Las elecciones de 2008 en Estados Unidos marcaron un auténtico cambio. Pero, en política exterior, las cosas no van a variar mucho. En lugar de un desmarque radical de Bush, es muy posible que acabemos presenciando más de lo mismo. Y tal vez sea eso lo que el mundo necesite.

 

El 1 de diciembre Barack Obama, que se alzó con la victoria en las elecciones presidenciales de Estados Unidos como el candidato del “cambio”, presentó a su equipo de seguridad nacional: el secretario de Defensa del presidente George W. Bush (Robert Gates), el enviado especial para la seguridad en Oriente Medio de la secretaria de Estado Condoleezza Rice (James Jones), y la decana del centrismo democrático (Hillary Clinton). Algunos interpretaron estos nombramientos como la cobertura que Obama necesitaba para conducir la política exterior estadounidense en una dirección diferente, acabada la era Bush. Tal vez fuera así, pero lo dudo. Tengo el presentimiento, y la esperanza, de que Obama será un presidente de éxito, no porque vaya a cambiar por completo la herencia de Bush, sino porque, en buena medida, la continuará.

Hasta hace semanas, yo formaba parte de esa política exterior. Como asesor y redactor jefe de los discursos de Rice, viajé con ella a 24 países, y la ayudé a escribir (y reescribir) sus declaraciones. Durante cuatro años fui testigo de cómo se moldeaba una política exterior bastante diferente de la del primer mandato de Bush. Se trataba de un internacionalismo pragmático basado en ideales e intereses nacionales perdurables de un país cuyo liderazgo global sigue siendo indispensable, aunque el mundo se esté convirtiendo en un escenario más multipolar.

Por desgracia, las elecciones no arrojaron demasiada luz sobre qué significa este legado para Obama. La campaña fue un referéndum de dos años de duración sobre la presidencia Bush, en la que Obama luchó contra una caricatura de su primer mandato y John McCain trató de desmarcarse de la Casa Blanca. Fue como si los últimos cuatro años nunca hubieran existido. Pero, como sí existieron, Obama heredará una política exterior mejor de lo que muchos piensan. Sí, habrá algunos cambios por delante, casi seguro en política energética y en la relacionada con el cambio climático (por fortuna), sobre las guerras de Irak (con una retirada paulatina de las tropas) y de Afganistán (con un aumento de los efectivos), y en cuanto al cierre de Guantánamo (que algunos en la Administración Bush intentaron, pero no consiguieron). Pese a todo ello, es muy probable que la política exterior de Obama no se desmarque radicalmente de la de su predecesor.

Fijémonos en los tres países a los que Bush calificó un día como el Eje del mal, es decir, Irán, Irak y Corea del Norte. Tras provocar el cambio del régimen de Bagdad, su Gobierno, en su segunda legislatura, se consagró en cuerpo y alma a cambiar el comportamiento de Pyongyang y de Teherán. Como consecuencia, Obama recibirá el testigo en una negociación multilateral con Corea del Norte, que ha sido y será un maratón frustrante, pero es muy probable que parta desde el punto en el que Bush lo dejó, sencillamente porque no existen más alternativas. En cuanto a Irán, casi con toda seguridad, Obama seguirá con la política de Bush del palo y la zanahoria, que busca una solución diplomática (una tercera opción entre la aquiescencia o el ataque a Teherán). Para tener más posibilidades de éxito, esta política deberá exhibir palos más contundentes y zanahorias más dulces, incluido el compromiso directo por el que Obama ha abogado. Y si eso falla, tendrá que sopesar sus opciones, sin descartar, según ha afirmado, ninguna.

En cuanto a Irak, Obama heredará una guerra que los propios iraquíes están acabando por él. Es posible que el ritmo y la dimensión de la reducción de las tropas estadounidenses sean objeto de acalorados debates, pero hay poca controversia en Bagdad o Washington sobre que esa retirada sea adecuada en este momento. Este esfuerzo para poner fin a la guerra iraquí permitirá a Obama tratar de salvar el conflicto de Afganistán, poniendo en práctica las lecciones aprendidas a raíz del surge (aumento de tropas) al que se opuso en Irak.

