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Mujeres eritreas celebran la apertura de la frontera entre su país y Etiopía después de 20 años, septiembre de 2018. Stringer/AFP/Getty Images

Cuando se cumplen dos décadas del inicio de la guerra fronteriza entre Etiopía y Eritrea, la Declaración Conjunta firmada en julio de 2018 se ha convertido en una importante oportunidad para la paz y la reconciliación. El camino no será fácil, pero avanzar hacia la estabilidad del Cuerno de África demanda el mayor esfuerzo.

A principios de nuestra era, el extremo oriental del continente africano –ahora conocido como el Cuerno de África– fue testigo del nacimiento del reino cristiano de Aksum, que gobernó los territorios y poblaciones de todo el norte de Etiopía y la actual Eritrea. Siglos después, un largo periodo de migraciones y la penetración paulatina del islam forjaron una región donde la pluralidad étnica y religiosa sustentaba una convivencia relativamente pacífica. Sin embargo, a finales del siglo XIX, comenzaron a conformarse distintas entidades prenacionales: el emperador Melenik II (1889-1913) fundó la actual Etiopía (por entonces, llamada Abisinia) que consiguió mantenerse –junto a Liberia– como el único Estado africano que nunca fue colonizado; mientras que Eritrea, como consecuencia directa del reparto de África, se convirtió en dominio italiano entre 1890 y 1941, cuando el Reino Unido invadió el país y retuvo su administración hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

En 1952, con el respaldo determinante de Estados Unidos y en contra de las intenciones del mundo árabe, Naciones Unidas se arrogó la potestad de unir los destinos de Etiopía y Eritrea como una federación única, pero –en 1962– el emperador Haili Selassie decretó la anexión de Eritrea como provincia etíope, lo que motivó el incremento de la resistencia armada para la liberación nacional. Tras el derrocamiento del emperador, la llegada al poder de Mengistu Haile Mariam (1977) agravó la contienda –liderada por Isaias Afwerki desde Eritrea y Meles Zenawi Asres desde Etiopía–, que concluyó en 1991 con la expulsión del dictador, la apertura de un periodo provisional y, después de un referéndum nacional, con la declaración de independencia de Eritrea en 1993. Como consecuencia, Afwerki –como presidente– y Meles Zenawi –como primer ministro– se erigieron como máximos responsables del devenir de sus respectivos países. Pero la guerra se convirtió de nuevo, y lamentablemente, en la única forma de solventar sus litigios.

 

Guerra sin cuartel y malogrado compromiso con la paz

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Los colores de la bandera de Etiopía en el edificio de la policía local en la disputada localidad de Badme. Maheder Haileselassie/AFP/Getty Images

Después de cinco años de pacífica convivencia y relativa estabilidad, ¿qué llevó a Eritrea a lanzar una ofensiva contra su vecino del sur en 1998? Aún hoy es difícil encontrar explicación alguna al inicio de una guerra tan destructiva, que devastó la estabilidad de toda la región. Badme, una pequeña localidad fronteriza reclamada como propia por Eritrea, pero ocupada de facto por Etiopía, fue el casus belli más palmario. Pero había otras señales de alarma: durante la guerra de liberación, los movimientos rebeldes nunca consolidaron un mecanismo bilateral que garantizase una convivencia pacífica, como tampoco atendieron a la imprescindible demarcación de su frontera internacional. Además, y como principal disputa, el acuerdo para que Etiopía usase el puerto eritreo de Assab como su única salida al mar comenzó a deteriorarse. Así, Afwerki y Meles se enfrentaron en una dura guerra de trincheras que provocó más de 70.000 víctimas y la destrucción total de pueblos y ciudades, pero también la asfixia económica, la excesiva militarización y –aún con distinta intensidad– la instauración de regímenes autocráticos en ambos países. Sus dirigentes siempre priorizaron la aniquilación de su adversario exterior y la obtención de réditos nacionales antes que la seguridad y el progreso de sus poblaciones.

A pesar del desconcierto inicial, la reacción internacional fue temprana. Al plan inicial de Estados Unidos y Ruanda, pronto se unió la Organización para la Unión Africana (OUA) –liderada entonces por Argelia–, que condenó firmemente que Eritrea transgrediese su principio fundacional: la inviolabilidad de los límites fronterizos existentes en el momento de su independencia. En mayo de 2000, ante el bloqueo de las negociaciones, Etiopía puso fin a la contienda con una decisiva ofensiva aérea que, además de darle la victoria militar, avivó la urgencia de alcanzar una suspensión inmediata de los enfrentamientos como paso previo a la firma de un pacto definitivo por la paz.

