Tras las primeras elecciones democráticas, se ha constituido
un nuevo Gobierno en Irak. ¿Ha llegado el momento de que
las tropas estadounidenses se marchen? ¿Qué debe EE UU a Irak
y cuándo se verá libre
de sus obligaciones? En este
Debate de FP, seis intelectuales
opinan sobre lo que se necesita para que EE UU se despida de Irak correctamente.

No traicionar. Por
Lawrence
Kaplan

Los que critican la decisión de emprender la guerra deberían
reconocer que ya no se están debatiendo las razones para invadir Irak
sino las de marcharse. Ahora que EE UU ha puesto el país patas
arriba
y creado una situación que los iraquíes no pueden resolver solos,
una retirada prematura no arreglaría lo que muchos de sus defensores
consideran errores del pasado. Hay equivocaciones mucho mayores. Una es la
indiferencia; otra, la traición. Si las tropas regresan antes de haber
devuelto la estabilidad a Irak, Washington será culpable de ambos desatinos.
Aparte de la sorprendente doblez moral que implica abandonar a su suerte a
un país después de invadirlo y desestabilizarlo, ¿cómo
sería, en la práctica, una retirada rápida de Irak? Imposible.
Y su resultado, una catástrofe estratégica. Evitar que Irak se
venga abajo es impedir que se convierta en lo que hasta hace poco era Afganistán,
es decir, un vacío ocupado por grupos terroristas; algo que, según
un informe del Consejo Nacional de Inteligencia de EE UU, está ocurriendo
a gran velocidad. La única forma de evitarlo es que haya un Gobierno
iraquí con un relativo monopolio de la violencia. Lamentablemente, las
fuerzas de seguridad de Irak distan mucho de contar con suficientes efectivos
en la policía, la Guardia Nacional o el Ejército. Mientras tanto,
sólo EE UU puede cubrir ese vacío.

Ésta parece una verdad evidente. En todo caso lo es para los dirigentes
iraquíes. El primer ministro Ibrahim al Yafari predice que "si
EE UU se retira demasiado pronto, esto será el caos", y su colega
Mowaffak al Rubaie, consejero de Seguridad Nacional del Gobierno de Bagdad,
considera esa posibilidad "una receta para el desastre". Pero desde
la posición estratégica de Estados Unidos, cuyas tropas siguen
derramando su sangre en Irak, no parece estar tan claro. Por ello, los estadounidenses
deben preguntarse qué deben a Irak. Si la política de Washington
tiene realmente un componente moral (y yo lo creo), la respuesta debe ser algo
mejor –o al menos no peor– de lo que tenían. Eso no significa
guarnecer Irak a perpetuidad, sino, como mínimo, quedarse hasta que
los iraquíes sean capaces de controlar las fuerzas desencadenadas por
las acciones de EE UU.

Lawrence Kaplan, periodista
de The New Republic, es coautor de
La guerra de Irak (Almuzara,
Córdoba,
2004).

Marcharse ya. Por
George
López

Las nuevas autoridades iraquíes deben ser capaces de plantar cara
a la insurgencia en términos políticos, religiosos y nacionalistas.
Pero no podrán hacerlo hasta que EE UU no dé ciertos, y difíciles,
pasos. En primer lugar, tendrá que anunciar, y llevar a cabo, una retirada
escalonada de sus tropas que deberá haberse completado en febrero de
2006. Para que esta acción sea creíble, deberá también
reducir las dimensiones de su embajada, igualándola a las otras que
mantiene en la región. A continuación, tendrá que desmantelar
las bases militares en construcción para acabar con la imagen de dependencia
de la fuerza estadounidense que tiene el Gobierno iraquí.

Esta estrategia puede tener dos grandes objeciones. Una es táctica,
ya que el anuncio de una fecha límite para la retirada de las tropas
da importantes ventajas a la insurgencia. La otra, política: sus críticos
afirman que dichos pasos constituyen una estrategia de "cortar amarras" que
los aliados y enemigos de EE UU interpretarían como una señal
de debilidad.

La primera afirmación no es verosímil. Los dirigentes estadounidenses
vienen equivocándose sistemáticamente sobre el alcance, la motivación
y estrategias de la insurgencia iraquí. Durante los dos últimos
años, la Administración Bush ha anunciado que los ataques disminuirían
tras la captura de Sadam Hussein, tras el traspaso del poder de la Autoridad
Provisional de la Coalición al Gobierno interino de Iyad Alaui, tras
la reconquista de Faluya y tras las elecciones de enero. Pero la insurgencia
se ha recrudecido y afianzado. Es evidente que la omnipresencia estadounidense
atiza una disidencia bastante dispar. En este ambiente, el anuncio de un calendario
para la retirada supone la mejor baza con que cuentan las autoridades iraquíes.

