Los adosados y los todoterreno no han mejorado nuestras vidas. Tal vez quedarnos sin ellos, sí.


Los psicólogos y otros especialistas en ciencias sociales (a excepción de la mayoría de los economistas) han aprendido mucho, en las ultimas décadas, sobre lo que nos hace felices. Nos han enseñado que, en las sociedades acomodadas, el dinero no compra tanta felicidad como se cree. Es más, para la gente que vive por encima del nivel de subsistencia, seguramente compra muy poca.

Asimismo nos han enseñado qué es lo que afecta al bienestar más que el dinero: unas relaciones estrechas con la familia, los amigos y la comunidad; un trabajo que tenga sentido; seguridad (económica, laboral y de salud), y democracia. Antes de la crisis financiera, nada nos impedía buscar esas cosas que hacen que merezca la pena vivir la vida. Pero cuando corría el dinero, sustituimos la seguridad por el riesgo. Sacrificamos el tiempo dedicado a los amigos y a la familia para pasar más horas en el trabajo, acumulando riqueza, y más horas, tras el trabajo, pensando cómo gastarla. Las tentaciones inmediatas eran demasiado fuertes como para resistirlas.

Ahora, sin embargo, todo el mundo ha tenido que apretarse el cinturón. Tal vez la necesidad económica nos ofrezca la oportunidad de descubrir que el tiempo que pasamos con los seres queridos es mucho más satisfactorio que el que pasamos con una televisión de alta definición y 76 pulgadas. Cuando pase la crisis, quizá no tengamos la tentación de volver a vivir como antes, si es que ésa es una opción para los millones de personas que están perdiendo el trabajo, la casa y el plan de pensiones. Si esa perspectiva se hace realidad, quizá tenga otro efecto positivo. Quizá cambie la manera que tienen la sociedad y las autoridades de valorar el bienestar. Quizá quede claro que equiparar el bienestar social al PIB no sólo es inapropiado sino que induce a confusión. Entonces, a lo mejor, descubriremos que antes no estábamos tan bien.