Las acusaciones recíprocas, la división Norte-Sur o culpar al proyecto europeo de todos los males no ayudarán a la Unión a salir de la crisis. Solo podrá lograrse dando un gran salto, un salto colectivo.

Muchos europeos tienen hoy la tentación de la zorra. Vista la complejidad y la exigencia que el desafío de la Unión supone, parece más cómodo abortar la misión y, de paso, echarle la culpa a las uvas.

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Como han demostrado las últimas elecciones, los euroescépticos ganan adeptos, mientras que los supuestos europeístas parecen navegar sin rumbo, divididos entre aquellos que imputan las causas de la crisis del proyecto continentala la rigidez de la señora Angela Merkel y aquellos que lo achacan a la irresponsabilidad de los países del Sur. Hasta que la UE proveyó de nuevos mercados para los unos y de fondos estructurales para los otros, la cosa procedía de forma expedita, el negocio parecía redondo y cosechaba entusiasmos a diestra y siniestra. Los muchos defectos del proyecto, que eran evidentes para todo analista desde hace tiempo, se pasaban por encima como si no existieran. El dogma funcionalista, según el cual a la unión económica habría seguido –“por su propio peso”– la unión política y social, unido a los tiempos de vacas gordas que parecían darle razón, no dejaban espacio a escepticismos o posiciones críticas. Sin embargo, el cambio de signo en el ciclo económico y la crisis de la deuda pública en muchos de los países miembros, han dado una vuelta repentina al estado de cosas. De pronto, como cuando en un día de sol aparecen nubarrones negros, las uvas de la viña, que parecían brillosas y suculentas, se han desteñido. El proyecto europeo, que hasta ese momento parecía la panacea contra todos los males, ahora se ha convertido en el chivo expiatorio al que achacar todos los problemas.

El debate en torno a las causas de la crisis económica y del proyecto europeo no ha tardado en adquirir tintes nacionalistas y configurarse alrededor de la supuesta división Norte-Sur. Los países del Norte acusan a los del Sur de ineficiencia e irresponsabilidad y pretenden la aplicación inflexible de medidas de austeridad fiscal. Sus opiniones públicas, a menudo amplificadas por los discursos sensacionalistas de supuestos líderes, se interrogan sobre la oportunidad de seguir en el mismo barco con socios que parecen no estar a la altura. En los países del Sur, el discurso proporciona argumentos opuestos. Son los Estados del Norte que, después de haber saqueado a las economías de sus socios y especulado con sus sistemas financieros, ahora pretenden que sean sus ciudadanos quienes paguen los platos rotos. Allí también las opiniones públicas se dejan encandilar por discursos simplistas y retóricas antieuropeas que tienen juego fácil a la hora de culpar a la Unión de todas sus desgracias.

Nos encontramos en un punto similar al del desenlace de la famosa fábula de Esopo, el momento en que, frente al manifestarse de las dificultades del proyecto, resulta más fácil desprestigiar al mismo que asumir sus propias falencias. La particularidad que asume la fábula en este caso es que, para llegar a las uvas, no es suficiente el salto de aquel país o del otro sino la unión de todos en un salto colectivo. ¿Cómo hemos llegado a este punto?

Por un lado, las clases dirigentes de los Estados miembros han utilizado de manera oportunista el proyecto europeo, sin asumir un verdadero compromiso y, por lo tanto, difundiendo esta misma actitud entre sus electores. Por muchos años la UE ha sido alternativamente presentada o como una gallina de los huevos de oro o como una madrastra malvada. En los dos casos, se ha entendido a Europa como una entidad externa y lejana, en el fondo ajena. La actitud de los partidos nacionales respecto a la casa común ha recordado la de quien se ha colado a una fiesta: llegar con las manos vacías, beber y comer hasta que haya, poner la basura bajo la alfombra y esfumarse en el momento de recoger. La misma falta de compromiso se ha manifestado a la hora de entender los éxitos y fracasos de cada uno. En el primer caso, los méritos son propios, en el segundo, las responsabilidades son de los demás. Una actitud, que, de distintas formas y en momentos diferentes, ha afectado a todos sus miembros sin excluir a ninguno. De esta manera, por ejemplo, ha resultado siempre conveniente vender la racionalización del gasto público como algo que nos pide Europa, en vez de asumirla como una necesidad propia para enmendar políticas nacionales poco responsables y a menudo dedicadas a financiar clientelas políticas. O, en el caso opuesto, se ha pintado el éxito económico como el resultado de las políticas nacionales o como la prueba del carácter de un pueblo, omitiendo que sin la Unión la historia sería otra.