El miedo a que una retirada enérgica indique la debilidad de EE UU
no refleja la realidad. El deseo de Irak de verse libre de sus ocupantes está claro.
Según una encuesta de Zogby [la empresa estadounidense de estudios de
mercado y opinión], en enero de 2005, el 82% de los suníes y
el 69% de los chiíes estaban a favor de una retirada de Estados Unidos "inmediata
o después de que el Gobierno electo asumiera el poder". Ante semejante
consenso nacional, retirarse no es una muestra de debilidad sino de deferencia
a los deseos del pueblo iraquí. EE UU podrá, mediante sus siguientes
acciones, determinar el modo en que se juzga esa retirada. El mantenimiento
de su ayuda económica y del apoyo a las decisiones políticas
de los iraquíes le dará muchos puntos positivos para la historia.
Una retirada de Estados Unidos sería una victoria del sentido común
sobre un miedo exagerado.

George López es investigador del Instituto Joan B. Kroc de Estudios
Internacionales sobre la Paz de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EE UU).

Dejar el trabajo a medias. Por
Kenneth
Himes

Con gran eficacia y talento militar, EE UU ganó una guerra injusta
en Irak. Después, su mala planificación e inepta gestión
pusieron en peligro una paz justa. Con tan chapuceros antecedentes, ¿debería
simplemente retirarse de un país que nunca debió invadir?

Los teóricos de la guerra justa están acostumbrados a investigar
sobre si la causa de una confrontación es justa o no (ius
ad bellum)
y sobre los comportamientos en ella (ius
in bello)
. Ahora debemos analizar
el ius post bellum: ¿qué obligaciones tiene el ocupante y cuándo
se ve libre de ellas? San Agustín, uno de los fundadores de la teoría
de la guerra justa, nos explica que la paz no es sólo la ausencia de
conflicto. Siendo así, EE UU ha hecho, como mucho, la mitad de su labor.
Tras la invasión, los vencedores tienen la obligación moral de
mantener cierto grado de orden social a la vez que reestablecen el Gobierno
y las instituciones de la nación derrotada. El imperativo moral durante
la ocupación es el bienestar de los iraquíes, no los intereses
estadounidenses.

Por ello, EE UU y sus aliados no deberán irse hasta que estén
funcionando las instituciones sociales básicas o hasta que quede claro
que las fuerzas ocupantes no quieren o no pueden contribuir a su creación.
Los estadounidenses que desean que su país se retire se sienten tentados
a afirmar que su presencia es la causa de la insurgencia y que una retirada
ahora es éticamente correcta. Sólo tienen razón en parte:
los insurgentes se opondrán a cualquier Ejecutivo no dominado por los
suníes, y las fuerzas de seguridad aún no son capaces de mantener
el orden. Las elecciones de enero le han dado al nuevo Gobierno una oportunidad
de legitimarse, pero EE UU aún debe garantizar su estabilidad. Cuando
un Ejecutivo independiente y representativo asuma el poder y pida a EE UU que
deje el país, éste deberá hacerlo. Pero si pide que se
queden o que le ayuden por otras vías, Washington deberá estar
abierto a ello. Una guerra injusta no debe ser excusa para dejar tras de sí una
paz injusta.

Kenneth Himes es director del Departamento de Teología del Boston College.

Lazos con el nuevo Irak. Por Jean
Bethke Elshtain

Para que una guerra sea justa, debe tener como objetivo castigar a un agresor
o reparar una gran injusticia. Se trata de establecer una situación
más justa de la que existía antes del recurso a la fuerza armada,
y la potencia ocupante está obligada a hacer todo lo que esté en
sus manos para evitar un resultado peor. En este marco, ¿cuáles
son los requisitos para una retirada ética?

En primer lugar, el país que realiza operaciones militares debe valorar
su grado de responsabilidad en la posguerra. Si su papel ha sido pequeño,
su responsabilidad se ve proporcionalmente reducida. En el caso de Irak, Estados
Unidos y sus aliados cargan, evidentemente, con la mayor parte. Washington,
en concreto, tiene una responsabilidad directa en la posguerra, no com
partida por ningún otro país u organización.

