AL_Bolivia_portada
Un hombre boliviano acude a una manifestación a favor de Evo Morales, La Paz, noviembre 2019. Gaston Brito Miserocch/Getty Images

¿Hubo o no hubo un golpe de Estado en Bolivia en noviembre de 2019? La respuesta requiere reconocer que el estilo de este tipo de acciones en América Latina ha cambiado en lo que va de siglo XXI. Sí, se produjo en Bolivia, pero con un proceder diferente de lo que ocurría en épocas anteriores, aunque coincidente con experiencias acaecidas en estos últimos 20 años en otros dos países de la región. Los tres golpes de Estado de nuevo estilo han ocurrido en Ecuador en 2000, en Honduras en 2009 y en Bolivia en 2019.

En un golpe de Estado clásico en América Latina, las fuerzas armadas derrocaban al presidente de la República; un presidente militar lo reemplazaba. En uno de nuevo estilo, el Ejército participa en el derrocamiento, pero ahora un civil, identificado según la sucesión que precisan la Constitución y las leyes, reemplaza al presiente apartado del poder.

Una confusión suele surgir debido a las estrategias políticas de los contrincantes. Quienes apoyan un golpe lo denominan un movimiento social y cívico, y una restauración democrática, mientras que los defensores del derrocado presidente utilizan la apelación “golpe” como vocablo de lucha y resistencia. La confusión se difunde porque, en otros casos, los defensores de un líder destituido, algo que pudo haber ocurrido mediante procedimientos bien establecidos en la Constitución, suelen alegar también que se trató de un golpe, aunque no lo haya sido, que es otro ejemplo de lucha y resistencia.

Estas diversas narrativas inciden sobre el devenir democrático de toda nación, y la posibilidad de una convivencia civilizada entre fuerzas sociales y políticas opuestas. También le importan a la comunidad internacional. En 1991, después de transiciones de regímenes militares a sistemas democráticos a partir de 1978, los miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA) adoptaron la Resolución 1080 (el Compromiso de Santiago, Chile), afirmando que responderían a cualquier interrupción inconstitucional de procesos democráticos, en particular, intentos de golpes de Estado. En 2001, los miembros de la OEA adoptaron la Carta Democrática Interamericana, profundizando el compromiso de la década anterior. La aprobación fue abrumadora, e incluyó al gobierno de Estados Unidos, que históricamente había apoyado asonadas militares en América Latina. Un golpe de Estado, por tanto, no debe abrazarse de la misma manera que una restauración democrática.

¿Cómo eran los golpes de Estado clásicos en América Latina? El exitoso golpe clásico, evidente particularmente durante los 60 y 70, requería que un general, jefe de las fuerzas armadas, encabezando la institución militar, destituyera a un presidente civil, que había sido elegido según las normas constitucionales mediante una elección libre y competitiva, y quien era reemplazado como presidente de la República por un militar, casi siempre el mismo que dirigió el golpe, y establecía un régimen autoritario. Así ocurrió en Brasil en 1964, en Perú en 1968, en Chile en 1973 y en la Argentina en 1966.

El último golpe de Estado exitoso de ese tipo ocurrió en Argentina en 1976 cuando la presidencia de María Estela (Isabel) Martínez de Perón fue derrocada. Los comandantes de las Fuerzas Armadas del país lideraron la institución militar para expulsar a un presidente civil de la Casa Rosada, a pesar de que ella había asumido el puesto mediante procedimientos constitucionales. Elegida vicepresidente, en elecciones libres y competitivas, llegó a la presidencia, como correspondía, a la muerte del presidente, su esposo Juan Domingo Perón. A raíz del golpe, se estableció una junta de gobierno militar, que designó un presidente militar y se establece un régimen autoritario.

AL_Honduras
El ex presidente hondureño Manuel Zelaya presenta un libro 10 años despúes de que fuera expulsado de su cargo, Tegucigalpa, junio de 2019. ORLANDO SIERRA/AFP via Getty Images)

¿Cómo son los golpes de nuevo estilo? En Ecuador en 2000, la Confederación de Nacionalidades Indígenas de este país, en coalición con oficiales de rangos intermedios de las Fuerzas Armadas (en particular el Coronel Lucio Gutiérrez), derrocaron al presidente Jamil Mahuad y establecieron una junta de gobierno. A los pocos días, el alto mando del Ejército disuelve esta junta, y le permite al vicepresidente civil que ascienda a la presidencia, según lo señala la Constitución.

En Honduras en 2009, el alto mando militar envió tropas que penetraron el palacio presidencial, arrestaron al presidente Manuel Zelaya y lo expulsaron del país en un avión, todavía en pijama. Al día siguiente, el Congreso depuso a Zelaya, y designó al propio presidente del Congreso, un civil, como presidente interino de la República. Una elección, convocada antes de este evento, se celebró en noviembre de 2009 y el nuevo presidente tomó posesión en enero de 2010.

En ambos casos, la comunidad internacional en el continente se movilizó en defensa de la democracia. En 2001, diversos gobiernos latinoamericanos y el gobierno de EE UU se comunicaron con militares y civiles ecuatorianos para que permitieran una sucesión constitucional. En 2009, también diversos gobiernos de la región, incluyendo el estadounidense, condenaron sin titubeos el derrocamiento de Zelaya; Washington canceló una porción de su asistencia a Honduras. EE UU apoyó también la celebración de elecciones en noviembre y reconoció al nuevo presidente.

En Bolivia, el 10 de noviembre de 2019, Evo Morales renunció a su cargo, y casi inmediatamente alegó que había sido forzado a renunciar bajo la presión de un golpe. La oposición a Morales, que así captura el poder ejecutivo, alega que hubo una sublevación cívica, con amplio apoyo, en contra de un fraude cometido por los partidarios de Morales en torno a las elecciones celebradas el 20 de octubre; el fraude intentaba garantizar la reelección de Morales para un cuarto periodo presidencial.

