Tras las elecciones europeas de junio se ha confirmado la tendencia. Europa se convierte, salvo alguna excepción, en coto privado de la derecha. Pero no es la misma de antes: los conservadores de toda la vida han desplazado a los ultraliberales y neocons de los últimos tiempos, a los que la crisis ha dejado más que tocados. El repliegue nacionalista y tradicionalista gana adeptos, y las formaciones de la izquierda del Viejo Continente parecen no tener respuesta ni recursos contra el auge del populismo.

El 18 de abril de 2007, cuatro días antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, Nicolas Sarkozy dijo en el diario Le Figaro: “El verdadero tema de estas presidenciales son los valores”. Y añadió: “He hecho mío el análisis de Gramsci: el poder se gana por las ideas. Es la primera vez que un hombre de la derecha asume esta batalla”. Es discutible la pretensión de Sarkozy de ser el pionero entre los conservadores en plantear la batalla política como lucha ideológica. ¿Qué hicieron si no Ronald Reagan y Margaret Thatcher, o George Bush, padre de la revolución conservadora, y José María Aznar, su delegado en Europa? Pero lo que inaugura el presidente galo es una lucha por la hegemonía que se plantea como un proyecto de absorción y de fagocitación de una izquierda en pérdida de discurso y de anclaje social.

Pocos días después, el 1 de junio, el filósofo André Comte-Sponville decía en el propio Le Figaro: “La izquierda venía dominando los valores desde hacía decenas de años. Sarkozy ha conseguido dar una nueva legitimidad a aquellos valores que Petain había desacreditado: trabajo, familia y patria”. Y señalaba una verdadera transmutación de papeles: “Hasta ahora la derecha tomaba los valores de la izquierda –era el caso de Chirac–, mientras que la izquierda utilizaba los métodos de la derecha –como Jacques Delors–. Esta vez, Sarkozy ha predicado el trabajo, la disciplina, el orden, la autoridad, el mérito”.

En las recientes elecciones europeas ha reaparecido el eterno fantasma del populismo de extrema derecha. Es cierto que un buen numero de antieuropeístas y euroescépticos de distinto pelaje, algunos marginales en la Europa Occidental, otros con poder en la Europa del Este, han llegado al Parlamento Europeo, en un momento en que se necesita más que nunca el compromiso europeísta. Pero esta suma de pequeñas posiciones más o menos excéntricas es irrelevante al lado de la cuestión de fondo que los comicios han puesto de manifiesto: el desplazamiento del voto hacia la derecha. Es decir, la consolidación de la hegemonía conservadora que se viene gestando desde hace tiempo y que se ha traducido en la paulatina desaparición de la izquierda de los gobiernos de Europa.

Puede parecer chocante que, en plena crisis del capitalismo, la izquierda aparezca sin discurso, sin ideas y sin capacidad de propuesta alguna. Pero, en realidad, empezó a desdibujarse mucho antes, al no ser capaz de sacar las consecuencias debidas del hundimiento de los regímenes de tipo soviético. Y ahora la crisis la ha pillado con la biblioteca vacía. La capacidad de adaptación del capitalismo es su principal fuerza. Sobre los escombros del muro de Berlín se hizo el gran viraje hacia el capitalismo global. Y la izquierda quedó en Babia. El ejercicio de adaptación que intentó Tony Blair con la tercera vía tenía más de mimetismo de la derecha que de apuesta propia de la izquierda, y encalló en este enorme cementerio de elefantes que ha sido el conflicto de Irak. Pocas guerras se han tragado a tantos líderes.

El poder económico se ha globalizado, y el político, no. La pregunta que sale de la crisis es: ¿cómo puede el poder político, que sigue siendo local y nacional, controlar en beneficio del bien común un poder económico que ya es global y supranacional, completamente desenraizado en este periodo llamado de “modernidad líquida”? La derecha no tiene problema en aceptar la hegemonía del poder económico y ponerse a su servicio para desarrollar los valores y criterios que corresponden a la productividad y a la competitividad, horizonte ideológico supremo de nuestro tiempo. La izquierda, si acepta esta función ancilar, pierde toda su razón de ser. Y, sin embargo, no es capaz de dar otra respuesta. A lo sumo, al estilo Zapatero, busca explotar, fuera del terreno económico, las contradicciones morales del capitalismo, con una liberalización de las costumbres, que, sin duda, a medio plazo será integrada por la derecha sin mayores remilgos.

