Si España no impulsa políticas audaces y de confianza para la implantación global del idioma de Cervantes, otros países, como México o Colombia, aprovecharán la oportunidad.
Si los autores de las Glosas Emilianenses hubieran sabido que de San Millán de la Cogolla a la Patagonia, al decir casa, dos personas entienden exactamente lo mismo, no hubiesen dado crédito. O sí… Cuestión de fe. Como las políticas que se deben aplicar a la expansión y consolidación del español en el mundo hoy, en este entrado ya siglo XXI, donde nuestro idioma es el segundo en cifras detrás del chino mandarín y por delante del inglés en términos cuantitativos.

Pero solamente… Porque de lo cuantitativo a lo cualitativo cabe un trecho largo. La potencia y el auge del español tienen su base en esos motivos demográficos. Son más de 328.500.000 las personas que lo usan a diario como lengua materna. Esa realidad no es sedentaria, sino que en gran parte emigra creando una enorme fuerza motriz que contagia el gusto por el idioma a escala global: en América, en Europa, en Asia, en el Magreb.
El fenómeno durante los últimos 50 años ha sido clave en Estados Unidos, donde el empuje del sur y la implantación de una enorme comunidad latina han hecho convivir al español con el inglés hasta que la necesidad de permeabilizarse en ambos idiomas ha supuesto en muchos Estados –como Florida– una realidad inevitablemente bilingüe.
Hasta tal punto que, en poco tiempo, EE UU será el país con más hispanohablantes del mundo. Un salto que no tardará en producirse si tenemos en cuenta, analizando las cifras de un estudio impulsado por el Instituto Cervantes, que ya es el segundo país con mayor número de hablantes después de México y que en 2050 será el primero cuando la población hispana ascienda al 25% del total y se coloque en alrededor de 130 millones de personas.
Esa es la realidad. Una realidad que en absoluto cuadra con la lentitud de políticas activas que refuercen o utilicen esa enorme e imparable materia prima del idioma para posicionarse en el mundo. Y es que la miopía –disimulada con cierta tradicional verborrea de buenas intenciones– por parte de las autoridades con las políticas lingüísticas no ha alcanzado en los últimos 25 años a la audacia que requiere la impresionante realidad de esas dimensiones.
A las cifras conviene remitirse. Si el gran instrumento de expansión del español en el mundo es el Instituto Cervantes, ¿cómo es posible que éste, pese a contar con un –digamos en plan poco fino– producto que reúne muchísimas más posibilidades de implantación que otros competidores directos, cuente con un presupuesto ridículo en comparación a los demás?
Esa es la verdad que retrata la real y palpable falta de fe de los gobernantes. Mientras un artefacto de expansión cultural como el British Council cuenta con un presupuesto global que supera los 700 millones de libras (unos 880 millones de euros), el Cervantes dispone de 103. Los británicos, conscientes ...
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