Gibraltar
Vista del Peñón de Gibraltar. (Jorge Guerrero/AFP/Getty Images)

¿Fue Gibraltar un punto estratégico fundamental en la Segunda Guerra Mundial?

Defending the Rock, How Gibraltar Defeated Hitler

Nicholas Rankin

Faber and Faber, 2017

En este libro hay muchas ocasiones en las que parece que el texto está fuera de control e incluso directamente se dirige hacia el abismo. El relato da largos rodeos que llevan al lector a través de la Europa ocupada por los nazis, en especial Berchtesgaden, Abisinia, Marruecos y Washington. Quizá es inevitable, dado que el autor trata de describir el avance de la Segunda Guerra Mundial desde un punto de vista que no fue central para el conflicto, Gibraltar. El Peñón recibió diversos nombres: la Puerta, la Llave, el Cerrojo y el Guardián, pero, a pesar del título de su libro, Defending the Rock: How Gibraltar Defeated Hitler [La defensa del Peñón: cómo derrotó Gibraltar a Hitler], el Centinela del Mediterráneo no se salvó gracias a la galantería ni a las hazañas armadas, cosas de las que se enorgullecían los británicos, dueños de la ciudad desde 1704. Fueron los sobornos, el apaciguamiento y el instinto de supervivencia de un cruel dictador militar, Francisco Franco, los que salvaron el “huevo escalfado”. Esta última caracterización de Gibraltar se la debemos al segundo teniente Anthony Quayle, de la Royal Artillery, que después de 1945 se convertiría en un magnífico actor shakespeariano y que en el verano de 1940, en un arrebato de humor autocrítico ante la cruda realidad, escribió que el Peñón era tan “impregnable como un huevo escalfado”. Sus cañones “apuntaban en la dirección equivocada, hacia el mar, en lugar de a la artillería pesada española que lo rodeaba por el norte. No tenía fortines ni hospital a prueba de bombas y solo dos baterías de infantería. Los españoles habrían podido entrar con una tropa de scouts”.

Anthony Quayle interpretaría, posteriormente, el papel del gobernador y comandante en jefe de Gibraltar, el general Mason-MacFarlane, que compartía sus energías, su ingenio y su afabilidad con todos los que le rodeaban. Al terminar la guerra, Mason alentó a los habitantes de Gibraltar a reclamar sus derechos cívicos. Socialista, en las elecciones de julio de 1945 se presentó como candidato del Partido Laborista y arrebató al acólito de Churchill, Brendan Bracken, su escaño por North Paddington en el Parlamento.

Pero Mason-MacFarlane no fue el único personaje estrambótico o atractivo que estuvo en el Peñón durante esos años. La periodista radiofónica estadounidense, Helen Hiett, voló allí desde Francia en 1940, y se sintió atraída por los soldados robustos y bronceados, unas “personas de verdad” que contrastaban con los universitarios anémicos y egocéntricos que había conocido en Gran Bretaña, “insufribles tipos profesionales”, según el autor. El hecho de que hubiera tantos británicos privilegiados también tenía sus inconvenientes. En una ocasión en la que un grupo exhausto regresó de un hospital a las 3 de la mañana y Hiett sugirió comer algo, Mason-MacFarlane respondió: “No me parece que debamos despertar a los criados”. Hiett los llevó a la cocina, en la que los oficiales no habían estado nunca, organizó un festín nocturno, pese a que al comandante en jefe siguió preocupándole que los criados se enfadaran por la violación de la separación entre clases. La guerra es una gran niveladora, y Nicholas Rankin llena su libro de historias fascinantes, como la del gran novelista Anthony Burgess, cuya vida en el Peñón inspiró luego su obra.

El hecho de que ni Hitler ni Mussolini ni Franco intentaran expulsar por la fuerza a los británicos tras la caída de Francia en 1940 hizo que el mariscal Hermann Göring pensara que había sido el mayor error estratégico de Hitler y un punto de inflexión en la guerra. Mussolini se quejó, posteriormente, de que Gibraltar era una de las rejas que había impedido que Italia desarrollara un segundo imperio romano en el Norte de África y la cuenca mediterránea. Años después, el historiador británico, Hugh Trevor-Roper, al especular sobre las consecuencias que habría tenido la caída de Gibraltar, más bien en el Este, llegó a la conclusión de que “el Mar Mediterráneo habría estado cerrado a Gran Bretaña y todo ese futuro teatro de la guerra habría quedado fuera de nuestro alcance”.

