La fallida candidatura marroquí para albergar la Copa del Mundo de fútbol en 2030 y la celebración en Rusia de uno de los mayores eventos deportivos del planeta denotan la importancia del deporte en la escena política internacional, el soft power que representa, con sus intereses ocultos y bondades, pero también, y sobre todo, sus perjuicios y riesgos.

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Marruecos presentando su candidatura para albergar el mundial de fútbol en 2026, en Moscú, 2018. Mladen Antonov/AFP/Getty Images

Meses de ilusión y esperanza, de comunión ciudadana alrededor de un objetivo común, de bombardeo mediático y exacerbado nacionalismo, de vanagloria e ínfulas de grandeza, un periodo en lo que aquello que realmente importa, lo acuciante y urgente, fue relegado al olvido. Un inconmensurable estado de ánimo que dio paso a la decepción, dándose los marroquíes, y su régimen, de bruces con la cruda realidad. Demasiado optimista y en ocasiones incluso arrogante, encomendada por Mohamed VI a Mulay Hafid Elalamy, ministro de Comercio Exterior y uno de los hombres más ricos del país, la candidatura de Marruecos para albergar la Copa del Mundo en 2026, que no escatimó en gastos, acabó por sucumbir ante la alternativa concurrente representada, de forma conjunta, por Estados Unidos, Canadá y México. “Más allá de los pequeños cálculos sobre las defecciones, las abstenciones y los apoyos inesperados, lo cierto es que, a través del voto en las urnas de los representantes de las diferentes federaciones futbolísticas planetarias, ha quedado de manifiesto el limitado peso del Reino de Marruecos en la geopolítica mundial”, estima Alí Amar, director del portal de informaciones Le Desk. En total, de los 203 países con derecho a voto hasta 134 optaron por la candidatura United 2026 y apenas 65 por la marroquí, a lo que hay que incluir tres abstenciones (España, Cuba y Eslovenia) y la posición particular de Irán, que rechazó las dos propuestas en liza para albergar la mayor competición del fútbol mundial.

Cierto que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se había valido de Twitter para amenazar a sus propios aliados, por si éstos albergaban algún tipo de duda a la hora de no apoyar la candidatura norteamericana. No es menos cierto, por otra parte, que la oferta representada por estadounidenses, canadienses y mexicanos obtuvo una mejor nota técnica de la FIFA que su rival marroquí, incluyéndose en este apartado las capacidades materiales para acoger la competición, y que las previsiones financieras, los cálculos sobre el volumen de negocio e ingresos, eran más prometedoras en el caso de la candidatura conjunta. Marruecos logró obtener el voto mayoritario de los países que pertenecen a su confederación futbolística, la africana, suponiendo dos tercios del total de sufragios obtenidos; el apoyo de Francia y algunos de sus satélites, de Estados “no alienados” como Cuba y Eslovenia, de Brasil, único país del continente suramericano que votó por Rabat, e incluso de China, Taiwán y Corea del Norte. “Si unos cuantos países africanos han concedido su sufragio es porque, lejos del fútbol, a menudo a cambio de un voto en la ONU o en la Unión Africana en lo concerniente a la misión del Sáhara Occidental, Marruecos les ofrece ayudas económicas o contrapartidas proporcionales. Si Francia ha utilizado su influencia a favor de la candidatura marroquí es porque aún representamos su periferia de negocio y su feudo cultural. De este modo, cada apoyo concreto responde a una lógica política particular”, estima Amar.

