tenían que adaptarse a esa lógica perversa, porque enseñar el país real les condenaría a no ser creídos. El círculo del estereotipo quedaba cerrado.

Denigrar al enemigo mientras estamos en guerra puede considerarse normal, pero seguir insultándole tras firmar la paz resulta mucho más sorprendente. Con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desmembración de la URSS en 1991, acababa por fin la Guerra Fría. Se suponía que empezaba el fin de la historia, que la democracia liberal había vencido en todo el mundo, y que podíamos volver a ser todos amigos para enfrentarnos juntos a retos más interesantes como el cambio climático, el bienestar de nuestros ciudadanos o las nuevas tecnologías. Pero no. El estereotipo ruso quedó congelado en el tiempo, ajeno a los cambios en Rusia y en el mundo. Y van ya más de 30 años sin que nadie se de cuenta.

Es cierto que la aparición de Vladímir Putin, un antiguo funcionario de la KGB que parece salido de una de esas películas, no ha ayudado, y su agresividad, menos. Pero también ahí actúa el estereotipo que llevamos escondido todos dentro, porque hacer la equivalencia Ruso=Putin sería como hacerse una imagen del ciudadano medio brasileño mirando a Jair Bolsonaro, o del cubano típico pensandoen Fidel Castro: no se le ocurre a nadie. Y todos sabemos que Rusia es un régimen autoritario con muchas libertades restringidas, pero imaginarse que los rusos son unos descerebrados que siguen a su líder como minions, es en sí un prejuicio profundamente ofensivo. ¿Hace falta decirlo?

Por otro lado, se supone que últimamente nos habíamos vuelto un poco más sofisticados con la representación étnica. Antes podías usar como malos oficiales a chinos, árabes o negros sin que nadie se inmutara, pero ahora, o andas con cuidado o alguien te va a acusar de estereotipos racistas o, aún peor, te van a boicotear la película. En este contexto, resulta extraordinario que ni el activista más progresista y sensible proteste por la representación sistemática de los rusos como villanos deshumanizados.

Claramente, seguimos sintiéndolos como nuestros enemigos.

Y así, cuando en el mundo estalla cualquier conflicto con rusos de por medio, asumimos su culpa antes de entenderlo. Los periodistas, en vez de explicárnoslo, se limitan a repetir clichés como “es que los rusos son expansionistas”, que es como decir, “es porque son malos y ya”, y nosotros lo aceptamos sin rechistar, porque lo que oímos corrobora lo que ya sentíamos.

Indudablemente, los prejuicios rusos sobre los occidentales son también profundos, pero eso solo debería aliviar a quien vive en el marco infantil del y tú más. En realidad, el prejuicio en ambas direcciones solo agrava las cosas. La lista de estereotipos rusos sobre los occidentales es larga, incluyendo desde aspectos superficiales a otros más profundos. Por ejemplo, para los rusos, entrar en una casa con los zapatos de la calle es la guarrada del siglo, y nadie lo hace, a no ser que sea el enfermero de una ambulancia o un escuadrón de la policía que viene a arrestarte; así que cuando ven a occidentales meterse en habitaciones de hoteles calzados, piensan “qué sucios, por dios”, lo cual además se asocia a “incivilizados” (solo se salvan los escandinavos, que comparten su costumbre). Aún más preocupante es la visión rusa de ser un pueblo único con un destino civilizador –pecado de soberbia que comparten con occidentales y chinos– o el famoso mito del “alma rusa” (russkaya dusha) –ni europea ni asiática, especial e incomprendida–, un concepto espiritual merecedor de un libro. Los rusos consideran además que tienen la mejor educación del mundo y dan gran valor a lo que consideran su superioridad espiritual frente a un mundo occidental sin alma y materialista. En este marco, ven a los occidentales poco más que como unos ignorantes con pasta y arrogantes: “se piensan que pueden enseñarnos cómo vivir solo porque tienen más cosas”. Además, la visión tradicional rusa de la familia, una masculinidad encarnada por el hombre de verdad (nastoyashchiy muzhchina) –que mantiene a su familia, repara las cosas de la casa y se pelea si hace falta– y una visión de género fuertemente binaria, es aprovechada por la propaganda rusa para mostrar un Occidente decadente en el que todos somos homosexuales o cualquier cosa rara. Todo queda envuelto en el convencimiento de que somos unos hipócritas por sonreír todo el rato sin realmente sentirlo (ver abajo), que consideran confirmado por la facilidad con la que aceptamos agresiones estadounidenses por medio mundo, mientras que nos escandalizamos por las suyas.

Dicho esto, y bajo el convencimiento de que el mundo mejora más revisando nuestros propios comportamientos que criticando los de los demás, prosigo con el enfoque autocrítico.