Este estado de cosas dista mucho de ser ideal. Aunque una gran potencia debería
tener de su parte al mayor número posible de aliados cuando decide emprender
una guerra, dados los antecedentes de ineptitud y parálisis de la ONU
en lo que se refiere a las dictaduras, en muchas ocasiones será imposible
la implicación formal de la comunidad internacional. Ésta se
juega mucho en el resultado de la guerra de Irak; debería colaborar
en él y no obstaculizarlo. Sin embargo, la responsabilidad última
está en manos de las potencias que derrocaron a Sadam. Los países
responsables de la situación de la posguerra deberán cargar con
el grueso de la reparación de los daños a las infraestructuras
y el medio ambiente que son resultado directo de las operaciones militares.
Los equipos dedicados a las cuestiones civiles deberían concentrarse
en primer lugar en las necesidades básicas: el agua y la electricidad,
después las escuelas, hospitales y otras instituciones básicas
del orden social. Reparar las infraestructuras políticas es igualmente
importante para establecer una paz justa. Ello significa dejar a los habitantes
del país en mejor estado que antes de la intervención. Instaurar
una autoridad legítima en Irak es un delicado acto de equilibrio.

Las potencias ocupantes también deben proporcionar defensa y seguridad.
Si un país ha sido desarmado, el Estado ocupante se hace responsable
de su seguridad y protección frente a los enemigos internos y externos.
Por cuánto tiempo y en qué grado, dependerá del tipo de
amenazas que sufra y de la velocidad a la que reconstruya su capacidad de defensa
y de seguridad interna. Por último, las potencias ocupantes deben reaccionar
si empieza a surgir un nuevo régimen de terror como el de Sadam Husein.
Así como durante la guerra fría y las décadas de bipolaridad
Estados Unidos protegió a Europa Occidental –que incluía
un nuevo Estado democrático, la República Federal de Alemania–,
ahora debe mantenerse estrechamente unido al nuevo Irak. Del mismo modo que
los aliados nunca hubieran permitido que surgiera un nuevo Estado nazi en Alemania,
EE UU no debe bajar la guardia en Irak, por si las fuerzas internas de estabilidad
y decencia llegaran a flaquear y hundirse. El pueblo iraquí no puede
volver a ser la víctima.

Jean Bethke Elshtain es profesora de Ética Social y Política
en la Divinity School, de la Universidad de Chicago (EE UU).

Lo que interesa a los iraquíes. Por
Rafael del Águila

Debe Estados Unidos retirarse de Irak? Esta pregunta puede contestarse desde
diversos puntos de vista. Así, por ejemplo, puede responderse atendiendo
a los intereses de Washington, a los imperativos de la justicia internacional,
a la perspectiva de la Unión Europea o a las necesidades de la lucha
contra el terrorismo. Sin embargo, creo que el único criterio relevante
es el siguiente: ¿qué interesa a los iraquíes?

Estados Unidos y sus aliados invadieron Irak de un modo que, a estas alturas,
parece al unísono ilegal e ilegítimo. Aun cuando la guerra se
desarrolló de manera rápida y eficiente, la gestión de
la posguerra ha dado lugar a las peores pesadillas imaginables. La imprevisión
y un conjunto de errores políticos increíbles en una potencia
como EE UU han producido un escenario de caos, muerte, terrorismo y desolación.
Hablamos de centenares de miles de muertos. Hasta hace muy poco, el elemento
definitorio de la situación parecía ser la inexistencia de un
orden político legítimo. Las elecciones de este año han
tratado de subsanar esto, pero no han evitado la continuación de la
guerra, esto es, la proliferación de atentados, secuestros, ataques… Antes
al contrario: el objetivo marcado por los terroristas parece ser ahora desencadenar
una guerra civil. De modo que los ciudadanos iraquíes siguen en el punto
de mira por millares.

Así las cosas, ¿qué debe hacerse?, ¿es aconsejable
la retirada de las tropas estadounidenses estacionadas allí? Si se afirma
que el criterio relevante para contestar a esa pregunta son los intereses (en
sentido amplio) de los iraquíes, entonces se ha de actuar de modo que
la respuesta satisfaga ese criterio y los demás le queden subordinados.
En este caso la respuesta parece obligada: dado que, por el momento, el poder
instituido en Irak mediante elecciones parece incapaz de controlar la situación
adecuadamente, las fuerzas estadounidenses y coaligadas tienen el deber (moral
y político) de mantenerse allí y de garantizar el orden actuando
concertadamente con los iraquíes y sus representantes electos. Porque
de lo que hablamos ya no es de democracia o de la concesión de derechos
a los iraquíes. Estamos hablando de algo previo pero necesario: la instauración
de un orden político. La situación caótica creada tiene
responsables y son ellos quienes tienen el deber ineludible de subsanar, siquiera
parcialmente, lo que sus torpezas y sus errores han generado.

