¿Puede ganarse una guerra cuando el enemigo es un pobre niño rico de Nigeria y el frente se extiende desde Islamabad a Detroit? ¿Puede llamarse “batallas” a las muertes de decenas de civiles una mañana de mercado o al bombardeo de una boda? ¿Tiene sentido en estas circunstancias hablar de victoria? Llámesele como se quiera, la guerra contra el terrorismo –asimétrica, global, mediática, librada por actores no estatales y no disuadibles– ha impuesto un incómodo cambio de mentalidad. Estados gamberros o fallidos, armas inteligentes, combatientes enemigos, estrategia de salida, guerra preventiva… son algunos términos nuevos para un fenómeno nuevo: la lucha de un Occidente postimperial contra el caos.

Clausewitz escribió: “Todo ataque que no conduzca directamente a la victoria debe terminar inevitablemente en defensa”. ¿No es eso en el fondo la guerra contra el terror? ¿Qué hacer cuando una operación concebida como quirúrgica –entrar, desarmar a los malos y salir (recuerden aquello de “impacto y pavor” de la invasión de Irak)– deviene en la quimera de construir una nación o el terrorista suicida es elevado a la categoría de insurgente?

La Europa postmoderna ha renunciado al uso de la fuerza. La soberanía de los Estados ya no es un absoluto. Las guerras entre ideologías han dejado de existir, y las de principios, como la actual –la libertad contra el fanatismo religioso–, tienen el peligro de convertirse en una trampa diabólica: la de matar a quienes queremos salvar.

En el gran duelo de estos comienzos del siglo XXI las lecciones del pasado apenas sirven. La Gran Guerra llevó la revolución industrial a los campos de batalla. Cientos de miles de soldados murieron en ofensivas que apenas movían el frente unos kilómetros. Se creyó que iba a ser la última. Pero llegó 1939 y la guerra se hizo total. La democracia venció al fascismo y entonces estalló la guerra fría contra el totalitarismo soviético. Una contienda esencialmente de propaganda librada por Estados Unidos y la URSS, cuyas batallas se dirimían en la periferia. El equilibrio de poder entre los Estados dio paso al equilibrio de terror entre las dos únicas superpotencias: su seguridad dependía de su vulnerabilidad. Nadie podría cantar victoria en un enfrentamiento nuclear.

Hubo otras batallas y otros errores –Suez, Vietnam–, conflictos coloniales para restaurar un viejo orden imposible; intervenciones necesarias, como en Bosnia o en Kosovo para frenar el nacionalismo étnico, y neutralidades cómplices y culpables, como en el genocidio de Ruanda. Y también guerras de interés, como la primera del Golfo, para evitar el control del petróleo de la región por Sadam. Aquella victoria iba a servir para inaugurar un nuevo orden. El viejo acababa de desaparecer con la caída del Muro de Berlín.

Pero la oportunidad se perdió y, paradójicamente, después de tanto éxito entró en crisis el concepto mismo de progreso. Vino el 11-S y la guerra dejó de estar sólo en la zona del caos. Los terroristas la llevaron a Nueva York, a Washington, a Madrid, a Londres, a Bombay… El teatro de guerra se ampliaba como nunca antes. ¿Dónde luchar ahora? Los neocons decidieron ir a la “raíz del mal”. Primero en Afganistán y, después, cansados de bombardear arena –una topografía imposible anula la ventaja tecnológica– en Irak, al fin un Estado con fuerzas, objetivos e infraestructuras convencionales, un lugar perfecto para ensayar un cambio de régimen que sirviera de primera piedra a un nuevo orden en el mundo árabe y musulmán. En el frente interior, su sueño de la seguridad total puso a la Constitución americana y a las sociedades liberales contra las cuerdas.
¿Y contra quién? El terrorismo dejó hace mucho tiempo de ser el arma de los pobres. La mayoría de los terroristas islamistas identificados, muertos o buscados, son hijos de millonarios, profesionales de clase media y estudiantes universitarios, con la experiencia de haber vivido en capitales europeas. Hombres con acceso a la última tecnología y a las armas poderosas, cuyas organizaciones tienen algunas características de una empresa multinacional.

En A History of Terrorism, Walter Laqueur escribe: “Los terroristas tendrán que ser constantemente innovadores. Ellos son en algunos aspectos los actores del superespectáculo de nuestros tiempos”. Y sus actos serán más y más amplificados por una galaxia de medios decididos a no perderse ni una brizna de emoción popular –con toda su carga de perplejidad, ansiedad y demagogia– y transmitir de forma cada vez más instantánea los horrores del día, tanto desde el frente como desde la retaguardia. Nunca antes tantos reporteros acudieron a cubrir una guerra como en Irak en 2003. Sin embargo, la noticia del conflicto –las torturas de Abu Ghraib– la dio un tipo armado únicamente con un teléfono, que apenas salió de su despacho.

El terrorismo global yihadista no durará siempre, pero va a marcar a una generación. El presidente Obama afirmó en Oslo que “ninguna negociación puede convencer a los líderes de Al Qaeda para que entreguen las armas”, y recordó que, en ocasiones, “el uso de la fuerza no es sólo necesario sino que está moralmente justificado”. Tiene razón. Aún hay guerras justas pero, ¿reconoceremos la victoria?