Por tanto, lo que las elecciones europeas confirman es que la derecha es hegemónica no sólo política sino también culturalmente en Europa. Que la servidumbre voluntaria arraiga fuerte en una sociedad del bienestar, que crece en hipocondría y miedo, debidamente alimentados por el complejo político-mediático. Que la derecha no se resigna a gobernar sobre la sociedad de la indiferencia sino que quiere garantizarse la hegemonía sobre ella. Y que la izquierda se ha quedado sin palabras por pura incomprensión de la realidad. Sobre la dejadez de ésta, sobre la falta de reacción después de la gran inundación de 1989, Europa vira en cuerpo y alma hacia la derecha. Durante los años de hegemonía de la izquierda, la derecha decía que la división derecha-izquierda era un anacronismo, que carecía de sentido. Hoy es la izquierda la que dice que hay que olvidarse de derechas y de izquierdas y que hay que pensar la política en otros términos. Modos de sublimar las impotencias.

Michela Marzano, en su libro Le fascisme, un encombrant retour? (El fascismo, ¿un abrumador retorno?) se pregunta si Silvio Berlusconi representa el regreso de las tesis fascistas a Italia. Hay puntos de coincidencia. La voluntad de control absoluto de los medios de comunicación, que en el caso de il Cavaliere se hace por una doble vía: la concentración de la propiedad de los medios privados en sus manos y la sumisión de los públicos a las consignas de palacio; la diabolización del otro: el inmigrante convertido en delincuente por una ley que considera delito la inmigración ilegal; la izquierda, identificada siempre con el fantasma del cadáver del comunismo; el desprecio por la condición femenina, convertida en carne de espectáculo y satisfacción del poderoso; la manipulación de la justicia y de la legalidad para preservar la impunidad del líder máximo; la minimización del Parlamento, reducido a un papel de comparsa de los caprichos del jefe; el desprecio a las élites –de las que Berlusconi siempre ha formado parte–, presentadas como gentes indiferentes a las verdaderas preocupaciones del pueblo que él comprende tanto; y, obviamente, el recurso permanente al liderazgo carismático y el intento de crear un partido-movimiento de amplio espectro, que se presenta por encima de las fracturas ideológicas bajo el título patriótico deportivo de Forza Italia.

Incluso la palabra “velina” –tan de moda en los medios de comunicación– tiene su origen en el fascismo. Velinas era el nombre que se daba a las notas que el ministro de Cultura enviaba a las redacciones para darles las indicaciones sobre lo que tenía que decir el periódico. Así se llamó a las azafatas de las teles berlusconianas que, inicialmente, se limitaban a trasladar notas de la dirección del programa a los presentadores de turno. El nombre se ha extendido a todas las bailarinas de la coreografía del espectáculo de poder, dinero y mujeres que representa a diario el presidente Berlusconi.

A pesar de esas coincidencias, la asimilación del berlusconismo al fascismo es demasiado simplificadora, no tiene en cuenta las enormes diferencias de contexto y no ayuda a entender la verdadera naturaleza de la transformación que sufre Italia. El poder de Berlusconi tiene que ver con la lógica de la sociedad de los medios de comunicación de masas y con un proceso de discreto secuestro de la democracia por la nueva derecha, con la complicidad de amplios sectores de la ciudadanía, que se da también en otros países.

El líder italiano no pretende cargarse la democracia. Quiere hacerse con ella, mantener sus formalidades principales –las elecciones, en primer lugar– y moldearla a su antojo, es decir, conforme a su sistema de intereses. No está en el poder de paso, como cualquier gobernante demócrata. Está en el poder para poner al Estado bajo su control absoluto, de modo que la oposición quede reducida a un eterno papel de comparsa, y las instituciones –empezando por la justicia– opten por la servidumbre voluntaria. Berlusconi es, en Europa, quien ha ido más lejos en el proyecto de desactivación del sistema democrático.

También Nicolas Sarkozy llegó al poder renegando de las élites francesas, de las que él formaba primerísima parte, desmarcándose de la mayoría en la que ocupó distintos ministerios y proponiendo a los franceses la eterna revolución pendiente. Su alianza con una parte importante del poder económico le ha permitido un gran control de los medios –entre los amigos del presidente se encuentran los propietarios de los principales grupos de comunicación–. La natural tendencia del sistema francés hacia el presidencialismo no ha hecho sino acentuarse con Sarkozy.