Será un reto tejer el final del conflicto y encontrar un enfoque más amplio respecto a Oriente Medio. Pero en este punto también es probable que el enfoque no sea tan diferente al de Bush: el apoyo a un Líbano independiente, los intentos de conseguir un comportamiento responsable por parte de Siria, y la cooperación en materia de seguridad con los regímenes árabes suníes, que pueden no ser amantes de la libertad, pero que sin duda detestan lo que Irán y Al Qaeda están haciendo a la región.

Otra parte de esta estrategia es continuar con el compromiso en el proceso de paz de Oriente Medio. Una verdadera aportación del primer mandato de Bush había sido la consideración del conflicto palestino-israelí como algo más que una disputa fronteriza, que fue el enfoque que Bill Clinton le había dado. Bush sostenía que la paz requería una economía y un Estado palestinos que funcionasen bien. Pero la política de su primera legislatura se limitó a decir a los palestinos que pusieran primero orden en su casa, antes de que Estados Unidos hablara de poner fin a la ocupación israe?lí. No fue hasta el segundo mandato cuando se emprendieron ambos esfuerzos de manera simultánea.

Igual de importante es que Obama se encontrará con un Oriente Medio cambiante, donde la libertad, las oportunidades y el ansia de dignidad están bullendo de una forma que nadie puede controlar, Washington incluido. Algo me dice que el líder del Partido Demócrata no va a darse por vencido en el apoyo a la democracia, tanto en términos de instituciones como de elecciones. Es posible que Obama rebautice la mal llamada “agenda de la libertad”; es posible que la amplíe, como mantienen algunos de sus asesores, a una “agenda de la dignidad”, pero es muy probable que el enfoque básico siga siendo el mismo.
De igual modo, también se producirán pocos cambios en cuestiones de gran estrategia global. En la campaña la reconstrucción de los lazos dañados con los aliados de Estados Unidos fue un tema recurrente. Pero esos vínculos ya se han rehecho en buena parte en Asia, Europa y América Latina. Sin duda, Obama puede mejorar aún más esas relaciones, sobre todo tomando medidas reales con respecto al cambio climático. Otro desafío puede ser manejar las enormes expectativas creadas en torno a su presidencia, que no tardarán en explotar en todas las capitales aliadas.

Bush también legará a Obama una estrategia realista para hacer frente al ascenso de las grandes potencias. Con el estímulo a China, India, Japón, Brasil y a otros países para que sean partes responsables e interesadas en el orden internacional, la Administración republicana demostró que “el ascenso del resto” no tiene por qué ser sinónimo del declive de EE UU. De hecho, es probable que, en realidad, esto refuerce la influencia estadounidense. En Asia, la parte más dinámica del mundo desde el punto de vista geopolítico, Estados Unidos tiene, en la actualidad, mejores relaciones con cada una de las grandes potencias que las que mantienen entre ellas. Cada uno de esos países desea protegerse frente a los otros, y el socio elegido es Washington. La tarea de Obama consistirá en seguir estimulando a estas potencias emergentes para que asuman una mayor carga de gestión de un nuevo conjunto de desafíos globales a los que ningún país, ni siquiera EE UU, puede hacer frente en solitario.