Con los dos primeros ingredientes –ignorancia y estereotipo– bastaría para crear una imagen negativa de cualquier pueblo del mundo, pero en el caso ruso se añade un tercer factor, quizá más importante que ningún otro.

 

La sonrisa rusa

O mejor dicho, el valor cultural distinto que los occidentales y los rusos damos a la sonrisa.

En un curso de postgrado llamado “Habilidades de mediación y negociación en situaciones sensibles e interculturales” mis estudiantes debaten qué expresiones humanas son universales y cuáles no. ¿Lo son llorar, levantar la voz, sacar la lengua? Hablamos de gestos cuya interpretación les resulta chocante en Filipinas, China o la Amazonía, pero el que más les sorprende, con mucha diferencia, es el uso cultural de la sonrisa.

Cómo… ¿¡Que la sonrisa no significa lo mismo en todas partes!?

No solamente no significa lo mismo, sino que puede llegar a significar lo contrario.

Ocurre con muchos gestos culturales. Por ejemplo, los cristianos se descubren al entrar en un templo en señal de respeto, mientras que los judíos se cubren. Dos gestos opuestos para expresar exactamente lo mismo. Si un cristiano observase a un judío –o un judío a un cristiano– pensarían del otro: “esta gente es muy irrespetuosa”. Malinterpretan lo que ven, porque no tiene sentido usar tu propio código cultural para interpretar otra cultura; cada una funciona con códigos diferentes.

Con la sonrisa rusa pasa exactamente lo mismo.

Los occidentales tenemos dos modos muy distintos de usar la sonrisa. Por un lado, la sonrisa espontánea que mostramos como reacción natural a algo gracioso o para mostrar afecto; por otro lado, la sonrisa social, que utilizamos como una especie de carta de presentación que significa “vengo con buenas intenciones”, aunque nada gracioso esté pasando. Los rusos también tienen la sonrisa espontánea, pero no la social. Así que mientras usemos la sonrisa espontánea, no hay malentendidos, pero cuando un occidental usa la sonrisa social –o un ruso no la usa cuando un occidental la espera– se malinterpretan mutuamente y acaban despreciándose o rechazándose. Malinterpretan lo que ven, porque no tiene sentido usar tu propio código cultural para interpretar otra cultura; cada una funciona con códigos diferentes.

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Getty Images

El malentendido es gravísimo, porque esa sonrisa social –falsa para ellos, imprescindible para nosotros– es lo primero que un ruso y un occidental ven en el otro… y a menudo también lo último, tras una primera impresión nefasta. Los turistas occidentales vuelven a su país, quedan con sus amigos para tomar una cerveza, y cuando les preguntan “¿Qué tal tu viaje a Rusia?” cuentan que los rusos son antipáticos, secos y bordes. Y de ahí a decir que no tienen sentimientos, solo hay un paso.

Las implicaciones del uso distinto de la sonrisa son profundas en muchos niveles.

Los rusos usan la sonrisa exclusivamente para reaccionar a algo divertido o expresar un afecto sincero, así que cuando se les acerca un desconocido con una sonrisa de oreja a oreja, no lo pueden entender ¿Me he perdido algo gracioso? ¿Nos conocemos? –piensan sorprendidos. Tras comprobar que ni una cosa ni la otra, te ven como una persona falsa, porque la sonrisa o es por algo o no puede ser verdadera. De hecho, los rusos tienen un nombre específico para esa sonrisa permanente que uno pone para intentar desesperadamente causar una buena impresión en los demás. La llaman sonrisa de guardia (dezhurnayaulybka) usando la misma expresión que para farmacia de guardia, con la implicación negativa de que está disponible todo el rato por obligación, o sea, despreciable por insincera. Toda esta visión queda resumida en un dicho que sabe cualquier niño ruso: “risa sin razón, signo de idiota” (smeh bez prichiny, priznak durachiny). Con este código interpretativo en la cabeza, los rusos piensan que los occidentales somos falsos y superficiales.

Los occidentales, en cambio, usamos a menudo la sonrisa para mostrar una buena disposición social hacia los demás; y esperamos que los demás nos ofrezcan la suya para hacernos sentir bienvenidos. Esa sonrisa es tan indispensable para un occidental, que hasta sonreímos sin querer cuando hablamos por teléfono, aunque el otro no nos vea; y nos costaría manejar WhatsApp si nos quitasen el icono de la sonrisita. Y con esa clave interpretativa en la cabeza, cuando vemos que los rusos no nos sonríen nos parecen antipáticos y fríos.

Este malentendido se agrava por varias razones que se apilan sucesivamente: para empezar, los rusos consideran que la expresión facial que uno lleva por la calle cuando nada especial ha pasado, debe ser relajada y tranquila –no sonriente– porque valoran la sinceridad y, lógicamente, la cara debe corresponder a lo que uno siente. Así que situación neutra = cara neutra, ¿no? Un ruso no puede entender cómo algo tan simple no es obvio para todo el mundo.