Llegó al poder con una campaña que pretendía desactivar la tradición cultural de la izquierda e imponer la suya. Escogió como chivo expiatorio el Mayo del 68, que le servía para identificar la amalgama de enemigos a batir: los tópicos que la derecha ha colocado sobre el 68 –el buenismo, la negación de la autoridad, la pérdida de la responsabilidad y el desprecio al trabajo bien hecho–. Y sobre ello desplegó un vibrante discurso de recuperación de los valores de la sociedad orgánica conservadora: la familia, la patria, la autoridad e incluso la religión. Es verdad que su propia biografía no casa muy bien con este discurso. Pero consiguió arrastrar a la candidata de la izquierda a este terreno. Y una vez en el poder lanzó la consigna de la apertura, a la que se sintieron atraídos distintos actores de la izquierda, con un objetivo muy claro: declarar la superación de la sociedad del conflicto social, dar por clausurada la dialéctica ideológica derecha-izquierda y lanzar una estrategia de hegemonía en la que los partidos pierden relevancia, en una democracia mucho más domesticada. Una gran operación ideológica con un objetivo: despolitizar la democracia. Que deje de ser una incomodidad para el que gobierna. Francia es un hueso duro de roer. Y aunque el descalabro ideológico y político del Partido Socialista ha facilitado la consolidación de Sarkozy, las resistencias han sido grandes, dando resultados extravagantes, como el retorno de Daniel Cohn-Bendit, líder del Mayo del 68, con un programa de un solo tema: Europa.

La crisis favorece, al menos por ahora, este retorno de los valores tradicionales de la derecha. El neoliberalismo paga la crisis y deja paso a la cultura conservadora tradicional. En momentos de pánico, valores eternos: familia, patria y religión. Dado que nadie ha conseguido dibujar un mundo para después de la crisis –sólo Obama lo ha intentado, a veces con recursos nada ajenos al populismo, y está por ver hasta dónde puede llegar–, el discurso antiélites –cuando los banqueros del desastre reciben el premio de las ayudas públicas– y la afirmación de la autoridad, del rechazo al extraño y de la seguridad calan con suma facilidad. Incluso el programa del candidato de los tories, David Cameron, insiste en esta línea: “Los conservadores creen profundamente que en política hay un ‘nosotros’ tanto como un ‘yo’. Son tiempos para el regreso del comunitarismo”.

En fin, entre los precedentes de esta lucha ideológica por la hegemonía hay que recordar la revolución conservadora de George W. Bush, que pretendía imponer su visión religiosa y autoritaria de la democracia, y que Aznar trató de trasladar a Europa. Naturalmente, en España, dado el peculiar pedigrí de la derecha española, esta batalla ideológica ha tenido momentos grotescos, como la alineación de la derecha con la Iglesia para defender en la calle los valores eternos de ésta. Una vía demasiado estrecha para triunfar.

A este desplazamiento de la política europea hacia los valores tradicionales de la derecha, con expresiones especialmente agrias en los llamados países del Este, se le ha puesto a menudo la etiqueta de “populismo”. La ambigüedad del término lo ha convertido en una especie de concepto atrápalo todo que ayuda poco a entender los fenómenos. Es propio del populismo hacer promesas sabiendo que no se podrán cumplir, la criminalización del otro, el desprecio del paria, del inmigrante, del extraño que irrumpa en el panorama social. También la crítica y el desprestigio de las élites, presentadas como enemigos del pueblo. Y decir no tanto lo que uno piensa, sino lo que cree que la gente tiene ganas de oír. Todo esto se ha dado y ha tenido efectos catastróficos en las nuevas democracias del Este, donde la falta de arraigo de las instituciones ha dado vía libre a la corrupción y a la demagogia.

Los cambios radicales de los últimos años –hundimiento de los sistemas de tipo soviético, globalización, inseguridad laboral creciente, emigración y declive de las culturas nacionales, impotencia del Estado ante el poder económico– han provocado el desconcierto en la ciudadanía. La incapacidad de la izquierda de canalizar esta desorientación y de proponer anclajes reales y con proyección de futuro se ha traducido en lo que Ivan Krastev llama un “conflicto estructural” entre “las élites que desconfían cada vez más de la democracia y unas poblaciones irritadas que se hacen cada vez más intolerantes”. La derechización de Europa, que las últimas elecciones europeas confirman, es un proyecto ideológico, con manifestaciones específicas en cada país, que tiene como objetivo resolver este conflicto a favor de las élites. Es la construcción de una democracia domesticada, presidida por el miedo. Contra eso hay una primera y principal receta: la revitalización de la democracia parlamentaria. Frente al populismo, más Parlamento. Como dice Ralf Dahrendorf, “el Parlamento traduce climas momentáneos a decisiones duraderas, lo que ya en sí mismo es una función antipopulista”. Una sociedad sin conflicto está condenada a la decadencia. El conflicto –como la incertidumbre– no sólo es inevitable sino que es deseable: es motor de progreso y de cambio. Y una democracia parlamentaria revitalizada es la mejor vía para encauzarlo. La alternativa es el totalitarismo de la indiferencia.

 

¿Algo más?

La investigadora Michela Marzano, del Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS, en sus siglas en francés) examina y analiza la situación actual de las democracias europeas, las políticas de seguridad e inmigración y los riesgos de una deriva autoritaria en su obra Le fascisme: Un encombrant retour? (El fascismo: ¿un retorno abrumador?), Larousse, París, 2009.

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