Lo importante en este terreno no es tanto una China en ascenso (aunque la cuestión sigue estando abierta), sino una Rusia renacida. Y también en el caso ruso Obama heredará una estrategia a la que es muy posible que dé continuidad, sólo porque es mejor que las alternativas. Dicha estrategia no pretende ni aislar a Moscú (lo que es imposible) ni extenderle el cheque en blanco que quiere en su antiguo terruño imperial (lo que es irresponsable). En lugar de ello, se pretende alcanzar un equilibrio entre la cooperación con Rusia en muchos intereses comunes y la competencia en los divergentes. Tal vez a este equilibrio se podría haber llegado mejor en cuestiones como Kosovo o la defensa antimisiles, pero este hecho no marca la necesidad de una nueva política, tan sólo un reajuste de la actual. Y, en todo caso, la guerra de Georgia demostró que, si Estados Unidos quiere que Rusia sea un actor interesado responsable, el estímulo no será suficiente.

 

LA ‘GUERRA CONTRA EL TERROR’

 

 

 

 

 

 

Cambio de régimen: el poder pasa a Obama, pero no espere cambios en la política exterior de EE UU.

Incluso es posible que la política de Obama sea bastante continuista en la lucha contra Al Qaeda. En la actualidad, existe consenso respecto a la necesidad de una política preventiva para luchar contra el terrorismo; el propio Obama ha abogado por ella. Pero en la segunda legislatura de Bush, la Administración básicamente convergió en un nuevo mantra: “No podemos destruir nuestro camino a la victoria”, un principio clave de la estrategia contrainsurgente. El objetivo pasó a ser no sólo la lucha contra el terrorismo, sino la creación de condiciones de seguridad, oportunidad y justicia para las sociedades que los terroristas pretenden radicalizar. Incluso se aceptó que EE UU podría tener que reconciliarse con algunos terroristas, como hizo en Irak y como algunos defienden ahora que haga en Afganistán. Lo más probable –y correcto– es que Obama no se refiera a la guerra contra el terror como el principio organizativo de la política exterior estadounidense, pero eso no significa que no vaya a enfocar el terrorismo, en buena medida, de la misma manera.

Esa estrategia depende, como la Administración Bush admitió al final, de abrazar el concepto de nation building (construcción de Estados) como un interés nacional. Existe hoy en día un consenso en torno a la idea de que Washington está tan amenazado por Estados fallidos y mal gobernados como por los fuertes y agresivos. El reto de Obama será continuar los esfuerzos para conseguir que esa tarea sea llevada a cabo por la sociedad civil y desmilitarizar la política exterior estadounidense. Este ímpetu exigirá una transformación de las instituciones de poder blando, un objetivo del que el ex secretario de Estado Colin Powell, después Rice, y el más famoso, Gates, hicieron una cruzada personal. Obama heredará el comienzo de esa transformación –un cuerpo diplomático ampliado, una fuerza expedicionaria civil básica y una ayuda al exterior que ha aumentado más que nunca desde el Plan Marshall– y parece preparado para enarbolar la antorcha.

El internacionalismo pragmático de Bush se ha definido en gran parte por los cambios introducidos durante los últimos cuatro años. Y, por ese motivo, podría haber más continuidad entre el segundo mandato de Bush y el primero de Obama que entre los dos mandatos del propio Bush. Esta política exterior es una herencia valiosa. Y, si Obama evita pasarse sus primeros años en la Casa Blanca buscando el cambio por el cambio, podría sentar las bases de un nuevo consenso bipartidista en diplomacia. Es posible que Obama se dé cuenta de esto, pero me temo que el Partido Demócrata y el Republicano no lo harán. Ambos podrían hacer como si la política exterior del segundo mandato de Bush nunca hubiera existido.

Una de las cosas que lamento de mi trabajo en el Departamento de Estado es que fuimos incapaces de convencer a los estadounidenses de que el internacionalismo pragmático de Bush entrañaba las bases de un liderazgo sólido, sostenible y global para el siglo xxi, y que, como tal, tenía el potencial para curar algunas de las divisiones en torno al papel de Estados Unidos en el mundo que han plagado el país desde el final de la guerra fría. Albergo la esperanza de que Obama no sólo continuará esta política exterior, sino que la reforzará. Si fuera capaz, se produciría un cambio auténtico en el que yo podría creer.