Se trata, pues, de garantizar un orden y una estabilidad política iraquíes,
de crear un monopolio de la violencia legítima (de crear Estado) en
manos de las autoridades iraquíes. También de que los últimos
responsables del caos actual promuevan las condiciones de la libertad política.
Y eso considerando en primer lugar los intereses y la opinión de las
tambaleantes instituciones del país, sin duda limitadas y problemáticas
para muchos, pero las únicas en este momento.

Rafael del Águila es catedrático de Ciencia Política y de
la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid.

Una solución islámica. Por Sohail Hashmi

Mientras Estados Unidos se esfuerza por hallar la mejor forma de salir de
Irak, el mundo musulmán debería considerar cómo entrar.
Los dirigentes sociales, políticos y religiosos deben superar la hostilidad
y el resentimiento provocados por la guerra de Irak. Ningún país
musulmán envió tropas a la coalición de las voluntades y muy pocos han colaborado, más allá de medidas simbólicas,
en la posterior estabilización del país. La animosidad contra
Washington y sus políticas en la región no paran de crecer en
el mundo musulmán. Y, lo que tal vez sea más significativo, algunos
académicos islámicos no sólo han condenado la invasión
estadounidense sino que han emitido fetuas llamando a los musulmanes a ayudar
a la insurgencia.

Pero tras las elecciones de enero en Irak, los musulmanes no pueden seguir
insistiendo en los errores de la guerra. La ética islámica exige
que ayuden a sus hermanos iraquíes a construir un país más
pacífico y próspero. Como manda el Corán: "Que ninguna
animosidad te aleje de la justicia. Sé justo: es lo más cercano
a la piedad". La ética musulmana exige, por encima de todo, que
sus fieles se abstengan de ayudar material o moralmente a asesinos y terroristas
camuflados de muyahidines. Son muchos los musulmanes que simpatizan con el
objetivo de los insurgentes de expulsar a EE UU de Irak y que, por ello, aceptan
tácitamente
las atrocidades que cometen. El secuestro, la tortura, las decapitaciones y
el asesinato al azar de civiles no son propios de un muyahidin. Son actos criminales
y todos los musulmanes deberían denunciarlos como tales.

Las tropas musulmanas aprobadas por la Liga Árabe y la Organización
de la Conferencia Islámica deberían sustituir a las tropas estadounidenses,
británicas y de otros países europeos en el papel de mantenimiento
de la paz hasta que las tropas iraquíes hayan sido preparadas para ello.
Estos contingentes no pueden venir de los países fronterizos, que podrían
tener sus propias aspiraciones para Irak, pero podría formarse a partir
de tropas marroquíes, egipcias, paquistaníes o bangladesíes.

Sin duda, la redacción de una Constitución alimentará,
dentro y fuera de Irak, las viejas controversias sobre la compatibilidad del
islam y la democracia. No se debería permitir que estas disputas distrajeran
la atención de un principio moral central: el derecho del pueblo iraquí a
la autodeterminación. La Constitución que mejor garantice la
seguridad, bienestar y justicia para todos los ciudadanos iraquíes (suníes
y chiíes, musulmanes y no musulmanes) será inherentemente una
constitución islámica. Una democracia iraquí funcional
beneficiará a todos los árabes y musulmanes; el fracaso del experimento
iraquí y su deriva hacia una guerra civil no ayudará a nadie.

Los dirigentes musulmanes tienen la obligación de evitar los errores
de los prolegómenos de las intervenciones de EE UU en Irak de 2003 y
1991. Tenían la obligación de aislar y eliminar el brutal régimen
de Sadam Husein. Sin embargo, durante décadas los dirigentes árabes
no movieron un dedo, o incluso le apoyaron. Sus acciones y su pasividad pusieron
la intervención de Estados Unidos en bandeja. Ahora que Sadam va a ser
juzgado por crímenes contra la humanidad, debería serlo también
por la ley internacional y por la islámica. Iraníes y kuwaitíes
deberían poder participar en el juicio, no sólo como ciudadanos
de otros países víctimas de sus delitos, sino en tanto que musulmanes
víctimas de un dictador que se hacía pasar por dirigente musulmán.

Un famoso hadiz, o dicho del profeta Mahoma, afirma que "la forma más
elevada de yihad es decir la verdad a un tirano". Hacer que Sadam rinda
cuentas ante la ley islámica hará que otras víctimas digan
la verdad a sus tiranos.

Sohail Hashmi es profesor de Relaciones Internacionales en el Mount Holyoke College
(Massachusetts, EE UU).