Por otro lado, el interés de los países miembros por no perder el control de sus prerrogativas, ha representado un obstáculo insuperable hacia la profundización del proceso comunitario. Éste ha estado en la base del bizantino y excesivamente indirecto sistema de legitimación política de la Unión. Un sistema que ha hecho difícil la identificación de los ciudadanos con sus instituciones y políticas y que a la vez ha dificultado la búsqueda de soluciones concretas a los problemas colectivos. El punto de mayor debilidad se ha encontrado cuando líderes elegidos a nivel nacional toman decisiones con efectos colectivos. Esto no solo conduce a que las políticas comunitarias se identifiquen como políticas a favor del un país o del otro, sino que desactiva la única forma de sanción que poseen los electores respecto a las clases dirigentes. Está claro que si, por ejemplo, la elección de Merkel dependiera también del voto griego, probablemente esta se lo pensaría dos veces antes de proponer una política de sola austeridad. Tal situación ha desincentivado sistemáticamente la búsqueda del bien común europeo y, llegada la crisis, ha concurrido a resucitar la lógica nacionalista.

Si bien el debate público sobre Europa muestra hoy, a causa de la crisis económica, tendencias preocupantes hacia el desprestigio del proyecto comunitario, es, paradójicamente, la misma crisis que muestra la necesidad cada vez más urgente de Europa. Mientras que los sistemas políticos más integrados y de mayor tamaño –por ejemplo el chino, o el estadunidense dan la impresión de estar mejor preparados para enfrentarse y ponerle condiciones a la globalización–, la UE continúa siendo un sistema híbrido resultado de la suma de muchos sistemas nacionales enmarcados en un contexto sólo parcialmente supranacional. Esto hace que sus respuestas sean débiles y fragmentadas, como las de un ejército en el cual los diferentes repartos combaten cada uno por su propia cuenta.

La amenaza euroescéptica tiene el mérito de poner el dedo en la llaga de una serie de cuestiones no resueltas que los ciudadanos perciben como cruciales: la escasa legitimidad democrática de las instituciones europeas y la creciente distancia entre una débil Europa supranacional y una Europa de los Estados miembros. Sin embargo, su argumento parece no haber aprendido de la fábula: culpa a las uvas de lo que no puede hacer la zorra. La crisis del proyecto europeo evidentemente no la tiene Europa sino el europeísmo de fachada, tibio y descomprometido de las fuerzas mayoritarias en los países miembros que, prefiriendo enjaularse en una egoísta defensa de sus propios intereses electorales, se lanzan hoy acusaciones recíprocas sacando del armario viejas y peligrosas retóricas nacionalistas que permiten evadir responsabilidades históricas y actuales. El éxito del proyecto europeo depende de la capacidad de las fuerzas europeístas de presentarse ya no como fuerzas nacionales, sino como fuerzas europeas. Éstas deben tener un papel constituyente, ser capacesde asumir y de explicar a sus propios electores que Europa no está en la luna, sino que es el lugar al que se va cuando se sale del portón de casa. La posibilidad de mantener los logros alcanzados, como el Estado de Bienestar o la eliminación de las fronteras, pasa por reducir de forma sustancial el peso del Estado-nación a beneficio de una nueva construcción postnacional. De otra manera, a pesar de los cuentos de algunos y de las ilusiones de otros, no habrá uvas para nadie.