Detrás de la fachada de devoción musulmana, Irán es uno de los países del mundo más devastados por la droga.

 

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HASSAN AMMAR/AFP/Getty Images

 

 

El 26 de junio, los medios de comunicación estatales de Irán informaron de que 20.000 exdrogadictos se habían reunido en el estadio Azadi de Teherán para conmemorar el Día Internacional contra el Consumo y el Tráfico de Drogas. El presidente Mahmud Ahmadineyad asistió a la concentración y utilizó el podio para presentar los narcóticos como un instrumento de destrucción occidental. “Hoy”, dijo, los países de Occidente “han empezado a dañar a todas las naciones, en especial a la iraní a través de las drogas. Ocultan su arrogancia detrás de supuestas máscaras humanitarias y hacen lo posible para despertar un sentimiento de impotencia en otros países. Fingen que buscan la libertad, los derechos humanos y la protección de la gente, pero, en realidad, son los mayores criminales del mundo”.

Teherán es una de las capitales más elevadas de la tierra, y no solamente en términos de altitud. La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC con siglas en inglés) informa de que Irán cuenta con 1,2 millones de “consumidores drogodependientes” y que el 2,26% de las personas entre 15 y 64 años son adictas a los opiáceos. El director de la organización, Yuri Fedotov, ha elogiado a Irán por tener “el mayor índice mundial de capturas de opio y heroína” y por desarrollar programas eficaces de tratamiento y prevención. Sin embargo, la organización Human Rights Watch ha criticado a Fedotov y le ha acusado de pasar por alto los procedimientos legales del país, claramente inadecuados, y las ejecuciones de drogadictos. Lo más alarmante es que, en ocasiones, se ha ahorcado a algunas personas detenidas durante manifestaciones políticas, como la holandesa de origen iraní Sahra Bahrami, tras acusarlas de “contrabando de drogas”.

Lo que se observa en la actualidad es que República Islámica ofrece varias premoniciones de una narcodistopía. Si uno circula por Teherán de noche, el conductor del vehículo le puede contar que las menores cubiertas con chador que ofrecen esfand –unas semillas que se queman para ahuyentar el mal de ojo- al borde de las carreteras, en realidad, están vendiendo sexo para pagar la adicción de sus padres. Si se coge el metro, se ve a niños maltratados que venden baratijas y predicen la suerte para sufragar el hábito de sus progenitores. Si se visita un barrio pobre al sur de la ciudad como Shahr-e Rey, puede verse al dueño de un puesto de cigarrillos en el bazar que, de paso, vende agujas usadas. Cuando se pasea por el parque Khaju Kermani, al sureste de la capital, se ve a niñas fumando metanfetaminas a plena vista, delante de las autoridades del parque, mientras al fondo se ve a un hombre alto y achicharrado por el sol con marcas de agujas en los brazos, que se tambalea de un lado a otro vestido con una blusa de mujer.

Pero el mundo de la droga no es exclusivo de la decadente capital del país, ni de su clase más baja y abandonada. Está muy arraigado y muy extendido: por ejemplo, cuando visité la tumba del poeta del siglo XII Saadi, una atracción turística en la ciudad meridional de Shiraz, Azad, un crítico literario local que estaba enseñándome la zona, me señaló el barrio que se encontraba al otro lado de los muros del jardín y que se llama Saadieh precisamente por el poeta. Dijo que era un centro para los ladrones, traficantes y drogadictos de toda la región. “¿Le gustaría visitarlo? Es muy fácil entrar, pero puede que no salga vivo”, bromeó. Yo ya había visto suficientes barrios de chabolas en el país y dije que no, pero, intrigado por el aparente cruce de las drogas y la cultura, le pedí que me enseñara más cosas.

           

La UNODC informa de que Irán cuenta con 1,2 millones de “consumidores drogodependientes” y que el 2,26% de las personas entre 15 y 64 años son adictas a los opiáceos

           

En una exhibición de hospitalidad persa, me invitó a casa de un culto entusiasta del opio para contemplar un ejemplo. El opio, dijo Azad, es la droga más antigua y arraigada de Irán y ya hace mil años lo usaba con fines medicinales el gran filósofo y científico persa Avicena. En siglos posteriores, lo elogiaron los poetas del canon persa. El más querido, Hafez, comparaba sus éxtasis con los del opio, escribió en un poema de amor: “Una herida tuya es mejor que el bálsamo de otros / Tu veneno, más dulce que el opio que ellos dan”.

Entramos en la habitación principal de una gran casa a las afueras de la ciudad, protegida de la calle con unos muros elevados y vimos en el suelo un brasero de metal lleno de carbón, una pipa de opio y otros instrumentos, junto con unas fuentes llenas de sandía.

“Lo amamos y lo odiamos”, observó Mani, el amigo de Azad, un profesor serio y callado de sesenta y tantos años, mientras empezaba a encender la pipa. “Tiene muchos problemas y dificultades, pero también sus atractivos. En mi familia, mi padre lo consumía, pero siempre decía: ‘No lo toques’. Estaba en contra del opio porque él lo tomaba, pero después empezamos a fumarlo juntos. Yo empecé a hacerlo porque me parecía romántico, poético”. “La primera vez que lo fumas”, añadió Azad, “te relaja. Te hace dormir bien, o a veces te da pesadillas y pone en marcha tu imaginación. Sobre todo cuando tienes un trabajo creativo, te da la concentración que necesitas. El poeta Mowlana lo consumía hace 800 años y lo mencionaba en sus textos. Hafez también lo nombra. Sin embargo, hoy, en Irán, los artistas y escritores no cuentan nada, sufren porque no son nada y la desilusión les hace buscar algo para tranquilizarse”.

“Desde el punto de vista social, tiene una imagen muy negativa”, añadió Mani despacio, mientras se recuperaba de una larga chupada. “La propaganda oficial suele criticarlo. Y no hay que olvidar las consecuencias que tiene en las familias. Pero todavía se acepta en algunas partes de Irán, como en [la provincia suroriental de] Kerman. Lo tradicional allí es que cuando se casa una chica, una de las cosas que se supone que debe regalar a su marido es un buen juego de instrumentos para preparar el opio, pese a que es ilegal”. “En época del Sha”, siguió, “se le atribuía cierto prestigio. Sus hermanos lo consumían. Su padre era adicto al opio y todo el mundo lo sabía. En el islam, la actitud respecto al opio no es completamente negativa; ni siquiera se menciona”. Antes de la revolución, agregó, “existía una marca de opio llamada ‘senador’. Ahora, deberían llamarlo ‘ayatolá’”.

Pese a sus insinuaciones sobre los atractivos que ha tenido para los gobernantes pasados y actuales de Irán, Mani cree que el opio es una droga en declive. “Hay muchas presiones externas, porque la mayor parte de la heroína y el opio que llegan a Europa atraviesa Irán. [La comunidad internacional] da al Gobierno dinero para luchar contra él”, dijo, en referencia al apoyo económico que los países occidentales dan a UNODC. “El resultado es que el opio se ha encarecido”, concluyó. “Ahora lo consumen sobre todo los ricos, pero la calidad es mucho peor. Puede ser muy peligroso. Las drogas químicas son mucho más baratas y más accesibles para los jóvenes y necesitan menos instrumentos”.

Antes de irme, Azad me pidió que tuviera cuidado con las fotos que había sacado de su sesión porque “el Gobierno está precisamente detrás de algo así, en especial si se trata de intelectuales”.

De nuevo en Teherán, busqué una perspectiva más clínica del tema, y conocí a Alí, un amable trabajador social de 32 años en un centro de tratamiento de adicciones situado en el barrio de Tehranpars, al este de la ciudad.

“El problema de las drogas en Irán no es exclusivo de ninguna clase concreta ni ningún nivel de educación”, subrayó. Alí tiene más de 100 pacientes habituales, procedentes de diversas esferas sociales. Algunos son trabajadores afganos pobres sin estatus legal ni apoyo familiar, pero otros son –o eran— ricos. “Uno [de mis pacientes] es un dentista que trabajó en Estados Unidos”, dijo, buscando sorprenderme. “Sufrió un accidente de coche allí y le inyectaron morfina. Después de salir del hospital, empezó a inyectársela él mismo y, al final, perdió todo y tuvo que volver a Irán”.

