Jeff Bezos, CEO de Amazon, presenta el nuevo Kindle Fire HD Family durante una conferencia de prensa en Santa Mónica, California, EE UU, septiembre de 2012. Joe Klamar/AFP/Getty Images
Jeff Bezos, CEO de Amazon, presenta el nuevo Kindle Fire HD Family durante una conferencia de prensa en Santa Mónica, California, EE UU, septiembre de 2012. Joe Klamar/AFP/Getty Images

The Everything Store: Jeff Bezos and the Age of Amazon

Brad Stone

Little, Brown, 372 páginas

Las empresas tecnológicas que más han cambiado nuestras vidas en los últimos treinta años, desde Microsoft hasta Google, han generado una profunda sensación de temor y ansiedad, porque acumulaban un poder formidable y proyectaban la sensación de que la tierra se movía bajo nuestros pies. El libro The Everything Store, con el que el periodista Brad Stone ha ganado el premio FT/Goldman Sachs 2013, anuncia la penúltima vuelta de tuerca: ha llegado la era de Amazon y nuestro futuro vuelve a ser una página en blanco. El volumen, que mantiene su objetividad, aunque contó por primera vez con el permiso de Jeff Bezos para acceder a sus archivos, empleados y familia, ayuda a entender que los motivos por los que la multinacional ha empezado a extender el pánico son los mismos por los que muchos la admiran y desearían incorporarse a sus filas.

La primera causa de tanto temor y atracción es que Amazon pone la eficiencia y la misión de una firma que aspira a hacer historia muy por delante de las necesidades más básicas de sus trabajadores. El máximo rendimiento de la plantilla se obtiene gracias a la estandarización de la mayoría de los procesos (Bezos considera que la necesaria comunicación entre los departamentos de la empresa para coordinarse muestra, en realidad, la deficiencia de su sistema informático), la cruda intransigencia de los jefes (muchos señalan a los profesionales menos cualificados como las únicas víctimas, pero olvidan que los primeros espadas de la compañía también la abandonan cada cuatro o cinco años, porque ni ellos ni sus vidas familiares soportan la presión y las jornadas interminables) y una visión del mundo por la que muchos empleados asumen que forman parte de un proyecto revolucionario que exige lo mejor de ellos mismos. Sólo depende de ellos tomar La Bastilla, decapitar a los viejos monarcas de la industria y acabar de una vez por todas con el Antiguo Régimen.

Esa sensación de misión alcanza cotas sorprendentes. Por ejemplo, en noviembre de 1999, igual que en años anteriores, la mayoría de sus trabajadores, algunos directivos incluidos, aceptaron cubrir turnos de dos semanas sin un solo día de descanso en las plataformas logísticas y servicios de atención al cliente, a veces muy lejos de sus casas, para garantizar el éxito de la campaña de Navidad. Así es cómo batieron a las tiendas electrónicas de Toys R Us o Macy’s en Estados Unidos y cómo su presidente se convirtió en la Persona del Año para la revista Time en 1999. Muchos de sus principales colaboradores, como Joy Covey, reconocen a Stone que nunca rindieron tan al límite de sus posibilidades como cuando estuvieron con Bezos, que él supo sacar lo mejor de ellos y que es probable que no haya otra forma de lanzar con éxito una propuesta revolucionaria que aspira a aparecer en los manuales de historia en letras mayúsculas e intenta apartar del mercado a colosos como Barnes & Noble, el equivalente estadounidense de nuestra Casa del Libro.

