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Activistas, madres y familiares de desaparecidos en México piden al Gobierno méxicano respuestas sobre el paradero de sus seres queridos en el Día de la Madre, 2018. Ronaldo Schemidt/AFP/Getty Images

Entender con mayor claridad qué pasa en México con las relaciones entre el crimen organizado, el poder político y económico y la población se ha convertido en un auténtico desafío conceptual.

En 2012, el académico mexicano Fernando Escalante escribió lo siguiente acerca de la denominada “guerra contra las drogas” en México: “Desde luego, la violencia es real. El crimen organizado es real, el negocio de la droga es real, y el combate de la fuerza pública contra el crimen organizado es absolutamente real. Lo que pasa es que nada de eso es como lo imaginamos”.

Escalante, como otros especialistas en la violencia ligada de los grupos criminales mexicanos –Luis Astorga, Sergio González Rodríguez, entre otros– rechaza la narrativa que trata de explicar la violencia que vive México como un fenómeno limitado a unas autoridades sobrepasadas por el poder de los cárteles y a unos grupos mafioso-criminales cuasi todopoderosos que suponen una amenaza para las estructuras políticas y socioeconómicas del país.

El académico y ex periodista Oswaldo Zabala sostiene unos argumentos similares en un libro de reciente publicación en México y España titulado Los cárteles no existen (Malpaso, 2018). Zavala va incluso más allá al afirmar: “Estos años de horror, de asesinatos y desaparecidos son resultado de una violencia de Estado, de una estrategia deliberada del propio Estado, en que se ha usado de modo irresponsable a nuestras Fuerzas Armadas con diferentes propósitos”. Uno de los objetivos principales de esa violencia sería permitir una explotación de recursos –minerales, forestales, agrícolas, etcétera– sin las trabas legales ni de control social por parte de los medios de comunicación que operarían en un estado sin guerra. La narrativa del poder antes mencionada –basada en “hipertrofiar” informativamente las capacidades de los grupos criminales– serviría para ocultar las verdaderas causas subyacentes de la situación mexicana, no todas relacionadas con los cárteles.

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Una mujer llora sobre el cuerpo de un familiar asesinado en Acapulco, estado de Guerrero, México. Francisco Robles/AFP/Getty Images

La situación en México plantea, además, un desafío añadido a nivel conceptual: ¿se puede calificar de guerra civil lo que vive el país desde hace ya casi 15 años? La respuesta no es unívoca. Estaríamos, en todo caso, ante un nuevo tipo de guerra civil sin reivindicaciones políticas por parte de los grupos que se enfrentan al Estado y que resulta difícilmente comparable con antecedentes históricos. Por una parte, como en todas las guerras civiles, tendríamos un enfrentamiento entre dos bandos –Narco versus Estado–, aunque en el caso mexicano no siempre resulta fácil establecer si el enfrentamiento es siempre real. Se han documentado numerosas alianzas de grupos delictivos con fuerzas policiales y con representantes políticos (en años electorales, como este, los asesinatos de políticos locales y regionales son elevados: las alianzas, forzosas o voluntarias, se reconfiguran). Respecto al Ejército, en la matanza de Ayotzinapa estuvo implicado –hasta dónde está probado, por omisión– en un suceso de asesinatos extrajudiciales en el que también estuvieron implicados criminales. Por otro lado, la población civil está en mitad del fuego cruzado soportando el control cotidiano –mediante extorsión, por ejemplo– de grupos criminales operando, en demasiadas ocasiones, con la complicidad activa de las fuerzas policiales que deberían protegerles.

En la dimensión internacional, el panorama de violencia no sólo genera las tradicionales implicaciones geopolíticas a nivel de control y seguridad: intensa actividad, por ejemplo, de diversas agencias de seguridad estadounidenses en suelo mexicano, desde la DEA hasta la ATF, pasando por la CIA y la NSA. Estamos también ante una creciente diversificación geoeconómica  –flujos de armas, minerales, productos agrícolas y drogas– que conecta México, además de con sus socios comerciales más inmediatos, Estados Unidos y Canadá (que reciben, junto a lo anterior, exportación de capital humano: emigrantes), también con la potencia mundial emergente, China, de donde provienen productos químicos para la fabricación de drogas sintéticas y hacia donde se dirigen drogas y minerales. Conexión internacional que también se complementa con el blanqueo de capitales masivo en algunos de los principales bancos internacionales.

En otras palabras, estamos ante una especie de “guerra civil” cuya excepcionalidad parece haberse normalizado para numerosos actores –internos y externos–, generando importantes beneficios para todos ellos. Beneficios que fluyen indistintamente a través de cauces ilegales y legales, separados por fronteras que no siempre están bien delimitadas.

Un estado clave para entender con más claridad qué está pasando en México con esas relaciones entre crimen organizado, poder político y económico y población es el estado de Guerrero. En él operan diversos grupos criminales (como los Caballeros Templarios), sin que ninguno de ellos goce de una hegemonía clara; grupos de autodefensas –creadas supuestamente para combatirlos–; fuerzas policiales y Ejército; y toda una serie de lucrativos negocios mineros, turísticos, energéticos y agrícolas. No es casual –como han escrito Sergio González Rodríguez o Anabel Hernández– que una matanza como la ya mencionada de Ayotzinapa, ocurrida en 2014, tuviese lugar precisamente en ese estado.