Tras las primeras elecciones democráticas, se ha constituido
un nuevo Gobierno en Irak. ¿Ha llegado el momento de que
las tropas estadounidenses se marchen? ¿Qué debe EE UU a Irak
y cuándo se verá libre
de sus obligaciones? En este
Debate de FP, seis intelectuales
opinan sobre lo que se necesita para que EE UU se despida de Irak correctamente.

No traicionar. Por
Lawrence
Kaplan

Los que critican la decisión de emprender la guerra deberían
reconocer que ya no se están debatiendo las razones para invadir Irak
sino las de marcharse. Ahora que EE UU ha puesto el país patas
arriba
y creado una situación que los iraquíes no pueden resolver solos,
una retirada prematura no arreglaría lo que muchos de sus defensores
consideran errores del pasado. Hay equivocaciones mucho mayores. Una es la
indiferencia; otra, la traición. Si las tropas regresan antes de haber
devuelto la estabilidad a Irak, Washington será culpable de ambos desatinos.
Aparte de la sorprendente doblez moral que implica abandonar a su suerte a
un país después de invadirlo y desestabilizarlo, ¿cómo
sería, en la práctica, una retirada rápida de Irak? Imposible.
Y su resultado, una catástrofe estratégica. Evitar que Irak se
venga abajo es impedir que se convierta en lo que hasta hace poco era Afganistán,
es decir, un vacío ocupado por grupos terroristas; algo que, según
un informe del Consejo Nacional de Inteligencia de EE UU, está ocurriendo
a gran velocidad. La única forma de evitarlo es que haya un Gobierno
iraquí con un relativo monopolio de la violencia. Lamentablemente, las
fuerzas de seguridad de Irak distan mucho de contar con suficientes efectivos
en la policía, la Guardia Nacional o el Ejército. Mientras tanto,
sólo EE UU puede cubrir ese vacío.

Ésta parece una verdad evidente. En todo caso lo es para los dirigentes
iraquíes. El primer ministro Ibrahim al Yafari predice que "si
EE UU se retira demasiado pronto, esto será el caos", y su colega
Mowaffak al Rubaie, consejero de Seguridad Nacional del Gobierno de Bagdad,
considera esa posibilidad "una receta para el desastre". Pero desde
la posición estratégica de Estados Unidos, cuyas tropas siguen
derramando su sangre en Irak, no parece estar tan claro. Por ello, los estadounidenses
deben preguntarse qué deben a Irak. Si la política de Washington
tiene realmente un componente moral (y yo lo creo), la respuesta debe ser algo
mejor –o al menos no peor– de lo que tenían. Eso no significa
guarnecer Irak a perpetuidad, sino, como mínimo, quedarse hasta que
los iraquíes sean capaces de controlar las fuerzas desencadenadas por
las acciones de EE UU.

Lawrence Kaplan, periodista
de The New Republic, es coautor de
La guerra de Irak (Almuzara,
Córdoba,
2004).

Marcharse ya. Por
George
López

Las nuevas autoridades iraquíes deben ser capaces de plantar cara
a la insurgencia en términos políticos, religiosos y nacionalistas.
Pero no podrán hacerlo hasta que EE UU no dé ciertos, y difíciles,
pasos. En primer lugar, tendrá que anunciar, y llevar a cabo, una retirada
escalonada de sus tropas que deberá haberse completado en febrero de
2006. Para que esta acción sea creíble, deberá también
reducir las dimensiones de su embajada, igualándola a las otras que
mantiene en la región. A continuación, tendrá que desmantelar
las bases militares en construcción para acabar con la imagen de dependencia
de la fuerza estadounidense que tiene el Gobierno iraquí.

Esta estrategia puede tener dos grandes objeciones. Una es táctica,
ya que el anuncio de una fecha límite para la retirada de las tropas
da importantes ventajas a la insurgencia. La otra, política: sus críticos
afirman que dichos pasos constituyen una estrategia de "cortar amarras" que
los aliados y enemigos de EE UU interpretarían como una señal
de debilidad.

La primera afirmación no es verosímil. Los dirigentes estadounidenses
vienen equivocándose sistemáticamente sobre el alcance, la motivación
y estrategias de la insurgencia iraquí. Durante los dos últimos
años, la Administración Bush ha anunciado que los ataques disminuirían
tras la captura de Sadam Hussein, tras el traspaso del poder de la Autoridad
Provisional de la Coalición al Gobierno interino de Iyad Alaui, tras
la reconquista de Faluya y tras las elecciones de enero. Pero la insurgencia
se ha recrudecido y afianzado. Es evidente que la omnipresencia estadounidense
atiza una disidencia bastante dispar. En este ambiente, el anuncio de un calendario
para la retirada supone la mejor baza con que cuentan las autoridades iraquíes.