La siguiente fuente de ansiedad tiene que ver con una sospecha incómoda: la exigencia extrema en sus oficinas y almacenes nos favorece y nos atrae como clientes. Una de las principales obsesiones de Amazon desde el principio, nos recuerda The Everything Store, fue ofrecer el servicio más rápido, más completo y más barato del mercado. Ése y no ninguna cualidad maléfica por parte de Bezos es el principal motivo por el que la empresa paga mal a muchos de sus empleados, impone unas condiciones durísimas (que empeora constantemente) a sus proveedores, devora sin piedad a sus competidores tirando los precios (así adquirió Zappos.com para absorber su tecnología de venta de calzado por Internet) o ficha a docenas de ejecutivos de firmas punteras hasta el extremo de que algunas, como Wal-Mart, los denuncian por competencia desleal. Para seguir recortando precios y propulsando la calidad de la experiencia del consumidor, la multinacional de Seattle busca polémicos recovecos legales para no tributar, ha sacrificado tradicionalmente los intereses de sus accionistas no abonando dividendos y se ha colocado con frecuencia al borde de los números rojos porque reinvierte la mayor parte de lo que obtiene en ser un competidor más formidable cada día. Durante los primeros años de Amazon, su presidente dejaba una silla vacía en las reuniones para que los directivos no olvidasen que allí se sentaba, mirándolos atentamente y estudiando cada uno de sus pasos, un cliente insaciable.

Otro elemento que aterroriza y atrae al mismo tiempo es la capacidad de este gigante a la hora de destrozar el papel de los prescriptores tradicionales de lo que puede o no publicarse y presentarse con forma de libro. Las editoriales, los editores, los agentes que seleccionan con esmero a sus estrellas literarias y las propias librerías tienen que sufrir ahora, igual que las discográficas hace años y los medios de comunicación más recientemente, el proceso democratizador que los cambiará o destruirá para siempre. Resulta mucho más fácil y barato autoeditarse una novela y llegar a millones de personas, son miles los que pueden llamar la atención de una poderosa editorial sin necesidad de los contactos de un intermediario y es posible, además, abrir una gran librería que sólo sea un almacén de segunda mano siempre que se consiga la confianza de los cazadores de gangas del Amazon Marketplace. El mundo de la cultura, que se había acostumbrado a cuestionar los límites de la realidad y a proponer recetas revolucionarias, se enfrenta ahora a una multinacional que cuestiona su capacidad de supervivencia debilitando sus fuentes de ingresos, montando una revolución contra su autoridad como guardianes de la literatura o el buen periodismo y reemplazando un soporte crucial para nuestra civilización que apenas había variado desde los tiempos de Gutenberg. Hachette, HarperCollins, Penguin, Macmillan y Simon & Schuster intentaron aliarse con Apple para frenar el avance de su enemigo común, pero Amazon los denunció por pactar precios y se han visto forzados a indemnizar a sus clientes con millones de dólares en descuentos sobre sus libros electrónicos. Más del 60% de los e-books vendidos en EE UU se comercializan a través de la página del cíclope de Seattle.

El último gran foco que despierta este mar de fondo lleno de temor y admiración es el enorme desafío que supone definir y clasificar tanto la empresa en sí como las acciones de su fundador. ¿Se puede llamar tienda de libros a un comercio que vende también joyas o comida para perros? ¿Se puede considerar un gran almacén a un proveedor de servicios en la nube (Amazon Web Services) que ha permitido la creación de algunas de las pymes tecnológicas más prometedoras de los últimos años? ¿Es un defensor o un destructor de la cultura quien intenta hacerla más accesible a costa de segar la hierba bajo los pies de quienes la habían hecho menos accesible hasta ahora? ¿Se puede admirar la innovación de una empresa que utiliza la tecnología para someter a unas condiciones durísimas a miles de sus trabajadores con la intención de satisfacer a millones de clientes? ¿Hasta qué punto se puede descartar o etiquetar sin dificultad la genialidad obsesiva de un personaje que ha invertido millones de euros en proyectos filantrópicos, en el rescate del diario Washington Post, en una empresa que intenta facilitar la mudanza de la humanidad a otro planeta o en la construcción de un reloj monumental que debería funcionar durante los próximos 10.000 años como gran símbolo de la perspectiva del largo plazo que nuestra civilización está perdiendo? Quizás no se pueda o quizá sí, pero lo que parece obvio es que Amazon y Jeff Bezos se han convertido en una máquina expendedora de dudas, inestabilidad e inseguridad en el futuro, tres importantes fuentes de pánico y atracción que nunca podrían dejar indiferente a una sociedad que busca desesperadamente alguna certeza a la que aferrarse en medio de la crisis.