Acercar a musulmanes, cristianos y judíos puede parecer un objetivo loable, pero las organizaciones a favor del entendimiento interreligioso, al restar importancia a las grandes diferencias existentes, confunden el diálogo con el éxito y terminan por poner a todos en peligro.   

Al igual que otras muchas instituciones, Naciones Unidas dice que su objetivo es hacer frente al extremismo islámico. ¿Quién mejor que el conjunto de Estados con mayor representatividad y mayor número de miembros para resolver esta distorsión de la sociedad civilizada que amenaza al orden mundial? Cuando me contrataron en enero de 2006 con el fin de realizar un proyecto para la ONU que abordara el denominado choque de civilizaciones, me pareció una valiosa oportunidad para contemplar este reto a escala global. Ante las peticiones del presidente del Gobierno español y el primer ministro turco, el entonces secretario general, Kofi Annan, propuso la creación de la Alianza de Civilizaciones, cuyo objetivo es identificar los orígenes de la división entre las sociedades occidentales e islámicas y encontrar la forma de frenar la violencia religiosa.

Especial web Siete preguntas: Promesas de Occidente, una entrevista a la autora Geneive Abdo.

Una parte de mi trabajo consistía en viajar por el mundo recogiendo los diversos puntos de vista de los líderes de los partidos y movimientos islámicos. Estas ideas iban a incluirse después en un documento que la Alianza haría público a finales de ese año. La ONU esperaba que la investigación tuviera una cobertura mediática internacional y generara así financiación para llevar a cabo los “pasos prácticos” o soluciones necesarias para construir un puente entre las sociedades occidentales y musulmanas. Pensé que no había mejor manera de aclarar la visión islámica, ignorada y rechazada por los gobiernos de Occidente ante un público internacional. Era consciente de que estos cientos de líderes activistas arrojarían luz sobre las grandes causas del extremismo: la ira y el rencor hacia la política exterior de Estados Unidos; la creencia de que el 11-S desencadenó una guerra ideológica entre el islam y Occidente, y la convicción de que la religión musulmana pondría remedio a los males que un Occidente en decadencia había impuesto en el mundo.

Sin embargo, al poco de iniciarse el proyecto, el temor a un contragolpe político demostró ser más importante que cualquier posible entendimiento mutuo. En una reunión celebrada en Qatar con una comisión de 20miembros compuesta por ex ministros, diplomáticos y eruditos, la cuestión de si se tendría en cuenta o no la opinión de los islamistas suscitó un debate. Uno de los asesores especiales de Annan decidió que reunirse con ellos significaría un escándalo para la ONU. En mi opinión, este cambio radical fue uno de los pocos momentos en los que fui consciente de los riesgos que esta institución estaba dispuesta a correr. Expuso la división filosófica existente en la propia Alianza: ¿cuál era la mejor forma de lidiar con el extremismo, a través de un líder con un planteamiento netamente político o con uno cultural? ¿Qué era mejor, tratar con los islamistas y conocer de primera mano sus convicciones y los motivos por los que se sienten agraviados, o producir películas en Hollywood dirigidas a las masas musulmanas para cambiar la imagen que se tiene de Occidente y viceversa? Para mi desgracia, ganaron los estrategas culturales.

La Alianza de Civilizaciones continúa con su trabajo y puede sumarse a una lista de grupos, que aumenta con gran rapidez, entre los que se incluye a las ONG, proyectos interreligiosos, el Departamento de Estado de EE UU, organismos electorales, intelectuales públicos autoproclamados musulmanes estadounidenses, líderes religiosos y académicos, todos reivindicando su intención de afrontar el “problema”. Sin embargo, como participante en este debate, creo que la realidad es todo lo contrario. En lugar de bregar con el extremismo, estas instituciones están evitando el incómodo trabajo de solucionar un conflicto global que hace que la Guerra Fría parezca una pequeña riña étnica. Aunque las propuestas varían de una organización a otra, las estrategias son muy parecidas: hacer hincapié en las semejanzas entre las sociedades islámicas y occidentales y entre las tres religiones de Abraham, restar importancia u omitir las diferencias reales y conseguir que los occidentales se sientan cómodos al convencerse de que el extremismo es un fenómeno temporal que sólo existe en las zonas marginales de las sociedades musulmanas.

Algunos medios de comunicación estadounidenses fomentan este ángulo. Exhaustos y abatidos tras varios años preocupándose por Bin Laden, la guerra de Irak y las fuertes amenazas de la Administración Bush a Irán y Siria, algunas personas están deseando escuchar relatos más alegres sobre los musulmanes. Además, esta historia favorece económicamente tanto a grandes instituciones, como el Foro Económico de Davos o la Universidad de Georgetown, como a pequeñas organizaciones que se centran en el benéfico e irrelevante diálogo interreligioso, al recaudar millones de dólares gracias a las fundaciones estadounidenses y a los gobiernos de los Estados del golfo Pérsico. La familia real saudí, por ejemplo, tiene especial interés en que se reste importancia a la división entre ambas sociedades. Pero sólo el hecho de fingir que estas diferencias no existen se transforma en un impedimento para que los gobiernos del Primer Mundo realicen esfuerzos para tratar con los musulmanes que más importan. Si sólo se acepta a los que ya han adoptado una ideología occidental y se rechaza a aquellos que tienen gran influencia sobre los extremistas que cuestionan esa visión del mundo, no es sólo un error sino que puede resultar peligroso. Al obviar el hecho de que existen grandes diferencias entre los musulmanes que viven en Oriente y los occidentales que no siguen esa religión, se impide poner en práctica las soluciones que pueden evitar el próximo ataque terrorista en Londres, Madrid o Washington.