El miedo a que una retirada enérgica indique la debilidad de EE UU
no refleja la realidad. El deseo de Irak de verse libre de sus ocupantes está claro.
Según una encuesta de Zogby [la empresa estadounidense de estudios de
mercado y opinión], en enero de 2005, el 82% de los suníes y
el 69% de los chiíes estaban a favor de una retirada de Estados Unidos "inmediata
o después de que el Gobierno electo asumiera el poder". Ante semejante
consenso nacional, retirarse no es una muestra de debilidad sino de deferencia
a los deseos del pueblo iraquí. EE UU podrá, mediante sus siguientes
acciones, determinar el modo en que se juzga esa retirada. El mantenimiento
de su ayuda económica y del apoyo a las decisiones políticas
de los iraquíes le dará muchos puntos positivos para la historia.
Una retirada de Estados Unidos sería una victoria del sentido común
sobre un miedo exagerado.

George López es investigador del Instituto Joan B. Kroc de Estudios
Internacionales sobre la Paz de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EE UU).

Dejar el trabajo a medias. Por
Kenneth
Himes

Con gran eficacia y talento militar, EE UU ganó una guerra injusta
en Irak. Después, su mala planificación e inepta gestión
pusieron en peligro una paz justa. Con tan chapuceros antecedentes, ¿debería
simplemente retirarse de un país que nunca debió invadir?

Los teóricos de la guerra justa están acostumbrados a investigar
sobre si la causa de una confrontación es justa o no (ius
ad bellum)
y sobre los comportamientos en ella (ius
in bello)
. Ahora debemos analizar
el ius post bellum: ¿qué obligaciones tiene el ocupante y cuándo
se ve libre de ellas? San Agustín, uno de los fundadores de la teoría
de la guerra justa, nos explica que la paz no es sólo la ausencia de
conflicto. Siendo así, EE UU ha hecho, como mucho, la mitad de su labor.
Tras la invasión, los vencedores tienen la obligación moral de
mantener cierto grado de orden social a la vez que reestablecen el Gobierno
y las instituciones de la nación derrotada. El imperativo moral durante
la ocupación es el bienestar de los iraquíes, no los intereses
estadounidenses.

Por ello, EE UU y sus aliados no deberán irse hasta que estén
funcionando las instituciones sociales básicas o hasta que quede claro
que las fuerzas ocupantes no quieren o no pueden contribuir a su creación.
Los estadounidenses que desean que su país se retire se sienten tentados
a afirmar que su presencia es la causa de la insurgencia y que una retirada
ahora es éticamente correcta. Sólo tienen razón en parte:
los insurgentes se opondrán a cualquier Ejecutivo no dominado por los
suníes, y las fuerzas de seguridad aún no son capaces de mantener
el orden. Las elecciones de enero le han dado al nuevo Gobierno una oportunidad
de legitimarse, pero EE UU aún debe garantizar su estabilidad. Cuando
un Ejecutivo independiente y representativo asuma el poder y pida a EE UU que
deje el país, éste deberá hacerlo. Pero si pide que se
queden o que le ayuden por otras vías, Washington deberá estar
abierto a ello. Una guerra injusta no debe ser excusa para dejar tras de sí una
paz injusta.

Kenneth Himes es director del Departamento de Teología del Boston College.

Lazos con el nuevo Irak. Por Jean
Bethke Elshtain

Para que una guerra sea justa, debe tener como objetivo castigar a un agresor
o reparar una gran injusticia. Se trata de establecer una situación
más justa de la que existía antes del recurso a la fuerza armada,
y la potencia ocupante está obligada a hacer todo lo que esté en
sus manos para evitar un resultado peor. En este marco, ¿cuáles
son los requisitos para una retirada ética?

En primer lugar, el país que realiza operaciones militares debe valorar
su grado de responsabilidad en la posguerra. Si su papel ha sido pequeño,
su responsabilidad se ve proporcionalmente reducida. En el caso de Irak, Estados
Unidos y sus aliados cargan, evidentemente, con la mayor parte. Washington,
en concreto, tiene una responsabilidad directa en la posguerra, no com
partida por ningún otro país u organización.