Alí me dijo que él ve sobre todo dos clases principales de drogas. Los opiáceos –opio, morfina y crack (que en Irán no es el nombre que se da a la forma más adictiva de cocaína, sino a la forma más impura de heroína)- y las sintéticas, que incluyen éxtasis, drogas psicodélicas y shisha, metanfetaminas. Las adicciones a la shisha y el crack, me dijo, son las dos más comunes.

Me explicó que el tratamiento de la drogadicción ha avanzado mucho desde la revolución. “En otra época, si alguien consumía drogas, la familia lo consideraba un desastre. El tratamiento consistía en encerrar e incluso encadenar a los adictos. Aparte de cuestiones políticas, la drogadicción es un problema terrible para cualquier Gobierno y las actitudes han cambiado. Se abren sin cesar nuevos centros de rehabilitación. Las esperanzas de las familias aumentan cuando ven que el tratamiento funciona”. Sin embargo, añadió, a los éxitos en el tratamiento de la adicción a opiáceos hay que contraponer que las mafias han introducido las drogas sintéticas, con las que los centros de tratamiento tienen menos experiencia.

Aunque resulte increíble en un país donde a los delincuentes y los renegados ideológicos se les suele colgar en público, Irán puede ser curiosamente indulgente con los adictos. El centro en el que trabaja Alí distribuye metadona subvencionada por el Gobierno a consumidores de opiáceos y lleva a cabo “terapias para conocerse a uno mismo” con los adictos a metanfetaminas. Algunos pacientes incluso acuden al centro desde la cárcel, donde siguen programas de tratamiento. Alí dedica gran parte de su tiempo a aconsejar a jóvenes, familias y cónyuges, y dirige sesiones colectivas de apoyo.

Me invitó a una de sus reuniones, parecidas a los programas occidentales de 12 pasos, con un gran énfasis en la responsabilidad personal. Al final hubo incluso una oración ecuménica en grupo.

En vista de lo que había visto y oído, traté de pensar qué había querido decir Ahmadineyad en el estadio Azadi. El presidente no señaló que los mercados occidentales han convertido Irán en un conducto para los narcóticos, ni que a su país no tiene más remedio que indignarle que su policía se enfrente al peligro, en parte, en beneficio de las autoridades de una Europa decadente. Tampoco insinuó que la demanda internacional de que se prohíban los opiáceos quizá esté contribuyendo a la extensión de las metanfetaminas en Irán y, por tanto, agravando la situación. Desechó el lenguaje de los derechos humanos y tal vez dio a entender que las peticiones de indulgencia respecto a los camellos son malintencionadas, de modo que es muy probable que su razonamiento no fuera más que un elemento más de una gran teoría de la conspiración. En ese caso, es una opinión que comparte Hamidreza Hosseinabadi, jefe de la fuerza antidroga de Irán, que el año pasado acusó a las tropas británicas en Afganistán de guiar a los narcotraficantes hacia Irán.

Después de la sesión de Alí, enseñé las declaraciones de Ahmadineyad a Rahim, un vendedor de bazar de cincuenta y tantos años, antiguo adicto al opio que está en plena rehabilitación y había dirigido la oración en grupo. Se mostró en desacuerdo con todo ello.

“En mi opinión no podemos culpar a otros de nuestros errores. Podríamos amontonar todas las drogas que hay en el mundo en una plaza de Teherán y solo las cogerían quienes deseen consumirlas. No podemos decir que ‘me he vuelto adicto porque hay drogas’. Algunas personas dicen que es culpa de sus padres, que es culpa de su país, pero, después de haber seguido este programa, creo que [mi adicción] fue culpa mía, no de mi Gobierno ni de Estados Unidos”, dijo.

 

Se han cambiado los nombres y otros detalles para proteger la identidad de los testigos.

 

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