Además, los rusos consideran de mal gusto ser excesivamente expresivos en el espacio público, dejando sus sonrisas, risas y expresiones más exuberantes para donde consideran que corresponde: en su espacio privado, con la gente que conocen. Esto agrava el malentendido, porque un turista raramente llega a establecer relaciones personales, así que va por Rusia contando la gente que no le sonríe. Y con el primero piensa “vale, será mala suerte”, pero tras unos cuantos, vuelve a su país convencido de que los rusos no sonríen nunca.

El hecho de que los rusos sean blancos agrava el malentendido con los occidentales, porque cuando alguien de un grupo étnico físicamente muy distinto hace algo extraño, puedes llegar a sospechar que te perdiste algo, pero el parecido superficial con los rusos invisibiliza aún más la diferencia cultural, llevándonos a la certeza de que son unos bordes, porque si son como nosotros y se comportan así, no se nos ocurre que pueda haber otra explicación.

Para culminar el desastre comunicativo, los rusos aprenden desde pequeños que es de buena educación no sonreír cuando está desempeñándose una labor profesional. Así que el hecho de que un turista habitualmente limite su contacto con rusos a vendedores en tiendas, recepcionistas en hoteles, o camareros en restaurantes –todos ellos actuando en el ámbito profesional– hace que no vea sonreír a un ruso ni por asomo, confirmando su impresión de que son unos bordes. Los rusos se sorprenderían muchísimo si nos oyeran, ya que lo que valoran en el servicio es un trato eficiente, sin sonrisas innecesarias que se metan por el medio. A los occidentales, en cambio, no nos entra en la cabeza que una cultura distinta a la nuestra pueda expresar la amabilidad de un modo que no sea sonreír, y como no nos cuadra tanta gente seria, hay quien hasta se inventa teorías fantásticas como que “han tenido una historia muy dura y por eso no sonríen”.

Pero entonces, si no sonríen… ¿Cómo muestran los rusos su actitud positiva social? ¿o es que no la muestran? Claro que lo hacen, pero simplemente no reutilizan el gesto de la sonrisa para expresar eso. Ellos lo hacen con palabras –que o sabes ruso, o no te enteras– y a través de expresiones gestuales mucho más matizadas en su mirada o rostro que los occidentales no estamos preparados para captar. Para la cultura occidental el tema es más binario –sonríes o no sonríes– y a menudo nos perdemos las frecuencias intermedias entre esos dos polos. Así que cuando vamos en el metro y vemos a los rusos silenciosos, relajados y sin sonreír, interpretamos equivocadamente que están tristes, enfadados o infelices.

Los rusos no sospechan nada de esto. Del mismo modo que si preguntases a un pez “¿qué se siente al estar mojado?” no sabría de qué le hablas, porque jamás ha estado seco, en Rusia, nadie sabe que se comportan a la rusa, porque eso allí es simplemente comportarse normal. Así que cuando oyen a un occidental decir que son antipáticos, no entienden nada y cuando se enteran de que pensamos que no sonríen, su confusión aumenta: “¡pero si sonreímos un montón!… no falsamente como vosotros, claro…”. Se sienten injustamente tratados, no entienden por qué les tenemos manía y se enfadan con nosotros.

¿Cómo aprendes estas cosas? Ocurre cuando ves que ese ruso que no te sonrió, y del que ibas pensando “menudo imbécil”, de repente te ayuda amablemente sin que se lo pidas o te sonríe otro día, y entonces piensas “me he perdido algo”. Y luego te ocurre con otro, y con otro, y con otro. Se llama aprender sobre otra cultura. Lamentablemente, cuando vamos como turistas no pasamos tanto tiempo como para vivir eso y, además, tras un par de malentendidos vamos indignadísimos por la calle pensando “míralos, qué amargados” y esa actitud no crea amigos ni en Rusia ni en ninguna otra parte del mundo.

¿Consecuencias de todos estos estereotipos e ignorancias mutuas? Tiene muchas. La primera, todo lo que nos perdemos de otras culturas que podríamos disfrutar y enriquecería nuestras vidas. Pero quizá el efecto más grave del estereotipo es que elimina nuestra necesidad de comprender el mundo, sustituyéndola por la complacencia de posicionarnos sin haber entendido nada. Una vez instalada una visión negativa del otro, personas que somos habitualmente críticas, aceptamos una narrativa infantil de buenos contra malos, olvidando que, en los asuntos entre humanos, los buenos y los malos se reparten siempre: ninguna parte se los queda en exclusiva. Y así, incluso personas que dicen estar a favor de la paz, se limitan a posicionarse, sin darse cuenta de que ninguna guerra se evita posicionándonos, sino haciendo el esfuerzo de escuchar a las dos partes para entender el problema entero –no solo la mitad– y poder así contribuir a encontrarle una solución.