Este estado de cosas dista mucho de ser ideal. Aunque una gran potencia debería
tener de su parte al mayor número posible de aliados cuando decide emprender
una guerra, dados los antecedentes de ineptitud y parálisis de la ONU
en lo que se refiere a las dictaduras, en muchas ocasiones será imposible
la implicación formal de la comunidad internacional. Ésta se
juega mucho en el resultado de la guerra de Irak; debería colaborar
en él y no obstaculizarlo. Sin embargo, la responsabilidad última
está en manos de las potencias que derrocaron a Sadam. Los países
responsables de la situación de la posguerra deberán cargar con
el grueso de la reparación de los daños a las infraestructuras
y el medio ambiente que son resultado directo de las operaciones militares.
Los equipos dedicados a las cuestiones civiles deberían concentrarse
en primer lugar en las necesidades básicas: el agua y la electricidad,
después las escuelas, hospitales y otras instituciones básicas
del orden social. Reparar las infraestructuras políticas es igualmente
importante para establecer una paz justa. Ello significa dejar a los habitantes
del país en mejor estado que antes de la intervención. Instaurar
una autoridad legítima en Irak es un delicado acto de equilibrio.

Las potencias ocupantes también deben proporcionar defensa y seguridad.
Si un país ha sido desarmado, el Estado ocupante se hace responsable
de su seguridad y protección frente a los enemigos internos y externos.
Por cuánto tiempo y en qué grado, dependerá del tipo de
amenazas que sufra y de la velocidad a la que reconstruya su capacidad de defensa
y de seguridad interna. Por último, las potencias ocupantes deben reaccionar
si empieza a surgir un nuevo régimen de terror como el de Sadam Husein.
Así como durante la guerra fría y las décadas de bipolaridad
Estados Unidos protegió a Europa Occidental –que incluía
un nuevo Estado democrático, la República Federal de Alemania–,
ahora debe mantenerse estrechamente unido al nuevo Irak. Del mismo modo que
los aliados nunca hubieran permitido que surgiera un nuevo Estado nazi en Alemania,
EE UU no debe bajar la guardia en Irak, por si las fuerzas internas de estabilidad
y decencia llegaran a flaquear y hundirse. El pueblo iraquí no puede
volver a ser la víctima.

Jean Bethke Elshtain es profesora de Ética Social y Política
en la Divinity School, de la Universidad de Chicago (EE UU).

Lo que interesa a los iraquíes. Por
Rafael del Águila

Debe Estados Unidos retirarse de Irak? Esta pregunta puede contestarse desde
diversos puntos de vista. Así, por ejemplo, puede responderse atendiendo
a los intereses de Washington, a los imperativos de la justicia internacional,
a la perspectiva de la Unión Europea o a las necesidades de la lucha
contra el terrorismo. Sin embargo, creo que el único criterio relevante
es el siguiente: ¿qué interesa a los iraquíes?

Estados Unidos y sus aliados invadieron Irak de un modo que, a estas alturas,
parece al unísono ilegal e ilegítimo. Aun cuando la guerra se
desarrolló de manera rápida y eficiente, la gestión de
la posguerra ha dado lugar a las peores pesadillas imaginables. La imprevisión
y un conjunto de errores políticos increíbles en una potencia
como EE UU han producido un escenario de caos, muerte, terrorismo y desolación.
Hablamos de centenares de miles de muertos. Hasta hace muy poco, el elemento
definitorio de la situación parecía ser la inexistencia de un
orden político legítimo. Las elecciones de este año han
tratado de subsanar esto, pero no han evitado la continuación de la
guerra, esto es, la proliferación de atentados, secuestros, ataques… Antes
al contrario: el objetivo marcado por los terroristas parece ser ahora desencadenar
una guerra civil. De modo que los ciudadanos iraquíes siguen en el punto
de mira por millares.

Así las cosas, ¿qué debe hacerse?, ¿es aconsejable
la retirada de las tropas estadounidenses estacionadas allí? Si se afirma
que el criterio relevante para contestar a esa pregunta son los intereses (en
sentido amplio) de los iraquíes, entonces se ha de actuar de modo que
la respuesta satisfaga ese criterio y los demás le queden subordinados.
En este caso la respuesta parece obligada: dado que, por el momento, el poder
instituido en Irak mediante elecciones parece incapaz de controlar la situación
adecuadamente, las fuerzas estadounidenses y coaligadas tienen el deber (moral
y político) de mantenerse allí y de garantizar el orden actuando
concertadamente con los iraquíes y sus representantes electos. Porque
de lo que hablamos ya no es de democracia o de la concesión de derechos
a los iraquíes. Estamos hablando de algo previo pero necesario: la instauración
de un orden político. La situación caótica creada tiene
responsables y son ellos quienes tienen el deber ineludible de subsanar, siquiera
parcialmente, lo que sus torpezas y sus errores han generado.