Con inmediatez, ambos países firmaron el Acuerdo de Cesación de las Hostilidades, que permitió reasentar las fuerzas militares para evitar el contacto, obligó a establecer en territorio eritreo una zona desmilitarizada de 25 kilómetros desde la frontera (lo que de facto daba a Eritrea la consideración inicial de “país agresor”), y autorizó a desplegar una misión de la ONU –denominada UNMEE– para vigilar el mantenimiento de la paz. Meses después, en diciembre de 2000, la firma del Acuerdo de Argel –fruto de una exitosa presión internacional– silenció las armas, pero dejó en manos de una Comisión de Fronteras la resolución definitiva de la disputa limítrofe.

A través del arbitraje internacional, los dos gobiernos pactaron que la demarcación fronteriza sería “definitiva y vinculante”; pero dos años después, tras conocer que Badme –convertida en pieza clave del orgullo nacional para los dos adversarios– era reconocida como territorio eritreo, Etiopía se negó a aceptar la decisión de la Comisión por ser “absolutamente ilegítima, injusta e irresponsable sobre Badme y partes del sector central”. Desde entonces, bloqueó el Acuerdo y presentó sucesivas propuestas de diálogo previo a la demarcación –siempre legalmente rechazadas por Eritrea–, con el beneplácito de la comunidad internacional, que recompensaba así el apoyo firme del gobierno etíope en la lucha contra el yihadismo regional frente al ostracismo y al régimen dictatorial impuesto por Afwerki en Eritrea.

 

Bloqueo de la crisis y parálisis internacional

Con la permanente amenaza del fantasma de la guerra, la situación en el terreno entró en un peligroso deterioro para toda la región del Cuerno de África: “El continuo estancamiento es inaceptable –subrayaba el entonces secretario general de Naciones Unidas Ban Ki-moon– y está cargada de riesgos para la paz y estabilidad internacionales y regionales”. Tras el fracaso de la mediación internacional, las restricciones de Eritrea terminaron por asfixiar a la misión UNMEE, que se cerró definitivamente en 2008, al igual que la Comisión de Fronteras, hastiada de la negativa de ambos países a encontrar una solución al conflicto fronterizo. Con todo, la crisis fronteriza entró, desde mediados de 2008, en una suerte de guerra fría africana –siempre bajo la amenaza de una reanudación de los enfrentamientos–, que muchos analistas denominaron acertadamente como una fase de “no guerra, no paz”. Sin embargo, ambos Estados han conseguido, casi de forma sorpresiva, que la guerra abierta no haya vuelto en estos 10 años, e incluso se han abstenido de responder con contundencia a las provocaciones del contrario.

En clave interna, Eritrea –fuertemente militarizada y con sus libertades públicas totalmente diezmadas–, se convirtió en el régimen más autoritario, represivo y aislado de África. Así, la ONU le impuso fuertes sanciones en 2009 y 2011 por su apoyo a Al Shabaab en Somalia y su actitud beligerante hacia Yibuti; y también acusó al Gobierno eritreo de crímenes contra la humanidad –su propia población– en 2016. Por su parte, Etiopía –a pesar del cuestionado respaldo regional e internacional– también estaba lejos de ser ejemplo de buen gobierno: con un régimen asentado sobre una democracia adulterada, sus dirigentes –todos de la etnia Tigrinya– han ejercido una férrea represión política y social contra los pueblos mayoritarios de los Oromo, los Amhara y los Somalíes. En 2012, tras la muerte del primer ministro Meles, la designación de Hailemariam Desalegn –político sureño y de la minoritaria etnia de los Wolaytta– como nuevo líder estatal creó enormes expectativas en la sociedad etíope, aunque no se produjeron avances en la pacificación interna del país, como tampoco en la crisis eritrea.

 

La ansiada reconciliación

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El Primer Ministro de Etiopía, Abiy Ahmed, y el Presidente eritreo, Isaias Afwerki, celebran la reapertura de la Embajada eritrea en Etiopía, julio 2018. Michael Tewelde/AFP/Getty Images

A pesar de este convulso escenario para la paz, ¿qué ha cambiado en ambos Estados para avanzar hacia el desbloqueo del conflicto? En Eritrea, el presidente Afwerki ha abandonado progresivamente su aislamiento internacional: en gran medida, gracias la reactivación de las exportaciones de oro, cobre y zinc provenientes de las minas de Bisha, y más aún por el reciente acuerdo con Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU) para emplazar sus aviones en el puerto de Assab, desde donde lanza operaciones contra Yemen. Por otro lado, la constatación –por parte de Naciones Unidas– de que Eritrea ya no presta apoyo a los islamistas somalíes ha permitido que cada vez más actores internacionales apoyen el levantamiento de las sanciones impuestas al país.

