Un hombre camina al lado de un graffiti que dice "Liberar a Grecia de la prisión europea" en Atenas, junio de 2015. Angelos Tzortzinis/AFP/Getty Images
Un hombre camina al lado de un graffiti que dice "Liberar a Grecia de la prisión europea" en Atenas, junio de 2015. Angelos Tzortzinis/AFP/Getty Images

El país ha tomado una decisión en el referéndum de este fin de semana que es, como todas las anteriores, una decisión totalmente condicionada. Tanto como lo está su democracia.

El principal error del primer ministro griego, Alexis Tsipras, ha sido subestimar los límites que impone la globalización a la decisión soberana de los ciudadanos igual que lo hicieron políticos mucho más tradicionales durante sus primeros seis meses de Gobierno. Es fácil olvidar las palabras del presidente español, Mariano Rajoy, cuando, al terminar el Eurogrupo de marzo de 2012, afirmó que elevaría unilateralmente el objetivo de déficit: “No he consultado a los líderes europeos y a la Comisión se lo contaré en abril. No tengo que hacerlo. Es una decisión soberana de España”. El partido griego Syriza lo hubiera suscrito punto por punto.

Tsipras, Rajoy y tantos otros creían que sus países iban a partir mágicamente de cero sencillamente porque los votantes lo habían querido así. Olvidaban lo que habían firmado sus padres y sus abuelos desde los Acuerdos de Bretton Woods en 1944. A partir de entonces, los Estados han asumido lentamente una enorme cantidad de normas internacionales en las que cedían cada vez más soberanía a cambio de paz, estabilidad, prosperidad o fondos para la reconstrucción tras la II Guerra Mundial. Esas normas, impulsadas por la mayor potencia democrática de la historia de la humanidad, contenían irónicamente un triple déficit democrático.

Para empezar, se acordaban en foros de los que muy poco sabía o podía entender el ciudadano medio que recibiría después todo el impacto. Se practicaba así una suerte de despotismo ilustrado. En teoría, todo era demasiado complejo para que lo comprendiesen los votantes; en la práctica, sin embargo, se consideraba que los electores no eran capaces de discernir lo que realmente les convenía. En estas circunstancias, gran parte de los acuerdos comerciales nunca se sometieron al escrutinio público que merecían. Ellos -los negociadores, los expertos y, por supuesto, los lobistas de las empresas que los acompañaban- lo querían todo para el pueblo pero sin el pueblo.

El segundo déficit ya lo hemos vivido una y otra vez con Grecia a pesar de las ilusiones o esperanzas que infunde la decisión de ayer: la voluntad nacional de un país que no es una gran potencia suele ser doblegada. En los tratados internacionales que un gobierno tenga o no mayoría absoluta es mucho menos relevante que los recursos, la posición geoestratégica o las alianzas que teja a su alrededor para que otros defiendan también sus intereses. La globalización gira en torno al poder, no a la democracia. La globalización nos hace más prósperos pero, desde luego, no más iguales.

El tercer déficit radica en que es casi imposible romper unilateralmente un gran acuerdo transnacional. Las consecuencias resultan tan dañinas en términos de posibles indemnizaciones, prestigio internacional y castigo de los mercados que muy pocos se atreven a lanzar el órdago que lanzó Alexis Tsipras con el referéndum de este domingo. A pesar de eso, cabe preguntarse por qué un país tiene que cumplir un acuerdo prácticamente a perpetuidad aunque las circunstancias cambien o la sociedad se haya sentido engañada por los líderes que lo firmaron. Deberían existir más ventanas para una salida negociada y razonable, porque, de otra forma, nos enfrentamos a un divorcio violentísimo en cada ruptura.

 

Para quién trabajas

Además del triple déficit de las normas y los tratados, en esta globalización hay que tener muy en cuenta quiénes son y para quién trabajan los que los interpretan. La arquitectura de cuotas del Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial han puesto a estas instituciones bajo la fortísima influencia de los intereses y valores de Estados Unidos y de las viejas potencias europeas. Cualquier líder nacional que recurra a estos supuestos árbitros, comprenderá rápidamente que sus dictámenes están completamente escorados en una dirección, que puede favorecerle o no, pero que no tiene por qué reflejar el mandato de sus electores.

Un mujer pasea cerca de un graffiti en las calles de Atenas, junio de 2015, Louisa Gouliamaki/AFP/Getty Images

Las instituciones, además, se inclinan claramente por una de las partes cuando llegan los conflictos entre acreedores y deudores. Al contrario de lo que Keynes, uno de los grandes impulsores de los acuerdos de Bretton Woods, hubiera deseado, el deudor tiende a asumir el grueso de la responsabilidad y las críticas internacionales que denuncian una moral supuestamente vergonzosa, mientras los acreedores se presentan como inocentes empleados de banca frente a un cliente moroso.

La sociedad se ve obligada entonces a pagar una deuda inmensa mientras la posición financiera de los que les dieron los créditos encaja unas pérdidas ínfimas en comparación con los altísimos riesgos que corrieron libremente. Esto se convierte en un incentivo perverso que garantiza que la historia se repita una y otra vez. El dinero público ha acolchado el golpe de unos inversores privados que volverán muy pronto a la aventura seguros de que siempre podrán contar con la ayuda y las presiones de las instituciones internacionales.

¿Por qué ocurre todo eso? Los motivos son múltiples pero destacan entre ellos, primero, que los organismos buscan a veces recapitalizar a los bancos de los países que los controlan (como ocurrió con las entidades bancarias estadounidenses en Latinoamérica en los 80 y 90 y como acaba de ocurrir en Grecia con las entidades francesas y alemanas) y segundo, que ellos mismos se convierten en acreedores de los Estados que rescatan. Lógicamente, su principal prioridad es recuperar el dinero cuanto antes sin reparar en el sufrimiento o la mera opinión de la población.

Además, la propia filosofía de los programas de ajuste supone una invasión de la soberanía de los Estados que necesitan la financiación hasta el punto de que son los acreedores quienes empiezan a tomar parte de las decisiones que deberían corresponder a los líderes electos. El Fondo Monetario Internacional no se limita, como haría un banco con una empresa o un particular, a exigir la devolución del crédito a un plazo. Impone también qué subsidios debe recortar el país, cuáles son las relaciones laborales que deben existir entre empresa y trabajador y qué empresas públicas hay que vender al inversor privado. La sensación de humillación es muy previsible: ¿Acaso no nos sentiríamos humillados nosotros si el banco nos impusiese dónde vivir, qué pareja nos conviene, cuántos hijos tener y qué coche debemos comprar?

  

Sin disfraces

Otro problema de las instituciones es que defienden una agenda ideológica aunque disfracen sus informes de tecnicismos. Esos principios (ayer los keynesianos y hoy los del consenso de Washington) pueden coincidir o no con los de la población de muchos países que se va a ver afectada directamente.

Esto no es nuevo. El primer crédito del futuro Banco Mundial en 1947 se lo concedió a Francia bajo la condición de que los comunistas salieran del Gobierno inmediatamente, algo que aceptaron para evitar aún más dolor a un país devastado por las bombas y el hambre. Grecia dispone ahora de más oxígeno del que tenía Francia tras acabar la guerra y quizás por eso lo que se ha perseguido con la campaña de relaciones públicas del Eurogrupo y el frenazo de parte del apoyo del BCE ha sido animar a los griegos a derrocar al Gobierno.

Como respuesta a un contexto tan desigual, los Estados relativamente pequeños o que perdían peso en la esfera internacional se lanzaron a buscar alianzas o a sumarse a las de otros. La Unión Europea, que fue probablemente la más exitosa, representa bien una de las grandes ironías y paradojas de la globalización: para evitar que la voluntad de las grandes potencias y las instituciones internacionales doblegase la de un país, éste se veía obligado a ceder parte de su soberanía a otras instituciones internacionales que también podían doblegarlo.

Aquí no había alternativa, porque la globalización y el proyecto europeo se empezaron a considerar un destino inevitable. Eran ideologías que aseguraban conocer el futuro, el sentido profundo de la historia, igual que tantas otras concepciones políticas y religiosas antes que ellas. La globalización y Europa encarnaban el progreso; lo demás era retraso, ceguera, provincianismo y remar en contra de una realidad que se terminaría imponiendo. Por eso resultaba absurdo que Grecia no entrase en el club aunque incumpliese las condiciones y por eso ha sido absurdo hasta ahora que pudiera abandonarlo.

Esa sensación de inevitabilidad, el obvio poder de las instituciones internacionales y las grandes potencias, el creciente papel de los inversores extranjeros y la velocidad a la que pueden abandonar los capitales un país si no se cumplen unas condiciones determinadas, todo ello junto, llevaron a los partidos políticos a reducir el menú de lo que les ofrecían a sus electores. Las formaciones de derecha e izquierda se hicieron, de un modo parecido a lo que ocurrió durante la globalización que culminó con las guerras mundiales, relativamente intercambiables. Fue entonces cuando en algunos países surgieron movimientos populistas que prometieron romper la baraja y destruir el orden internacional que los subyugaba.

El surgimiento de Syriza tiene, por lo tanto, cuatro orígenes: el hartazgo de los griegos con un sistema internacional que los somete a una miseria que ellos mismos sembraron con malas políticas, la erosión de las diferencias de partidos de izquierdas y derechas que ya sólo aspiran a la alternancia, la inflexibilidad de unas instituciones europeas y globales que defienden la imposición de medidas y programas de ajuste sin creer que los derechos de la población valen tanto como los de los acreedores y las grandes potencias y, en cuarto lugar, la presunción de una formación política que prometió lo que Alexis Tsipras o el hasta hace solo unas horas ministro de Finanzas griego, Yanis Varoufakis, sabían que nunca podrían cumplir porque no dependía de ellos.

Cuando miramos con preocupación el ascenso del populismo de extrema izquierda y extrema derecha solemos olvidar una lección muy reciente. Las fuerzas globalizadoras no sólo han limitado el poder de los tiranos sobre la sociedad, sino también el poder de decisión de las sociedades libres sobre su futuro. Los acreedores y las instituciones extranjeras derriban igualmente dictaduras y gobiernos electos. Por eso, no sabemos si la historia tiene sentido, pero sabemos a ciencia cierta que es irónica. Extremadamente irónica.