• Les inrockuptibles,
    nº 429,
    18 de febrero de 2004, París

 

Mientras en Estados Unidos sigue la encarnizada polémica sobre los fallos
de los servicios de inteligencia en el caso de Irak, la controversia actual
en Francia se refiere a la guerra contra la inteligencia. Un debate,
sin embargo, que tiene poco que ver con armas de destrucción masiva o
con Al Qaeda. Desde los profesores hasta los arquitectos y desde los trabajadores
del teatro hasta quienes han acabado un doctorado y no tienen trabajo, los miembros
de la clase intelectual reprochan al Gobierno del primer ministro conservador
Jean-Pierre Raffarin que les haya desatendido.

El año pasado, los intermitentes del espectáculo obligaron
a cancelar los principales festivales del país y abuchearon al ministro
de Cultura en la ceremonia de los premios César (el equivalente galo
de los Oscar o los Goya) en protesta por la reforma del seguro de desempleo.
Mientras, los arqueólogos se quejan de que se haya reducido su capacidad
de supervisión de los proyectos del sector de la construcción,
y los directores de laboratorio arremeten contra el rechazo del Gobierno a financiar
la ciencia. Pero, en esta guerra, el golpe de gracia fue orquestado por la revista
de música y cultura Les inrockuptibles, para un público
de cierto poder adquisitivo y preocupado por la justicia social, el posmaterialismo
y por estar a la última. En febrero, esta revista unió a los descontentos
de toda Francia a través de un manifiesto titulado ‘Llamamiento
contra la guerra a la inteligencia’.

En éste, los redactores de la revista afirmaban que "todos los
sectores de la enseñanza, la investigación, el pensamiento, todos
los productores de conocimiento y debate público, son hoy objeto de graves
ataques por parte de un Gobierno antiintelectual", advirtiendo también
del "desarrollo de una política de empobrecimiento e inestabilidad
que tiene como objetivo todo aquello que se considera inútil, disidente
o improductivo a corto plazo". El texto daba a entender que este conflicto
podía amenazar la sacrosanta política francesa de excepción
cultural, que aplica un sistema de cuotas para promover el cine y la música
galas en un intento de blindar la cultura francesa frente a un mundo globalizado
(léase americanizado).

Durante la primera semana en que el manifiesto circuló por Internet,
las firmas llegaron a razón de 700 cada hora; para abril, ya superaban
las 80.000. Tuvo tal éxito que Les inrockuptibles publicó
una lista de firmantes que ocupaba 50 páginas. Entre ellos se encontraban
el filósofo deconstruccionista Jacques Derrida, el héroe antiestablishment
Daniel Cohn-Bendit o el ex primer ministro socialista Michel Rocard. Los medios
de comunicación de la corriente dominante le dieron publicidad a través
de un gran número de noticias y artículos de opinión y
de ensayos mostrando su apoyo.

Paralelamente había surgido un movimiento similar en la comunidad científica.
En enero, muchos de los principales científicos e investigadores crearon
un grupo llamado Salvemos la Investigación para protestar por que la
ciencia ya no fuera una de las prioridades nacionales. Sus quejas tenían
fundamento: aunque el porcentaje del PIB que Francia dedica a investigación
y desarrollo (el 2,2%) es comparable al de los motores de la tecnología,
Japón (3%) y EE UU (2,8%), en muchos casos se retienen esos fondos para
reducir el déficit presupuestario. En 2002, el Gobierno congeló
el presupuesto público para investigación y transformó
550 plazas permanentes para jóvenes científicos en contratos temporales,
forzando así el éxodo. De hecho, Francia es el único país
desarrollado que no retiene a sus licenciados: sólo a EE UU, donde los
sueldos y las oportunidades de ascenso son mucho mayores, se fueron en 2000
unos 3.000 licenciados en ciencias.

Salvemos la Investigación publicó en Internet su propio llamamiento,
que recogió más de 60.000 firmas de investigadores del sector
público francés y casi 250.000 de la población en general.
Amenazaban con dimitir si el Gobierno no se tomaba este asunto en serio. Las
encuestas mostraron que el 80% de los franceses les apoyaban. Dos semanas antes
de las elecciones regionales de marzo de 2004, más de dos tercios de
los 5.000 directores e investigadores de las universidades y centros de investigación
franceses dimitieron en masa. Más allá de ese teatro, la guerra
a la inteligencia nos revela una nación muy preocupada por su identidad
en un mundo globalizado. Lo que une a muchos miembros de este colectivo es el
miedo a que el liberalismo económico apenas deje espacio para aquello
que no tenga una utilidad inmediata, sea una obra de teatro o la investigación
científica. El ministro de Industria, Patrick Devedjian, con sus recientes
ataques a los "intelectuales franceses que tienen el hábito de
firmar manifiestos" mientras "los de EE UU ganan premios Nobel",
no ha contribuido a calmar los ánimos.

Los premios no se corresponden necesariamente con el gasto, pero una financiación
adecuada es necesaria para hacer descubrimientos, registrar patentes y sustentar
la investigación. Al protestar, los científicos expresaban su
miedo a que el capitalismo anglosajón acabe con la tradición igualitaria
de la investigación francesa, al someterla a mayor competencia y a las
cuentas de resultados. Les preocupa que este modelo conduzca a una pérdida
de empleos más que a la mejora de las perspectivas de investigación
a largo plazo. Mientras tanto, quien pierda su trabajo puede que sea el primer
ministro. Cuando Raffarin llegó al Gobierno en 2002 prometió actuar
en beneficio de la France d’en bas (la Francia de abajo). Pero
si pensamos en la derrota de su Gobierno en las regionales de marzo, enfrentarse
a los intelectuales no es una buena estrategia en un país en el que la
cultura y la identidad nacional están tan profundamente imbricadas.

ENSAYOS, ARGUMENTOS Y OPINIONES DE TODO EL PLANETA

Sophie Meunier

Les inrockuptibles,
nº 429,
18 de febrero de 2004, París

Mientras en Estados Unidos sigue la encarnizada polémica sobre los fallos
de los servicios de inteligencia en el caso de Irak, la controversia actual
en Francia se refiere a la guerra contra la inteligencia. Un debate,
sin embargo, que tiene poco que ver con armas de destrucción masiva o
con Al Qaeda. Desde los profesores hasta los arquitectos y desde los trabajadores
del teatro hasta quienes han acabado un doctorado y no tienen trabajo, los miembros
de la clase intelectual reprochan al Gobierno del primer ministro conservador
Jean-Pierre Raffarin que les haya desatendido.

El año pasado, los intermitentes del espectáculo obligaron
a cancelar los principales festivales del país y abuchearon al ministro
de Cultura en la ceremonia de los premios César (el equivalente galo
de los Oscar o los Goya) en protesta por la reforma del seguro de desempleo.
Mientras, los arqueólogos se quejan de que se haya reducido su capacidad
de supervisión de los proyectos del sector de la construcción,
y los directores de laboratorio arremeten contra el rechazo del Gobierno a financiar
la ciencia. Pero, en esta guerra, el golpe de gracia fue orquestado por la revista
de música y cultura Les inrockuptibles, para un público
de cierto poder adquisitivo y preocupado por la justicia social, el posmaterialismo
y por estar a la última. En febrero, esta revista unió a los descontentos
de toda Francia a través de un manifiesto titulado ‘Llamamiento
contra la guerra a la inteligencia’.

En éste, los redactores de la revista afirmaban que "todos los
sectores de la enseñanza, la investigación, el pensamiento, todos
los productores de conocimiento y debate público, son hoy objeto de graves
ataques por parte de un Gobierno antiintelectual", advirtiendo también
del "desarrollo de una política de empobrecimiento e inestabilidad
que tiene como objetivo todo aquello que se considera inútil, disidente
o improductivo a corto plazo". El texto daba a entender que este conflicto
podía amenazar la sacrosanta política francesa de excepción
cultural, que aplica un sistema de cuotas para promover el cine y la música
galas en un intento de blindar la cultura francesa frente a un mundo globalizado
(léase americanizado).