Tras el voto adverso, las iras marroquíes se concentraron en Arabia Saudí que, más allá de emitir un sufragio a favor de United 2026, promovió de forma activa la candidatura estadounidense en Asia, llevando de la mano a algunos otros miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Kuwait), tal y como desveló The New York Times. Riad era considerado un aliado objetivo de Rabat, que ha apoyado al reino árabe en su guerra en Yemen si bien no ha cesado de flirtear con Catar, a pesar de las sanciones impuestas por el régimen saudí. Es por ello que la actitud de Riad fue tildada de “traición” por la prensa del Reino de Marruecos, multiplicándose los mensajes a través de las redes sociales impeliendo a las autoridades a reconsiderar la relación bilateral, e incluso a adoptar represalias, quizás sin tomar en consideración la importante ayuda económica que cada año destina Arabia Saudí al país magrebí. El Viejo Continente también se ha mostrado muy poco receptivo hacia su vecino meridional: apenas 11 de 55 federaciones europeas apostaron por su candidatura. España se abstuvo y Rusia, a quien Marruecos ha abierto las puertas en aras de un refuerzo de la cooperación bilateral para ser menos dependiente de Estados Unidos y la UE, ha preferido sostener al “enemigo” estadounidense. “Son los fundamentos mismos de la doctrina diplomática marroquí que han sido invalidados por el voto de la FIFA, que muestra hasta que punto la percepción de nuestra posición en el mundo está sobrevalorada, fruto de la propaganda de Estado”, sentencia Amar.

 

Prestigio y soft power ruso

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El príncipe heredero saudí, Mohammed Bin Salman , habla con el Presidente ruso, Vladímir Putin, durante la ceremonia de apertura del Mundial de Fútbol 2018. Pool/Getty Images

El Mundial que acoge Rusia entre el 14 de junio y el 15 de julio reviste de una significación geopolítica particular. Para Moscú, que acoge el evento, se trata en primer término de paliar la mala imagen que se derivó de los Juegos Olímpicos de Invierno en 2014. En un momento en que el gigante ruso se había anexionado Crimea, entró en guerra en Donbass, se descubrió una trama de dopaje organizado e incluso acababa de aprobarse en la Duma una ley contra los derechos de los homosexuales. Las sanciones económicas europeas y americanas y la anulación de la cumbre del G8 prevista en marzo de ese mismo año en Sochi, ensombrecieron la organización de aquel evento deportivo a ojos de la opinión pública internacional. Sobrepasar tal revés y evitar su repetición, transmitiendo al mundo la imagen de país moderno y desarrollado, constituyen un primer objetivo para Rusia en la actual Copa del Mundo de fútbol, reforzando el poder blando ruso a escala planetaria. Para lograr el éxito en esta operación de marketing internacional, sólo los estadios de la Rusia europea albergan la competición, en aras de facilitar los desplazamientos de los turistas occidentales. “Se quiere mostrar al mundo que Rusia no es ese país repulsivo que nos describen, que la gente puede ser bien acogida, que hay infraestructuras de primer nivel”, enfatiza Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París, autor de Planète football y L’empire du foot.

Por vez primera en la historia de las copas del mundo, el presidente del país organizador pronunciaba un discurso de apertura de la competición. El presidente ruso asistió al partido inaugural entre Rusia y Arabia Saudí con el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, pero también acompañado del príncipe heredero saudí, Mohamed Bin Salman, denotando que el fútbol es un medio de hacer geopolítica. “Este Mundial se antoja determinante para el estatuto de Vladímir Putin, reelegido por cuarta vez tras las elecciones del pasado mes de marzo, en aras de reforzar su imagen de liderazgo y éxito, su simbolismo como dirigente capaz y carismático, tanto entre sus propios compatriotas como a escala internacional”, estima Cirille Bret, experto francés en relaciones internacionales y profesor en Sciences Po París. Para Pascal Boniface, “(Putin) puede mostrar a los rusos que gracias a su liderazgo, el mundo entero viene a su casa y, sobre todo, lava la afronta del boicot de 1980 en tiempos de la Unión Soviética. Para la estima del pueblo ruso y para estimular el patriotismo alrededor de su figura, el Mundial es un buen punto de apoyo”. Más allá de la imagen y propaganda, la situación económica de Rusia es preocupante, ya que desde 2014 su PIB se ha retraído un 3% y la tasa de pobreza se ha acentuado, extendiéndose a capas más amplias de la población, al tiempo que las finanzas públicas se mantienen en una situación delicada, ahogadas por las sanciones occidentales y el bajo curso de los hidrocarburos, en un momento en que el barril de crudo cotiza a 50 dólares, frente a los 70 dólares de 2014. “La fotografía de Putin con el príncipe heredero saudí denota también el interés ruso en atraer nuevas, e importantes, inversiones, que es, por tanto, otro de las prioridades de este Mundial”, apunta Bret.