Al otro lado de la frontera, la brutal y sangrienta represión de las fuerzas gubernamentales contra las manifestaciones pacíficas en Oromo en agosto de 2016 provocó la denuncia implacable de la comunidad internacional, y –en febrero de 2018–la dimisión del primer ministro Desalegn: “Los disturbios y la crisis política han provocado la pérdida de muchas vidas (…) Mi renuncia es vital para llevar a cabo reformas que conduzcan a una paz y una democracia sostenibles”. En abril, el Parlamento etíope refrendó la urgencia de afrontar estas reformas, y eligió a Abiy Ahmed –de la coalición gobernante EPRDF, pero líder del bloque Oromo– como nuevo primer ministro: “En un régimen democrático, el Gobierno debe permitir –enfatizó en su discurso de investidura– que sus ciudadanos se expresen libremente sin temor (…)”; y, respecto a la crisis con Eritrea, señaló que “nosotros queremos, desde lo más profundo del corazón, que el desacuerdo reinante por años llegue a su fin”. En apenas unos meses, los cambios en Etiopía han sido tan rápidos como sorprendentes.

En julio de 2018, Abiy Ahmed viajó a la capital eritrea (Asmara) para sellar con Afwerki una Declaración Conjunta de Paz y Amistad, cuya total implementación debe convertirse en la garantía de un futuro pacífico entre ambas naciones, y en un acicate para avanzar hacia la estabilidad definitiva del Cuerno de África. En este conciso acuerdo, ambos gobiernos proclaman el final del estado de guerra y, lo más importante, se comprometen a que “la decisión de la frontera entre los dos países será implementada”. A partir de entonces, se han sucedido los gestos de reconciliación: entre otros, la retirada de fuerzas militares de la frontera, el intercambio de delegaciones diplomáticas o la apertura de vías de comunicación terrestres y aéreas. Al fin, el 17 de septiembre, los dos países ratificaron en Arabia Saudí –destacado valedor del acuerdo, junto a Estados Unidos– su compromiso con la paz en presencia del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, además de representantes de la Unión Africana y EAU.

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Mujeres con banderas de Eritrea y Etiopía celebran la llegada del líder eritreo en Addis Abeba, julio 2018. Stringer/AFP/Getty Images

Toda la comunidad internacional ha celebrado este nuevo acuerdo de reconciliación, pero –más allá del entusiasmo generado y con las lecciones aprendidas a lo largo del fallido proceso de paz– ahora es tiempo de cooperar en la total implementación de la frontera internacional, de revertir el aislamiento político de Eritrea y de regenerar las deterioradas relaciones regionales. Naciones Unidas, Unión Africana, Unión Europea y EE UU fueron determinantes para la paz en 2000, y ahora deben recuperar su protagonismo en la mediación, prácticamente desaparecido durante la última década. En esta nueva etapa, también será imprescindible contar con la máxima cooperación regional y la complicidad de los países del Golfo.

Cuando se cumplen 20 años del inicio de la contienda, la Declaración Conjunta ha puesto sobre la mesa una nueva y apremiante oportunidad para la paz, que debe concluir –inexorablemente– con el establecimiento de una frontera internacionalmente reconocida: una condición imprescindible para garantizar el pleno ejercicio de la soberanía nacional de ambos países sobre sus poblaciones y territorios. Sin embargo, queda un largo camino por recorrer y muchos obstáculos que superar para que se produzca el cierre definitivo de este conflicto.

En primer lugar, ambos países deben afrontar sus propias reformas políticas y sociales –mucho más profundas en el régimen eritreo– para consolidar una democracia efectiva; y persuadir a la oposición interna –especialmente en Etiopía– de los beneficios mutuos de cumplir lo pactado en Argel. Además, y con el objetivo de minimizar el impacto social derivado de la transferencia territorial, ambos gobiernos deben entablar un diálogo incluyente que acuerde beneficios para las ciudades y poblaciones directamente afectadas por este complejo proceso fronterizo. Sin duda, otro factor primordial es sellar una alianza para sistematizar el acceso al mar de Etiopía por el puerto de Assab, así como la regulación del comercio bilateral, el tránsito fronterizo o la política migratoria.

Por el momento, y aunque con razones justificadas para el optimismo, solo cabe celebrar la firme voluntad de los máximos dirigentes de Etiopía y Eritrea para concluir dos décadas de una contienda irracional en la que la población ha sufrido, en exceso y fuera del foco mediático, sus dramáticas consecuencias. A partir de ahora, la voluntad y la determinación de sus respectivos gobiernos –con la imprescindible cooperación y vigilancia de la comunidad internacional– serán la claves para cerrar las profundas heridas que ha provocado este largo y cruento conflicto fronterizo: una resolución que no solo traerá paz y progreso a Eritrea y Etiopía, sino que proyectará estabilidad –y, sobre todo, futuro– a toda la región del Cuerno de África.

 

Actividad subvencionada por la Secretaría de Estado de Asuntos Exteriores 

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