Entre los actores más influyentes en esta campaña se encuentran los activistas musulmanes estadounidenses. El mensaje que envían al mundo islámico es que Estados Unidos es un gran país de libertad y que cualquier motivo de queja es una equivocación. Por otro lado, cuando se dirigen al público estadounidense promueven la idea de que los fieles desde Egipto hasta Pakistán tienen una visión positiva de EE UU. Por supuesto, esto juega a su favor: al engañar a la gente con la idea de que la “amenaza” es una exageración, el lobby islámico espera crear una opinión más favorable de los musulmanes a los ojos de los ciudadanos de Estados Unidos.

Otro culpable es la campaña de diálogo interreligioso. Una serie de catedráticos en estudios islámicos y activistas musulmanes estadounidenses han enviado cartas a Benedicto XVI con el fin de mostrar que ya han perdonado sus declaraciones despectivas sobre el islam (dudo que la opinión pública árabe esté de acuerdo). Asimismo, algunos grupos de juventudes cristianas, judías y musulmanas organizan reuniones en las iglesias, sinagogas y mezquitas para buscar ideas comunes. Durante estos encuentros condenan los actos violentos de los extremistas en sus respectivas religiones y buscan los aspectos en común que tienen sus credos.

A pesar de las pruebas del declive en las relaciones entre Occidente y el mundo islámico, aún no existe una estrategia eficaz para tratar con los musulmanes

Puede parecer que todo es un paso positivo pero insuficiente, y probablemente lo sea. El debate interreligioso evita cuestiones incómodas pero necesarias y debería considerarse un obstáculo para que las políticas exteriores consigan de forma efectiva y concreta encontrar la respuesta al extremismo. Un esfuerzo más productivo sería el de hacer un llamamiento a la juventud desafecta de Europa y al mundo islámico, que detesta a Estados Unidos y lo que representa. Otro paso necesario –muy discutido durante el viaje del ex presidente Jimmy Carter a Oriente Medio en abril– sería el de entablar negociaciones oficiales con grupos que tienen gran poder e influencia, como Hamás, Hezbolá y los Hermanos Musulmanes. El hecho de que estas organizaciones vayan a convertirse en los futuros líderes de Oriente Medio no debe ignorarse. Por lo tanto, ¿por qué se les margina del debate político?

En enero, la Alianza de Civilizaciones celebró una lujosa gala en Madrid, en la que dignatarios de todo el planeta se comprometían a “crear un puente de unión”. Como de costumbre, la élite política mundial prometía resolver el problema con dinero. Mozá bint Nasser al Missned, esposa del emir de Qatar, anunció una inversión multimillonaria para una iniciativa sobre el empleo juvenil global. La reina Nur de Jordania se comprometió a donar 10 millones de dólares a una fundación para apoyar la producción de películas que eduquen a la vez que entretengan. La Alianza reivindica que los medios de comunicación han exagerado el extremismo y que una fundación mediática puede arreglarlo. Está claro que dar trabajo a la juventud musulmana es una misión que vale la pena y que el poder de Hollywood sobre la opinión pública no debe subestimarse. Pero este tipo de proyectos no son suficientes para solucionar el problema de la creciente radicalización de los jóvenes seguidores de Mahoma en Europa y el mundo islámico.

Puede que apoyar la paz y el entendimiento reconforte al órgano político de Occidente y que convenza a los estadounidenses de que los gobiernos árabes están poniendo de su parte, pero sólo son apariencias. A pesar de las pruebas abrumadoras del declive en las relaciones entre Occidente y el mundo islámico, todavía no existe una estrategia de política exterior efectiva para tratar con los líderes islamistas y sus sociedades de forma elocuente. Hasta que nos veamos forzados a afrontar una crisis inmediata que está en camino –el fracaso devastador de la diplomacia estadounidense y un mundo islámico cada vez más conservador, religioso y hostil hacia EE UU– no habremos hecho nada para solucionar este conflicto amenazador, perdurable y real.

 

¿Algo más?
Si desea saber más sobre la obra de Geneive Abdo acerca de la intersección de las tradiciones musulmanas y las preocupaciones actuales, le recomendamos Mecca and Main Street (Oxford University Press, Nueva York, 2006). En No God but God: Egypt and the Triumph of Islam (Oxford University Press, Nueva York, 2000), Abdo realiza una investigación sobre la vertiente cada vez más conservadora del islam que se ha asentado en los Estados árabes.

La web de la Alianza de Civilizaciones (www.pnac.es) describe la misión, los objetivos y los temas centrales del proyecto interreligioso de Naciones Unidas. El libro de Vali Nasr The Shia Revival: How Conflicts Within Islam Will Shape the Future (W.W. Norton, Nueva York, 2006) y el de Olivier Roy El islammundializado: losmusulmanes en la era de la globalización (Bellaterra, Barcelona, 2003) ilustran las complejidades de las sectas del islam en desarrollo. En Understanding Christian-Muslim Relations (Continuum, Nueva York, 2008), Clinton Bennett proporciona una perspectiva general de las grandes diferencias y de las similitudes entre las dos mayores religiones del mundo.

Graham Fuller imagina una historia alternativa en la que no existiera el islam y descubre que los conflictos actuales del mundo serían igual de graves, en ‘Un Oriente Medio sin islam’ (FP edición española, febrero/marzo, 2008). Entre las recomendaciones de Scott Appleby a Benedicto XVI en ‘Se necesita: próximo Papa’ (FP edición española, abril/mayo, 2004) se encuentran las sugerencias de encabezar la alianza musulmana-cristiana.