Durante la primera semana en que el manifiesto circuló por Internet,
las firmas llegaron a razón de 700 cada hora; para abril, ya superaban
las 80.000. Tuvo tal éxito que Les inrockuptibles publicó
una lista de firmantes que ocupaba 50 páginas. Entre ellos se encontraban
el filósofo deconstruccionista Jacques Derrida, el héroe antiestablishment
Daniel Cohn-Bendit o el ex primer ministro socialista Michel Rocard. Los medios
de comunicación de la corriente dominante le dieron publicidad a través
de un gran número de noticias y artículos de opinión y
de ensayos mostrando su apoyo.

Paralelamente había surgido un movimiento similar en la comunidad científica.
En enero, muchos de los principales científicos e investigadores crearon
un grupo llamado Salvemos la Investigación para protestar por que la
ciencia ya no fuera una de las prioridades nacionales. Sus quejas tenían
fundamento: aunque el porcentaje del PIB que Francia dedica a investigación
y desarrollo (el 2,2%) es comparable al de los motores de la tecnología,
Japón (3%) y EE UU (2,8%), en muchos casos se retienen esos fondos para
reducir el déficit presupuestario. En 2002, el Gobierno congeló
el presupuesto público para investigación y transformó
550 plazas permanentes para jóvenes científicos en contratos temporales,
forzando así el éxodo. De hecho, Francia es el único país
desarrollado que no retiene a sus licenciados: sólo a EE UU, donde los
sueldos y las oportunidades de ascenso son mucho mayores, se fueron en 2000
unos 3.000 licenciados en ciencias.

Salvemos la Investigación publicó en Internet su propio llamamiento,
que recogió más de 60.000 firmas de investigadores del sector
público francés y casi 250.000 de la población en general.
Amenazaban con dimitir si el Gobierno no se tomaba este asunto en serio. Las
encuestas mostraron que el 80% de los franceses les apoyaban. Dos semanas antes
de las elecciones regionales de marzo de 2004, más de dos tercios de
los 5.000 directores e investigadores de las universidades y centros de investigación
franceses dimitieron en masa. Más allá de ese teatro, la guerra
a la inteligencia nos revela una nación muy preocupada por su identidad
en un mundo globalizado. Lo que une a muchos miembros de este colectivo es el
miedo a que el liberalismo económico apenas deje espacio para aquello
que no tenga una utilidad inmediata, sea una obra de teatro o la investigación
científica. El ministro de Industria, Patrick Devedjian, con sus recientes
ataques a los "intelectuales franceses que tienen el hábito de
firmar manifiestos" mientras "los de EE UU ganan premios Nobel",
no ha contribuido a calmar los ánimos.

Los premios no se corresponden necesariamente con el gasto, pero una financiación
adecuada es necesaria para hacer descubrimientos, registrar patentes y sustentar
la investigación. Al protestar, los científicos expresaban su
miedo a que el capitalismo anglosajón acabe con la tradición igualitaria
de la investigación francesa, al someterla a mayor competencia y a las
cuentas de resultados. Les preocupa que este modelo conduzca a una pérdida
de empleos más que a la mejora de las perspectivas de investigación
a largo plazo. Mientras tanto, quien pierda su trabajo puede que sea el primer
ministro. Cuando Raffarin llegó al Gobierno en 2002 prometió actuar
en beneficio de la France d’en bas (la Francia de abajo). Pero
si pensamos en la derrota de su Gobierno en las regionales de marzo, enfrentarse
a los intelectuales no es una buena estrategia en un país en el que la
cultura y la identidad nacional están tan profundamente imbricadas.

Sophie Meunier es investigadora asociada
en la Universidad de Princeton y coautora con Philip Gordon de The French Challenge:
Adapting to Globalization (Brookings Institution, Washington, 2001).