 

Fútbol y economía (y nacionalismo)

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Unos niños cataríes celebran la elección de su país para albergar el Mundial de Fútbol en 2022. Marwan Naamani/AFP/Getty Images

El fútbol se presenta como una nueva modalidad de conflicto, simbólico, entre naciones y como un revelador de los equilibrios de poder mundiales. “También constituye una actividad económica que, a través de los beneficios que genera, atesta de forma clara la relación entre geopolítica y economía”, enfatiza Boniface. Incluso en aquellos países sin una importante tradición futbolística, la organización de copas del mundo es una anhelada vitrina para los pretendientes al estatuto de flamantes potencias económicas. Una expectativa a la que no es ajena la FIFA, cuyas opciones en los 90 son reveladoras, así como la designación de Japón y Corea del Sur en 2002, un hecho que consagró la adscripción occidental de ambos Estados asiáticos. Esta tendencia es si cabe más acusada durante los últimos años, con la designación consecutiva de tres países miembros de los BRICS: Suráfrica en 2010, Brasil en 2014 y Rusia en 2018. Igual para la polémica, elección de Catar para albergar la competición en 2022. Para Boniface, “la ambición del emirato en materia de fútbol es manifiestamente global, utilizando los efectos del Mundial como un arma de soft power para consagrar su influencia planetaria y dopar su economía”. El rol instrumental del fútbol para Catar es manifiesto a través de las inversiones que realiza en los centros neurálgicos de este deporte en distintas partes del mundo, en París o en Barcelona, por ejemplo, pero también en lo referente a su política deportiva más general, a través del establecimiento de filiales deportivas cataríes en África o la academia Aspira, que busca jóvenes talentos en todos los rincones del planeta.

Pero las bondades del fútbol no serían tal, según destaca Robet Redeker, autor de, en su momento polémico, Le sport contre les peuples, “el fútbol no libera a los pueblos de la opresión económica, la miseria, la corrupción o la injusticia”. Para este autor, la ideología deportiva, y de forma más acusada si cabe la futbolística, participa de forma activa en el advenimiento de una suerte de “barbarie dulce” que coloniza el imaginario colectivo en aras de privar a los individuos de toda capacidad de reflexión y de acción. “El deporte, en su dimensión de espectáculo lúdico-mercantil planetario persigue un doble objetivo; a saber, la domesticación del cuerpo y del alma”, sentencia Redeker. El fútbol como una suerte de “religión secular” cuyo objeto último es “la castración del pensamiento y, por tanto, de la vida, un freno a una aprehensión sana y potencialmente militante de lo real, un muro de contención al pensamiento político”. “El fútbol, que se ha convertido en un deporte identitario, contribuye al mantenimiento de un nacionalismo residual, portador de una carga política simbólica, un refugio a privilegiar para la emergencia o afirmación de los Estados, susceptible de catalizar las pasiones de un pueblo y sublimar, y justificar, toda suerte de antagonismos y derivas sobre el césped de un terreno de juego”, reflexionaba el historiador francés fallecido en París hace apenas unos meses Pierre Milza, experto en fascismos y relaciones internacionales durante el periodo de entreguerras. El fútbol se sitúa en el corazón de las dinámicas del nuevo mundo y su capitalismo desenfrenado, como un potencial vector de desarrollo y como motor de la realpolitik del siglo XXI, que se sustenta en frágiles alianzas, relaciones de fuerza e interés, catalizando de paso toda suerte de sentimientos de pertenencia y anestesiando a la ciudadanía frente a los acuciantes problemas y contradicciones de sus propias sociedades. Una muy compleja ecuación que Mohamed VI ya ha resuelto anunciando, inmediatamente después de la debacle del voto de la FIFA, que su país se presenta candidato para albergar el Mundial de fútbol en 2030.