Se trata, pues, de garantizar un orden y una estabilidad política iraquíes,
de crear un monopolio de la violencia legítima (de crear Estado) en
manos de las autoridades iraquíes. También de que los últimos
responsables del caos actual promuevan las condiciones de la libertad política.
Y eso considerando en primer lugar los intereses y la opinión de las
tambaleantes instituciones del país, sin duda limitadas y problemáticas
para muchos, pero las únicas en este momento.

Rafael del Águila es catedrático de Ciencia Política y de
la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid.

Una solución islámica. Por Sohail Hashmi

Mientras Estados Unidos se esfuerza por hallar la mejor forma de salir de
Irak, el mundo musulmán debería considerar cómo entrar.
Los dirigentes sociales, políticos y religiosos deben superar la hostilidad
y el resentimiento provocados por la guerra de Irak. Ningún país
musulmán envió tropas a la coalición de las voluntades y muy pocos han colaborado, más allá de medidas simbólicas,
en la posterior estabilización del país. La animosidad contra
Washington y sus políticas en la región no paran de crecer en
el mundo musulmán. Y, lo que tal vez sea más significativo, algunos
académicos islámicos no sólo han condenado la invasión
estadounidense sino que han emitido fetuas llamando a los musulmanes a ayudar
a la insurgencia.

Pero tras las elecciones de enero en Irak, los musulmanes no pueden seguir
insistiendo en los errores de la guerra. La ética islámica exige
que ayuden a sus hermanos iraquíes a construir un país más
pacífico y próspero. Como manda el Corán: "Que ninguna
animosidad te aleje de la justicia. Sé justo: es lo más cercano
a la piedad". La ética musulmana exige, por encima de todo, que
sus fieles se abstengan de ayudar material o moralmente a asesinos y terroristas
camuflados de muyahidines. Son muchos los musulmanes que simpatizan con el
objetivo de los insurgentes de expulsar a EE UU de Irak y que, por ello, aceptan
tácitamente
las atrocidades que cometen. El secuestro, la tortura, las decapitaciones y
el asesinato al azar de civiles no son propios de un muyahidin. Son actos criminales
y todos los musulmanes deberían denunciarlos como tales.

Las tropas musulmanas aprobadas por la Liga Árabe y la Organización
de la Conferencia Islámica deberían sustituir a las tropas estadounidenses,
británicas y de otros países europeos en el papel de mantenimiento
de la paz hasta que las tropas iraquíes hayan sido preparadas para ello.
Estos contingentes no pueden venir de los países fronterizos, que podrían
tener sus propias aspiraciones para Irak, pero podría formarse a partir
de tropas marroquíes, egipcias, paquistaníes o bangladesíes.

Sin duda, la redacción de una Constitución alimentará,
dentro y fuera de Irak, las viejas controversias sobre la compatibilidad del
islam y la democracia. No se debería permitir que estas disputas distrajeran
la atención de un principio moral central: el derecho del pueblo iraquí a
la autodeterminación. La Constitución que mejor garantice la
seguridad, bienestar y justicia para todos los ciudadanos iraquíes (suníes
y chiíes, musulmanes y no musulmanes) será inherentemente una
constitución islámica. Una democracia iraquí funcional
beneficiará a todos los árabes y musulmanes; el fracaso del experimento
iraquí y su deriva hacia una guerra civil no ayudará a nadie.

Los dirigentes musulmanes tienen la obligación de evitar los errores
de los prolegómenos de las intervenciones de EE UU en Irak de 2003 y
1991. Tenían la obligación de aislar y eliminar el brutal régimen
de Sadam Husein. Sin embargo, durante décadas los dirigentes árabes
no movieron un dedo, o incluso le apoyaron. Sus acciones y su pasividad pusieron
la intervención de Estados Unidos en bandeja. Ahora que Sadam va a ser
juzgado por crímenes contra la humanidad, debería serlo también
por la ley internacional y por la islámica. Iraníes y kuwaitíes
deberían poder participar en el juicio, no sólo como ciudadanos
de otros países víctimas de sus delitos, sino en tanto que musulmanes
víctimas de un dictador que se hacía pasar por dirigente musulmán.

Un famoso hadiz, o dicho del profeta Mahoma, afirma que "la forma más
elevada de yihad es decir la verdad a un tirano". Hacer que Sadam rinda
cuentas ante la ley islámica hará que otras víctimas digan
la verdad a sus tiranos.

Sohail Hashmi es profesor de Relaciones Internacionales en el Mount Holyoke College
(Massachusetts, EE UU).