El proceso rumbo al intento de reelección demostró graves fallas. Para permitir su reelección, Morales primero intentó enmendar la Constitución mediante un plebiscito, cuyo resultado fue rechazar tal modificación. Entonces Morales acudió a la Corte Constitucional, llena de sus partidarios, que dictaminó que la limitación del número de permisibles periodos presidenciales consecutivos violaba los derechos humanos de los bolivianos: según la Corte, la Constitución se violaba a sí misma y, por tanto, Morales podría proceder a su cuarta reelección.

La OEA, la Unión Europea, diversos gobiernos suramericanos y el gobierno de Estados Unidos denunciaron el fraude electoral y propusieron que se cancelara el proceso ocurrido y se celebrara unos nuevos comicios. Así respondía la comunidad internacional a la interrupción de procesos democráticos, en este caso una elección fraudulenta. La protesta cívica surge también en ese momento, apoyándose en las conclusiones de los observadores internacionales. Esa protesta incluía a muchos quienes, en algún momento, habían apoyado a Morales; entre otros, la Confederación Obrera Boliviana se opuso a la reelección mediante fraude.

Morales, al comienzo de los disturbios intentó perseverar como presidente. La policía y las Fuerzas Armadas declararon públicamente que no abrirían fuego contra los manifestantes. Bajo tales circunstancias, Morales aceptó cancelar las elecciones del 20 de octubre. Sin embargo, el 8 de noviembre, varias unidades de la policía se suman a los manifestantes y ocupan edificios. El 10 de noviembre, el general jefe de las Fuerzas Armadas bolivianas, en nombre de las instituciones militares, le sugiere a Morales que renuncie, lo que ocurrió ese mismo día. El Presidente pudo haber renunciado antes de una intervención policiaca o militar; Morales pudo haber sido derrotado en una nueva elección. Ahora bien, la historia real demuestra una intervención de las fuerzas de seguridad.

En solidaridad con Morales, varios en la línea de sucesión presidencial renunciaron a sus cargos parlamentarios. Jeanine Áñez, segunda vicepresidente del Senado, miembro de un partido de la oposición a Morales, resultó ser la persona a quien correspondía la sucesión presidencial según la Constitución. Ella, y no un general, asciende a la presidencia. A dos semanas de la renuncia de Morales, después de intensas negociaciones pluripartidistas, ambas cámaras del Congreso boliviano, inclusive con la participación y apoyo del partido de Morales, el Movimiento al Socialismo, así como el respaldo de los partidos de la oposición, acordaron cancelar las elecciones del 20 de octubre y convocar nuevos comicios para comienzos del 2020, bajo la presidencia interina de Áñez.

AL_Ecuador
El ex presidente ecuatoriano Lucio Gutierrez en una entrevista en Quito. RODRIGO BUENDIA/AFP via Getty Images

No todas las destituciones presidenciales son producto de un golpe de Estado. La destitución de Dilma Rousseff como presidenta de Brasil en 2016 resultó de la decisión de ambas cámaras del Congreso de la República, siguiendo los procedimientos establecidos en la Constitución. Quienes se opusieron a su destitución alegaron que fue víctima de un golpe, pero no hubo intervención militar en esos procedimientos. Su sucesor fue su vicepresidente. En total, desde 1990 han ocurrido interrupciones de una presidencia constitucional en 10 de los 18 países de América Latina, pero solamente en los tres casos citados en este artículo fueron consecuencias de un golpe de Estado.

No todos los intentos de golpe para derrocar a un gobierno constitucional han sido exitosos. Sin embargo, en algunos casos el cabecilla del intento de asonada logró posteriormente llegar a la presidencia tras ganar una elección libre y competitiva. El coronel Lucio Gutiérrez fue elegido presidente de Ecuador en 2002. El teniente coronel Hugo Chávez intentó derrocar al presidente constitucional en Venezuela en 1992; Chávez ganó las elecciones en 1998. El capitán Ollanta Humala intentó derrocar al presidente del Perú en 2000; Humala fue elegido presidente de Perú en 2011.

Hay, por tanto, diferencias importantes. Primero, no todas las destituciones presidenciales son golpes de Estado. Segundo, muchos intentos fracasan. Si el alto mando encabeza el golpe, hay mejor probabilidad de éxito; oficiales de rangos intermedios obtienen resultados más diversos, aunque tres lograron ser elegidos presidente años después. Una tercera diferencia distingue al golpe de Estado clásico de los otros tres que resultaron exitosos aquí analizados. En el clásico, un jefe militar asciende a la presidencia después de derrocar a un presidente civil, constitucionalmente elegido en elecciones libres; esto no ha ocurrido en América Latina desde el golpe en Argentina en 1976.

Una clave del golpe de Estado de nuevo estilo es que hay un papel explícito y necesario de las fuerzas armadas en el diseño y ejecución del golpe. El presidente constitucional, así derrocado, no es restaurado a su puesto. La otra clave del golpe de nuevo estilo es que un militar no asume la presidencia. En Ecuador, fue el vicepresidente; en Honduras y Bolivia, un líder parlamentario. En los tres, asciende a este posición un civil según los procedimientos que establecen de antemano la Constitución y las leyes.

Esa salida constitucional, grata señal del peso internacional adquirido en América Latina por la norma democrática no debe ser motivo de fiesta. En Ecuador, Honduras y Bolivia hubo golpes, y en este último país se produjo una doble interrupción democrática –el fraude electoral primero, el golpe después. La defensa de la democracia requiere impedir cualquier futura participación militar en derrocamientos de presidentes elegidos, según la Constitución, en elecciones libres y competitivas.