Un chico con una Estelada y una bandera de la Unión Europea durante la manifestación del 11 de septiembre. (Josep Lago/AFP/Getty Images)

El sentimiento independentista catalán surgió tras el colapso del imperio español y desde entonces fluye o decae en función del clima económico y político en España y Europa. La construcción de un proyecto sugestivo de vida en común y la finalización de una Europa federal son las respuestas a los nacionalismos.

José Ortega y Gasset, uno de los intelectuales españoles más destacados del siglo XX, escribió en su obra seminal de 1922 España invertebrada que lo que sustenta la existencia de las naciones no es una historia compartida, sino un “proyecto sugestivo de vida en común”. Para Ortega no era el pasado común lo que reunía y mantenía unidos a pueblos diversos, sino una visión para el futuro que resultara cautivadora. Para él, la descomposición territorial de España, primero por la pérdida de las posesiones de ultramar y posteriormente con la emergencia de los movimientos proindependencia en la propia península Ibérica —principalmente en Cataluña y el País Vasco—, era el producto del prolongado declive y la disolución del proyecto imperial. Durante siglos esto había actuado como una fuerza centrípeta que reunió a comunidades políticas muy variadas bajo un mismo techo y justificó esa coexistencia mediante una narrativa civilizatoria en la que España tenía un papel central. A medida que el imperio comenzó a derrumbarse este discurso se fue erosionando lentamente y diferentes grupos políticos comenzaron a construir —o en algunos casos reconstruir— narrativas propias.

Para intentar comprender los actuales problemas de Cataluña es importante tener en mente el análisis de Ortega. No es una coincidencia que el sentimiento independentista catalán comenzara a surgir en serio tras el colapso del imperio y que desde entonces fluya o decaiga en función del clima económico y político en España y Europa. La última oscilación de ese péndulo ha sido especialmente fuerte. Antes del comienzo de la crisis financiera en 2007 el apoyo entre los catalanes a una Cataluña independiente apenas superaba el 10%. Hoy, tras lo que podría considerarse como la peor crisis económica de la historia reciente de España, se sitúa justo por debajo del 50%. Este periodo de contracción económica ha sido también testigo de gran cantidad de escándalos de corrupción que han afectado a líderes y partidos políticos e instituciones a nivel nacional y han reforzado la idea de que a los catalanes les podría ir mejor si tuvieran su propio Estado.

La razón que llevó a Ortega a escribir sobre el nacionalismo fue su profunda preocupación por las consecuencias de este. Ortega podía ver, como muchos de sus coetáneos, que el nacionalismo portaba las semillas del conflicto con él en su deseo de exacerbar las identidades. Vive de la creación de narrativas que en lugar de incluir a tantos como sea posible pretenden elevar a unos pocos por encima de otros que son retratados como diferentes, inferiores o menos valiosos. Esa es la razón de que florezca en momentos de dolor y desgracia. En la visión del nacionalismo, los orígenes de esos males son siempre el otro, una minoría concreta, un grupo externo o una clase política corrupta. Esta adoración de lo particular, de lo que hace a algunas personas diferentes de otras, es el pecado original del nacionalismo y la fuente de sus muchas consecuencias perniciosas.

No todos los nacionalistas suscribirían esta descripción de su ideología y muchos creen que sus acciones en última instancia producirán sociedades abiertas y cosmopolitas. Esto se cumple especialmente en el caso catalán, ya que muchos partidarios de la independencia afirman ser al mismo tiempo nacionalistas, liberales y globalistas. Y, sin embargo, uno no puede proclamar por un lado el valor de la apertura y por otro la imposibilidad de vivir dentro de una sociedad democrática compartida con gente que habla diferentes lenguas o presenta distintos rasgos culturales. Esto es tan contradictorio como intentar construir una Gran Bretaña global y al mismo tiempo extirpar al país del mercado único más grande del mundo y de su más diversa comunidad política.

Los paralelismos entre el caso británico y el español son ciertamente llamativos en muchos aspectos. El Reino Unido fue el resultado de un proyecto imperial. La perspectiva del imperio fue quizá la fuerza más poderosa que logró reunir a las diferentes naciones de las islas británicas. El nacionalismo escocés, pese a que a menudo reivindique tener raíces más profundas, en realidad solo prendió después de la década de los cincuenta y tuvo que esperar a la descolonización para tomar impulso. Además, la independencia escocesa se ha convertido en una propuesta mucho más atractiva una vez que el Reino Unido decidió salir de la Unión Europea y privar a los escoceses del marco político general que deseaban. Al votar a favor del Brexit los británicos hicieron más daño a su propia unión de lo que podrían haber anticipado. Esto resulta particularmente trágico en el caso de los nacionalistas ingleses que haciendo muestra de una gran falta de visión critican furiosamente la integración europea y al mismo tiempo alaban la integración británica cuando hoy más que nunca son en realidad dos caras de la misma moneda.

El modo en que alguien ve la cuestión de la diversidad en el seno de una sociedad es de hecho uno de los rasgos que más definen su ideología. Aquellos que le encuentran un sentido a los grupos cerrados con identidades fuertes y excluyentes están en un bando. Aquellos que intentan construir sociedades abiertas, diversas y cosmopolitas están en el otro. Dada la trayectoria histórica del nacionalismo y sus perversas consecuencias políticas y geopolíticas, no deja de ser un poco sorprendente encontrar a gente que en el siglo XXI se identifica con el segundo.

Ortega, un liberal convencido, se mostraba seguro de que el nacionalismo era una fuerza que debía ser contenida. Creía que el imperialismo era también perverso y que a pesar de que había proporcionado una narrativa sólida para la existencia de numerosas naciones europeas lo había hecho a expensas de los derechos de muchas otras. De modo que para él la única solución a los problemas que afectaban a España y a otras potencias europeas era la integración política europea. Solo juntos podrían los europeos construir un proyecto pacífico y próspero y hacerse oír en el mundo. Él sugirió avanzar en la dirección de una Unión Europea con una política exterior y de defensa, y de otro tipo, en común. La alternativa sería la división, la desconfianza y en última instancia el conflicto. Es por supuesto trágico que los europeos optaran inicialmente por lo segundo y comenzaran dos guerras que acabaron engullendo al mundo entero y costando millones de vidas. Fue de las cenizas de esos conflictos de donde el espíritu de la integración europea resurgió en la década de los cincuenta.

La solución última al problema catalán —y al de muchos de los movimientos secesionistas de Europa— es por tanto la construcción de un proyecto sugestivo de vida en común y, en concreto, la finalización de una Europa federal. El objetivo europeo de una unión cada vez más estrecha es ahora más importante que nunca. La alternativa no es solo una Unión Europea más débil sino probablemente la quiebra de muchos Estados europeos, la discordia y el conflicto.