El núcleo del relato de Nicholas Rankin es Operación Félix, el plan alemán diseñado en 1940 para capturar Gibraltar con un raudo golpe de mano. No está del todo claro si Hitler pensó seriamente en ello, porque, en 1941, la guerra contra la Unión Soviética estaba todavía en fase avanzada de planificación. Fuera un plan serio o no, Franco, que no tenía ningún deseo de que se fuera un invasor extranjero de Gibraltar para que lo sustituyera otro mucho más peligroso, insistió en que los españoles eran los únicos que podían capturar el Peñón y restablecer la unidad de España. Las negociaciones entre las dos partes fueron complicadísimas. Franco no vaciló en ocupar la zona internacional de Tánger, pero sabía que cualquier acción contra Gibraltar interrumpiría el valioso abastecimiento de trigo de Reino Unido, vital para impedir que los españoles se muriesen de hambre. El autor cuenta que, cuando, en febrero de 1941, la Royal Navy acogió a un contingente de oficiales españoles a bordo de buques de guerra en el puerto de Gibraltar, con el propósito de granjearse su favor y asustarlos con una exhibición de poderío británico, “lo que más maravilló a los españoles no fueron las armas, los blindajes ni los enormes hangares, ¡sino los cientos de panes blancos recién hechos, alineados junto a los hornos!”.

Algunos de los principales personajes alemanes, como el almirante Canaris, que estaba muy involucrado en la preparación y planificación de Operación Félix, sabía, “en el fondo de su corazón… que lo mejor para España no era unirse a la guerra que había devorado Europa”. El autor da a entender que Canaris se esforzó para mantener a España fuera del conflicto. Hitler solo se entrevistó con Franco una vez, en octubre de 1940 en Hendaya, y le pareció que era un hombre “intolerable”. Cuando, a la semana siguiente, se reunió con Mussolini en Florencia, dijo que “antes estaría dispuesto a que le sacaran tres o cuatro muelas” que a volver a tener una conversación de nueve horas con Franco.

A los británicos no les daba ningún reparo sobornar a los miembros más destacados del entorno de Franco. Además, los gobiernos británico y francés se apresuraron a reconocer a Franco en 1939, un paso que hizo que el embajador ruso en Londres, Ivan Maisky, señalara en tono irónico que en reconocer a la Unión Soviética habían tardado siete años. La política británica respecto a España durante la Guerra Civil fue calificada por sus detractores de “neutralidad malevolente”, a lo que el escritor J. B. Priestley contestó con una explicación sobre los ingleses: “Lo que muchas veces no comprende el resto del mundo es que somos una nación de tontos idealistas, a menudo gobernada y manipulada por cínicos”. Sin embargo, la política británica ayudó a mantener a España al margen de la guerra mundial y las lisonjas de Hitler. Y el hecho de que España quisiera poseer parte de la Argelia francesa y de Marruecos colocó a los alemanes en una posición imposible frente a la Francia de Vichy.

En 1944, Estados Unidos y Gran Bretaña habrían podido poner al régimen de Franco contra las cuerdas, conscientes de que había seguido suministrando durante toda la guerra a la Alemania nazi metales cruciales de gran calidad —en especial el tungsteno o wolframio, el metal endurecedor del acero que se utilizaba en corazas, blindajes y herramientas—, mientras engatusaba a Gran Bretaña con material de peor calidad. Por muy agradecido que pudiera estar Churchill a Franco, Rankin cree que “también entraron en juego los prejuicios del viejo aristócrata inglés contra la izquierda”. Churchill “aplastó las esperanzas de todos —vascos, catalanes y monárquicos, entre otros— los que soñaban con que una victoria aliada pudiera extenderse a la Península Ibérica”. El 24 de mayo de 1944, 15 días antes del desembarco del Día D, en un discurso ante la Cámara de los Comunes en el que tocó muchos temas, Churchill dijo que no sentía “ninguna simpatía hacia quienes piensan que es inteligente e incluso divertido insultar y condenar al Gobierno de España cuando surge la ocasión”. Por su parte, Estados Unidos dejó de enviar petróleo a España para obligar al régimen a cortar el suministro de wolframio a la Alemania nazi. Churchill autorizó que se reanudara el abastecimiento y que España siguiera enviando wolframio a Alemania “con la mezquina esperanza de obtener alguna ventaja comercial para Reino Unido después de la guerra”. Lo que los estadounidenses denominaron el “apaciguamiento” de Winston Churchill no fue uno de sus mejores momentos.

En los primeros años de la guerra, el Mediterráneo estaba dominado por las potencias del Eje. El equilibrio naval de antes del conflicto había sufrido un vuelco, porque dependía de que la armada francesa defendiera la parte occidental y la flota mediterránea británica, con bases en Malta y Alejandría, se ocupase de la parte oriental. Pero, con Francia caída e Italia incorporada al Eje, el enemigo estaba a las puertas. Cuando las tropas alemanas, en noviembre de 1942, invadieron Túnez y empezaron a avanzar hacia Alejandría, dio la impresión de que todo se había terminado. Perder el Canal de Suez y el petróleo de Oriente Medio habría sido una catástrofe, pero Hitler también titubeó en esta cuestión. Gibraltar no fue nunca el punto estratégico fundamental que dice Rankin, pero eso no impide que este sea un libro espléndido.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia