Un niño camina entre las tiendas de un campo en el distrito de Kaxda. Mohamed Abdiwahab/AFP/Getty Images)

El estado de guerra crónico está impidiendo tomar medidas eficaces contra la sequía y la crisis humanitaria que se prolongan desde hace tiempo en Somalia. Se calcula que 6,2 millones de personas —la mitad de la población del país— están en situación de necesidad extrema; más de tres millones, en situación de “crisis” o “emergencia”.

La historia está a punto de repetirse de manera trágica. Una vez más, Somalia, devastada por la guerra, se enfrenta al hambre generalizada, solo seis años después de que una hambruna causada por el hombre acabara con las vidas de 250.000 personas, en su mayoría niños, y 25 años después de que otra matara a 300.000, una tragedia que provocó una intervención de Estados Unidos y la ONU sin la que habrían fallecido muchos más. Aunque la reacción del Gobierno y la comunidad internacional ha sido relativamente rápida y las labores de socorro han estado mejor coordinadas (en parte, gracias a las lecciones aprendidas en la hambruna de 2011), muchos de los obstáculos y las limitaciones de antes siguen vigentes. Los somalíes están muriéndose de hambre porque no reciben suficiente dinero y porque la dificultad de acceso y la inseguridad impiden la entrega de la ayuda; y, sobre todo, porque la guerra crónica ha destruido sus ahorros y su capacidad de afrontar las sequías periódicas. El Gobierno y sus socios internacionales deben resolver estos obstáculos inmediatos y esforzarse más en estabilizar el país antes de que llegue una nueva hambruna en un futuro no muy lejano.

El epicentro de la crisis humanitaria actual es el mismo de 2011, el sur y el centro del país, donde los ataques de Al Shabaab, un grupo rebelde islamista violento, y las guerras localizadas entre clanes han agravado los efectos de la sequía, menoscabado la agricultura de subsistencia y la producción de cereales y provocado una inflación y un aumento de los precios de los alimentos desastrosos. Además de desplazamientos masivos de personas. También sufren enormemente varias zonas en el norte de Puntlandia y Somalilandia, pero la situación no es tan desesperada como en el sur.

Se necesita urgentemente más ayuda internacional, pero eso no bastará. Una de las causas fundamentales de la crisis son las restricciones que impiden el acceso de la ayuda, por la violencia y la inseguridad provocadas por Al Shabaab, el aumento de los controles en las principales rutas de abastecimiento, los impedimentos burocráticos y las enormes comisiones ilícitas que dificultan el paso e incrementan los costes. Los líderes y clérigos de la comunidad musulmana deberían tratar de convencer a Al Shabaab para que permita el acceso a las zonas bajo su control. Pero las restricciones también son responsabilidad de las milicias de los clanes y las tropas descontentas del Gobierno y los estados federales, que practican un comportamiento depredador y suelen levantar barreras en las carreteras más importantes para exigir dinero.

Es necesario que el Gobierno federal y los estados también ejerzan presiones, mediante negociaciones con las milicias, siempre que sea posible, y recurriendo a opciones militares para desmantelar los controles y proporcionar escoltas armadas a las caravanas de ayuda en caso necesario. Además, deben relajar los impedimentos oficiales y la burocracia, que también dificultan el acceso. Y, asimismo, tienen que ayudar al inmenso número de personas en situación vulnerable que están trasladándose en áreas remotas y, en particular, acabar con la violencia sexual generalizada en los campamentos de desplazados. Todas estas medidas son importantes, pero, para ir más allá de los paliativos y alcanzar una solución más duradera, el Gobierno tiene que abordar el propio conflicto, que es el principal factor y detonante de esta catástrofe humanitaria continuada, y, para ello, debe mejorar la gobernanza, tomar medidas que faciliten el reparto de poderes y recursos entre la Administración central y los estados en una constitución permanente y promover la reconciliación nacional entre los clanes.

Guerra, sequía, desplazamiento, prohibición de acceso y hambre

Desde el derrumbamiento del Estado central en 1991, Somalia ha sufrido varias crisis humanitarias agudas, de distinta intensidad, y dos grandes hambrunas, en 1992-1993 y en 2011-2012. Una mezcla de guerra prolongada y problemas climáticos y medioambientales ha hecho que el país sea muy vulnerable a hambrunas periódicas a gran escala.

La causa inmediata de la crisis actual es la amplia y prolongada sequía debida a dos años consecutivos de falta de lluvias en los periodos de Deyr (octubre-diciembre) y Gu (abril-junio). El resultado es una crisis humanitaria sin precedentes que ha ido agudizándose desde 2011. La agricultura de subsistencia en los valles de los ríos Shabelle y Juba prácticamente ha desaparecido; los precios de alimentos básicos como los cereales y las legumbres (maíz, sorgo y judías) se han duplicado; millones de animales han perecido. La deforestación (en parte alimentada por el comercio de carbón), la erosión del suelo y la disminución del caudal de agua en los tres grandes ríos —Shabelle, Janale y Juba— han causado un grave deterioro de la agricultura de subsistencia en sus fértiles cuencas. Además, los somalíes achacan la insuficiente producción local de  los cereales secundarios tradicionales al hecho de que hombres de negocios vinculados a los clanes más poderosos se han apoderado de las tierras y han cambiado a cultivos que dan dinero rápido, como los limones y las semillas de sésamo, sobre todo en el Bajo Shabelle.

Voluntarios dan lecciones de sanidad a los desplazados internos que viven en campos. (Tony Karumba/AFP/Getty Images)

En muchos centros urbanos del sur y el centro de Somalia, la comida es cada vez más escasa y solo está disponible a unos precios que los desplazados internos (DI) y los que son pobres no pueden permitirse. Para no perjudicar más el mercado regional (con alimentos gratuitos que disuadan a los agricultores de plantar más cosechas) y en busca de más eficacia, varias organizaciones de ayuda, como la norteamericana USAID, la británica UKAID y la francesa ACF (Action Contre la Faim) han empezado a enviar pequeñas sumas de dinero directamente a las familias necesitadas a través del móvil.

Las condiciones de sequía no van a mejorar. A pesar de que en abril comenzaran las lluvias de Gu en algunas partes del país, los expertos predicen que la sequía aún va a prolongarse. Alrededor de 6,2 millones de personas necesitan ayuda urgente, y casi 600.000 han tenido que dejar sus hogares desde noviembre de 2016. La mayoría de ellos viven en campamentos provisionales en Baidoa y Mogadiscio, y están cada vez más desesperados. El hacinamiento y la falta de instalaciones sanitarias favorecen enfermedades infecciosas como el cólera y el sarampión. En algunos campos, unos “porteros” que se hacen pasar por los “ancianos” del lugar están empezando a impedir las entregas de ayuda y a cobrar sobornos. También hay cientos de miles de personas que ya han sufrido desplazamientos anteriores y viven precariamente en los pueblos y ciudades más grandes.

Lo que impide una respuesta más eficaz y sostenida a esta emergencia humanitaria no es el azar ni la naturaleza. Es la guerra irresoluble que experimenta Somalia desde los 90. Aunque las organizaciones de ayuda ya han podido llegar casi a dos millones de personas en situación vulnerable, siguen afrontando tremendos obstáculos a la hora de intentar cumplir su objetivo de llegar a 5,5 millones, porque muchas zonas son inaccesibles e inseguras.

Los controles de Al Shabaab y la prohibición de acceso

Al Shabaab tiene una presencia militar activa en gran parte del sur del país, la zona más afectada por la sequía, y sus actuaciones violentas y desestabilizadoras son el mayor impedimento para la entrega de ayuda a las víctimas. El grupo lanza ataques periódicos y mortales contra las tropas de la Misión de la Unión Africana en Somalia (AMISOM), el Gobierno federal y los estados federales, sitúa “controles de seguridad” en las grandes rutas y emplea una serie de tácticas coercitivas para impedir que la gente se vaya y que las organizaciones de ayuda tengan acceso a esas zonas.

La relación de Al Shabaab con las organizaciones humanitarias que trabajan en el sur y el centro de Somalia es tensa y compleja, y no siempre fue hostil. Antes de la hambruna de 2011, varios de sus altos jefes, especialmente Mukhtar Robow, cultivaban una relación cordial con las ONG, les concedían un acceso limitado tras el pago de “comisiones” y usaban su influencia para garantizar la liberación de los trabajadores humanitarios secuestrados.

Sin embargo, la hambruna de 2011 coincidió con dos importantes traspiés para Al Shabaab: primero, una gran ofensiva de la AMISOM que arrebató en rápida sucesión varios bastiones urbanos al movimiento; segundo, un aumento de los ataques de Estados Unidos con drones y fuerzas de operaciones especiales contra sus jefes supremos. Al Shabaab, en un estado cada vez mayor de paranoia, cortó relaciones con las organizaciones extranjeras y sus socios locales, les acusó de espionaje y les prohibió que entraran en su territorio.

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Niños y mujeres caminan hacia la distribución de comida en el distrito de Kaxda. (Mohamed Abdiwahab/AFP/Getty Images)

En febrero y marzo de 2017, numerosas familias afectadas por la sequía empezaron a dejar espontáneamente las zonas controladas por Al Shabaab en Bay y Bakool, además de los valles de los ríos Shabelle y Juba, y fueron en busca de ayuda a los territorios controlados por el Gobierno federal y los estatales. Eso hizo pensar a algunos que el grupo yihadista quizá estaba suavizando su postura respecto a la ayuda exterior, tal vez por la gravedad de la situación y las críticas que había recibido cuando bloqueó la ayuda de occidente durante la hambruna de 2011. Las especulaciones resultaron infundadas. Al Shabaab impidió el éxodo por la fuerza y organizó su propia ayuda a las comunidades hambrientas, probablemente por su enorme sensación de inseguridad y vulnerabilidad: comprendió que el abandono en masa de la población dejaría la zona más expuesta a ataques tanto aéreos como terrestres.

Hoy, Al Shabaab sigue teniendo en su poder a las víctimas de la sequía cuando impide el acceso a las organizaciones internacionales, el Gobierno y las ONG locales, a pesar de que los territorios que controla en el sur y el centro de Somalia están entre los más afectados. Aún peor, las personas a las que se encuentra en posesión de alimentos y artículos donados por occidente corren peligro de ser detenidas. Uno de esos incidentes se produjo en la ciudad de Waajid (región de Bay), en abril: Al Shabaab arrestó a un grupo de personas que transportaban alimentos en carros tirados por burros, prendió fuego a la comida e hizo público un edicto en el que advertía que no se aceptaran limosnas de los “cruzados y los apóstatas” (en referencia a los extranjeros y el Gobierno somalí). No se sabe qué suerte corrieron los detenidos. Pero este incidente y el atentado cometido en abril con un artefacto explosivo improvisado (IED en inglés) contra un convoy del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, en el distrito KM-3 de Mogadiscio, indican que Al Shabaab quizá pretende emplear la violencia para trastocar las operaciones de ayuda.

No obstante, Al Shabaab ha intentado aplacar a sus detractores y cortar el éxodo de personas que huyen del hambre y la escasez de agua en las zonas que controla. Con ese fin, ha puesto en marcha recientemente su propia campaña de ayuda para proporcionar ganado, alimentos, agua e incluso dinero —recaudado a base de donaciones forzosas de empresas y personas en todas las ciudades somalíes— a los somalíes afectados por la sequía. Ahora bien, aunque es difícil evaluar su eficacia, es evidente que Al Shabaab no puede resolver una hambruna de tales dimensiones por su cuenta, y cualquier especulación de que el grupo pueda estar dispuesto, mediante negociaciones, a abrir las zonas que controla a las organizaciones de ayuda parece, como mínimo, muy prematura. En cualquier caso, sus grandes retrocesos militares desde 2011 y la implacable campaña de drones de Estados Unidos contra sus dirigentes lo han vuelto más radical y más desconfiado de las organizaciones occidentales.

Tampoco se han cumplido las esperanzas de que Al Shabaab pudiera ser más benévolo con las organizaciones de ayuda musulmanas. Su hostilidad respecto a las labores de ayuda internacionales ya no distingue entre las ONG occidentales y las musulmanas; para el grupo, el personal y las instalaciones de Turquía y Emiratos Árabes Unidos son blancos legítimos. Siempre que no haya un drástico deterioro en los próximos meses y pueda seguir conteniendo la crisis alimentaria con su ayuda paralela y el uso de la fuerza, y siempre que no haya un número de muertos excesivo en sus territorios, lo más probable es que Al Shabaab siga rechazando los llamamientos al diálogo y las peticiones de acceso de las organizaciones humanitarias.

Conflicto entre clanes: inseguridad, controles y la prohibición de acceso

Al Shabaab no es el único elemento armado y no estatal cuyas acciones repercuten directamente en la crisis humanitaria. Hay zonas del país que siguen atrapadas en conflictos no resueltos entre clanes. Las tensiones suelen agudizarse en épocas de sequía, cuando se producen desplazamientos masivos de personas y ganado a través de los “límites” tradicionales del clan en busca de agua y pastos. Entonces suelen resurgir las disputas antiguas entre los clanes, que a veces provocan choques esporádicos, de baja intensidad, entre las respectivas milicias. Esta situación se da especialmente en las regiones de Sool y Sanaag (norte de Somalia), así como en Hiiraan, Galgadud, Bajo Mudug y Shabelle Medio, en el sur y el centro del país. En los dos últimos años, varios enfrentamientos en la disputada ciudad de Galkacyo, en el norte de Somalia, ha desencadenado un desplazamiento masivo, se calcula que de entre 75.000 y 100.000 personas, y una crisis humanitaria.

Las reclamaciones y los conflictos entre clanes suelen producirse en zonas con límites regionales disputados y en otras que disponen de recursos como el agua y las infraestructuras (sobre todo carreteras, así como aeropuertos y puertos marítimos). Antiguamente, los ancianos tradicionales hacían de mediadores y lograban treguas temporales entre los clanes. Ahora, algunos estados federales creados en los últimos tiempos han reducido el papel de los ancianos con el fin de controlar la reconciliación y las labores de paz en sus territorios (y para atraer el dinero de los donantes con esa excusa), pero no han reproducido los mecanismos creíbles y eficaces que son necesarios para gestionar los conflictos por los recursos, en especial los pozos y los embalses. En muchos casos, las milicias depredadoras y criminales y diversos elementos descontrolados de las fuerzas de seguridad de los estados federales aprovechan esos conflictos locales e instalan controles en las principales carreteras para exigir dinero a cambio de dejar pasar.

Los abusos cometidos contra los desplazados internos y las comunidades vulnerables

Muchos personajes somalíes se aprovechan de los DI y de otros que no están protegidos por los clanes, se benefician de las condiciones de grave necesidad e incluso ayudan a perpetuarlas. Entre ellos están presuntos líderes que afirman representar a esas comunidades y también criminales. Asimismo esas personas corren peligro de caer en manos de funcionarios corruptos que las explotan, aunque, hasta el momento, no se ha informado de que haya habido casos de corrupción relacionados con la campaña de ayuda actual. Como mínimo, la comunidad de donantes debe prestar más atención a las organizaciones de la sociedad civil y las instituciones que luchan contra la corrupción en el país. Si no es posible pedir responsabilidades a los líderes sospechosos de corrupción en la propia Somalia, habría que pensar en la posibilidad de que los enjuicien los gobiernos de países con los que tengan la doble nacionalidad.

Una mujer y un niño desplazados de nuevo sentados en la puerta de su tienda en el campo del distrito de Kaxda (Mohamed Abdiwahab/AFP/Getty Images)

Los DI, tanto nuevos como viejos, viven, en su inmensa mayoría, en campamentos provisionales que se levantan en pueblos y ciudades. Dado que las oportunidades de trabajo son pocas o ninguna, suelen vivir de las remesas que les envían sus parientes en el extranjero y la ayuda internacional. En algunos campos, los llamados porteros, que se hacen pasar por los ancianos del grupo, manipulan las entregas de ayuda y exigen mordidas. Además, muchos desplazados internos se enfrentan a malos tratos a manos de enviados del Gobierno y privados, que suelen tener relación con las autoridades, los empresarios y las milicias locales. Las palizas y las violaciones son habituales. Ser conscientes de esta dinámica permitiría a las organizaciones de ayuda investigar las acusaciones de abusos, orientar la ayuda, más que hacia las comunidades, directamente hacia las personas y las familias —sobre todo mediante transferencias de dinero— y, de esa forma, mitigar el poder que ejercen los funcionarios depredadores y los guardianes privados sobre las comunidades más vulnerables.

La violencia contra las mujeres

Somalia es uno de los países más inhóspitos para las mujeres, y esa situación se agrava por el hambre, las guerras y los desplazamientos masivos. Después de la última sequía, y a falta de datos precisos, las informaciones disponibles indican que las violaciones y otras formas de violencia sexual están muy generalizadas. Corren especial peligro las niñas y mujeres que viven en los campos de desplazados y las que han huido a pie de los pueblos golpeados por el hambre en las regiones más remotas. Para afrontar este problema, el Gobierno ha desplegado en los campamentos más efectivos de policía y personal dedicado especialmente a la protección de las mujeres. Pero es necesario hacer más. En particular, el Parlamento debería aprobar leyes más estrictas que penalicen la violación y acaben con la costumbre (derivada de las tradiciones xeer) de resolver estos casos mediante negociaciones entre clanes que suelen incluir una compensación para la víctima, generalmente en forma de oferta de matrimonio.

Esta situación es un síntoma de un problema mucho más amplio. Aunque lo más urgente es instaurar medidas para acabar con la violencia sexual en los campos de DI y modificar las leyes sobre la violación, para que haya una solución duradera es necesario que el Gobierno federal de Somalia se esfuerce en promover e institucionalizar una mayor protección para las mujeres. Los parlamentarios recién elegidos —63 mujeres en un total de 283— tienen una oportunidad histórica para imponer cambios en este aspecto.

Reacción internacional

Los donantes y las organizaciones humanitarias, incluida la ONU, estuvieron más preparadas y fueron más rápidas a la hora de responder a los avisos de principios de 2017 sobre la hambruna que se avecinaba. La ONU calcula que, desde enero, el llamamiento humanitario para ayudar a Somalia ha recibido “unos niveles sin precedentes de dinero”, casi 600 millones de dólares recaudados en donaciones directas o promesas de donaciones. A principios de marzo, Naciones Unidas puso en marcha una campaña para obtener 825 millones de dólares. Aunque no hay cifras claras, en las últimas semanas se ha cubierto en gran parte la financiación que faltaba, sobre todo gracias a compromisos importantes de Reino Unido, Japón y Alemania. Turquía y EAU también han intensificado sus operaciones de ayuda, normalmente al margen del sistema de la ONU. Las campañas de #TurkishAirlinesHelpSomalia y #LoveArmyforSomalia en las redes sociales obtuvieron el apoyo de muchas celebridades internacionales, contribuyeron a llamar la atención sobre la crisis alimentaria y recaudaron más de un millón de dólares. Turkish Airlines ya ha hecho realidad su compromiso y ha llevado 60 toneladas de ayuda humanitaria a Mogadiscio. Más recientemente, parece que una campaña del Creciente Rojo de Emiratos recaudó 45 millones de dólares para mitigar las consecuencias de la sequía. En conjunto, está en marcha una operación de ayuda emergencia gigantesca en la que participan numerosas ONG locales e internacionales.

Las mejoras en la coordinación y la gestión de las operaciones humanitarias reflejan, en parte, las lecciones aprendidas en la hambruna de 2011. El Grupo de trabajo para el acceso establecido en 2015 por las organizaciones de ayuda que trabajan en Somalia, para negociar la llegada con las diferentes autoridades y minimizar los trámites burocráticos, ha permitido tener unas condiciones más favorables para el reparto de la ayuda. No obstante, los resultados varían enormemente de una región a otra: hay mejores resultados en la mayor parte del noreste y el noroeste y peores en el centro y el sur.

La respuesta nacional

Hasta ahora, el presidente Mohamed Abdullahi Mohamed “Farmajo” y su Gobierno han mostrado sólidas dotes de liderazgo ante la emergencia causada por la sequía. El presidente convocó una reunión de todos los interesados en Mogadiscio pocos días después de su elección, a finales de febrero, y asignó al primer ministro, Hassan Kheyre, la responsabilidad del esfuerzo oficial. El Gobierno creó un Ministerio de Asuntos Humanitarios y un Comité Nacional para la Sequía encargado de coordinar todas las tareas de ayuda en la capital y en los estados federales, unas medidas bien recibidas por los donantes y las organizaciones humanitarias, a pesar de ser conscientes de que el Ejecutivo, en la actualidad, no tiene ni la capacidad ni el dinero necesarios para hacer mucho más que coordinar.

Niño alimentado por su madre en el hospital regional de Baidoa. (Tony KarumbaAFP/Getty Images)

También han contribuido otros actores. En un gesto simbólico, el Parlamento federal de Somalia donó al comité para la sequía el 50% de las tasas de inscripción de los candidatos a la presidencia, hasta un total de 360.000 dólares. Asimismo, se ha pedido a los estudiantes que donen un mínimo de 10 dólares cada uno. Los ciudadanos particulares están contribuyendo. Las empresas y los hombres de negocios han hecho aportaciones significativas. El esfuerzo local más destacado ha sido la campaña Caawi Walaal, emprendida por activistas somalíes locales y en la diáspora, que ha recaudado miles de dólares y cuyos voluntarios llevan agua y comida a los rincones más remotos del país, inaccesibles para las organizaciones tradicionales.

Qué hace falta

Con la amenaza inminente de la hambruna, es necesario que los donantes proporcionen urgentemente más fondos. Dado que la crisis está agravada en gran parte por el aumento de los precios de los alimentos —muchas familias se mueren de hambre mientras los mercados rebosan alimentos importados—, las organizaciones de ayuda deben intensificar las transferencias de pequeñas sumas de dinero a esas familias a través de los teléfonos móviles. Pero esas medidas, si bien son necesarias, serán poco más que unos paliativos (fundamentales) mientras no se tomen al mismo tiempo otras contra las causas artificiales de la crisis. Se deben derribar los controles de carretera. El Gobierno federal y los de los estados, con el apoyo de los ancianos de los clanes, deben dialogar con las milicias que erigen constantes controles en las carreteras cruciales para el reparto de la ayuda a las víctimas de la sequía. Si fracasan esas negociaciones, las autoridades legítimas deben explorar la opción de actuar militarmente para desmantelar esos controles y proporcionar escoltas armadas a las caravanas de ayuda. También hay que suavizar las restricciones burocráticas. La Administración y los estados deben colaborar con el Grupo de trabajo para el acceso con el fin de suavizar las restricciones y la burocracia que dificultan las operaciones humanitarias. Se deben tomar medidas drásticas contra los delitos de violencia sexual generalizada en los campamentos de personas desplazadas; para ello, deben reforzar las labores de policía e incluir a más mujeres entre los agentes. Hay que abordar las raíces del conflicto crónico. A la hora de la verdad, buscar una solución para las guerras crónicas que sufre Somalia es la única forma de afrontar de forma sostenible la amenaza constante de la inseguridad alimentaria y la hambruna. Para ello será necesario, como mínimo, que tanto el Gobierno federal y como los estatales, con el apoyo de los donantes, luchen contra la corrupción a gran escala y empiecen a proporcionar servicios públicos, en especial la seguridad, que culminen las negociaciones constitucionales sobre el reparto de poder y autoridad y que reanuden el estancado proceso de reconciliación nacional entre los clanes somalíes.

El artículo original ha sido publicado en International Crisis Group.  

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia