Una guerra fallida no es una guerra perdida, equivocada, inacabada o no concluyente. Algunas pueden entrar en varias de estas categorías —Irak en casi todas—, pero los conflictos armados fallidos son aquellos cuyo resultado genera más inestabilidad en los territorios donde se libraron —que lejos de dejar de ser Estados fallidos vuelven a acercarse peligrosamente a esta categoría—, que no resuelven los objetivos para los que se emprendieron y que aumentan la inseguridad del entorno. Desde Clausewitz se diferencia claramente entre el fin militar (Ziel) y el fin político (Zweck) de toda guerra. Se puede perder militarmente y ganar políticamente, como le ocurrió a Sadat en la contienda del Yom Kippur en 1973. En Líbano, le ha bastado a Hezbolá con aguantar en el terreno militar para salir victoriosos en la batalla política. Está por ver si el país de los cedros, que estaba en vías de recuperación antes del ataque israelí —desproporcionado y provocado por Hezbolá—, no vuelve a fracasar como Estado. Pero al considerar un conflicto como fallido, sólo podemos verlo desde el punto de vista político, aunque en el fracaso haya contado la manera en que se libró en el ámbito militar.

Las intenciones en el origen de la guerra de Líbano siguen sin estar claras. Lo único evidente es que Hezbolá se preparó para ella durante los últimos seis años, e Israel, con ayuda de EE UU, la planeó durante meses antes del incidente —la captura de dos soldados israelíes— que la disparó. Es una guerra inacabada, al menos para Israel, y le corresponde a la comunidad internacional, y especialmente a los europeos que van a reparar los platos rotos por otros, encarrilar su terminación hacia la política sin revertir a la violencia. No se trata tanto de la imposible labor, para una fuerza extranjera multinacional, de desarmar por la fuerza a Hezbolá, sino de convertir a este grupo en un movimiento puramente político y social e integrar a sus combatientes en el Ejército regular libanés, como han hecho otras milicias en el país. Ése es uno de los objetivos europeos a medio o largo plazo, aunque no necesariamente de Estados Unidos e Israel.

De los últimos tiempos, la guerra fallida por excelencia es la de Afganistán. Se hizo contra un Estado fracasado del que se adueñó un grupo terrorista, Al Qaeda, y el país está hundiéndose de nuevo en esa condición. En realidad, y ahí está el problema de origen, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el objetivo de la Administración Bush en Afganistán fue muy limitado y con recursos también voluntariamente escasos: acabar con las bases de Al Qaeda en el país y desalojar a los talibanes del poder. Pero poco más. En vez de implicar a tropas propias en un número importante, se apoyó en diversos señores de la guerra locales. De aquellos polvos vinieron estos lodos. Posteriormente, la presencia militar creció, pero la realidad es que la coalición internacional, ahora con la fuerza internacional ISAF en labores de reconstrucción y con la OTAN en una posición cada vez más central, controla poco más que Kabul, y aún. Americanos y británicos se dedican a seguir la guerra contra Al Qaeda y los talibanes en las montañas. La convergencia entre ambas operaciones, la de Estados Unidos y la de la OTAN, que pretende Washington, puede acabar generando una grave contradicción. Es necesario aclarar esto y las reglas de enfrentamiento. Por su parte, el Ejército y la policía afganos de poco valen. En su mayoría no saben leer ni escribir. La persistente violencia ha obligado a cerrar muchas escuelas.

Se ha logrado hacer elecciones directas, pero el presidente Karzai está ahora en entredicho. La separación entre la población y el Gobierno va en aumento, y los afganos, que dieron la bienvenida a los invasores como libertadores, ahora miran con más recelo a las fuerzas extranjeras. La economía crece a un 10% anual, si bien partiendo de un nivel bajísimo. No llega la ayuda internacional en las cantidades prometidas una y otra vez, la última en la cumbre de febrero en Londres. Una parte se queda en el camino en manos de los intermediarios en un país sin sistema bancario y no llega al Ejecutivo.

En Líbano le corresponde a los europeos, que van a reparar los platos rotos por otros, encarrilar el fin de la guerra hacia la política sin revertir a la violencia

Afganistán ha vuelto a convertirse —los talibanes lo prohibieron— en uno de los mayores productores de opio del mundo. A la vez regresa la marea de la islamización del sistema. El Gobierno incluso planteó en julio restablecer el Ministerio de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio, gran invento talibán, mientras los preislámicos burkas de muchas mujeres no han desaparecido. Entretanto, los talibanes y Al Qaeda se han hecho fuertes en algunas zonas fronterizas con Pakistán, donde tienen prácticamente un santuario, y regresan con unidades mayores y mejores armas. Los combates van en aumento y ha entrado el terrorismo suicida que era ajeno a la cultura afgana. Una "expresión geográfica en busca de un Estado", lo define The Economist. Afganistán, de territorio desarticulado en el que no manda nadie, corre el riesgo de convertirse en agujero negro, muy lejos de ese "modelo de éxito para lo que podría ocurrir en Irak", que creyó ver Rumsfeld.

En Afganistán han fallado medios, estrategia y voluntades. En Líbano, el primero que se ha lanzado a la reconstrucción ha sido Hezbolá. La llegada de tropas internacionales, con Europa como columna vertebral, puede servir para serenar los ánimos. Pero parece que los europeos se especializan en recomponer los platos rotos por otros. No es quitarle importancia. Todo lo contrario.

Como siempre, estamos abiertos a sus comentarios.

 

Una guerra fallida no es una guerra perdida, equivocada, inacabada o no concluyente. Algunas pueden entrar en varias de estas categorías —Irak en casi todas—, pero los conflictos armados fallidos son aquellos cuyo resultado genera más inestabilidad en los territorios donde se libraron —que lejos de dejar de ser Estados fallidos vuelven a acercarse peligrosamente a esta categoría—, que no resuelven los objetivos para los que se emprendieron y que aumentan la inseguridad del entorno. Desde Clausewitz se diferencia claramente entre el fin militar (Ziel) y el fin político (Zweck) de toda guerra. Se puede perder militarmente y ganar políticamente, como le ocurrió a Sadat en la contienda del Yom Kippur en 1973. En Líbano, le ha bastado a Hezbolá con aguantar en el terreno militar para salir victoriosos en la batalla política. Está por ver si el país de los cedros, que estaba en vías de recuperación antes del ataque israelí —desproporcionado y provocado por Hezbolá—, no vuelve a fracasar como Estado. Pero al considerar un conflicto como fallido, sólo podemos verlo desde el punto de vista político, aunque en el fracaso haya contado la manera en que se libró en el ámbito militar.

Las intenciones en el origen de la guerra de Líbano siguen sin estar claras. Lo único evidente es que Hezbolá se preparó para ella durante los últimos seis años, e Israel, con ayuda de EE UU, la planeó durante meses antes del incidente —la captura de dos soldados israelíes— que la disparó. Es una guerra inacabada, al menos para Israel, y le corresponde a la comunidad internacional, y especialmente a los europeos que van a reparar los platos rotos por otros, encarrilar su terminación hacia la política sin revertir a la violencia. No se trata tanto de la imposible labor, para una fuerza extranjera multinacional, de desarmar por la fuerza a Hezbolá, sino de convertir a este grupo en un movimiento puramente político y social e integrar a sus combatientes en el Ejército regular libanés, como han hecho otras milicias en el país. Ése es uno de los objetivos europeos a medio o largo plazo, aunque no necesariamente de Estados Unidos e Israel.

De los últimos tiempos, la guerra fallida por excelencia es la de Afganistán. Se hizo contra un Estado fracasado del que se adueñó un grupo terrorista, Al Qaeda, y el país está hundiéndose de nuevo en esa condición. En realidad, y ahí está el problema de origen, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el objetivo de la Administración Bush en Afganistán fue muy limitado y con recursos también voluntariamente escasos: acabar con las bases de Al Qaeda en el país y desalojar a los talibanes del poder. Pero poco más. En vez de implicar a tropas propias en un número importante, se apoyó en diversos señores de la guerra locales. De aquellos polvos vinieron estos lodos. Posteriormente, la presencia militar creció, pero la realidad es que la coalición internacional, ahora con la fuerza internacional ISAF en labores de reconstrucción y con la OTAN en una posición cada vez más central, controla poco más que Kabul, y aún. Americanos y británicos se dedican a seguir la guerra contra Al Qaeda y los talibanes en las montañas. La convergencia entre ambas operaciones, la de Estados Unidos y la de la OTAN, que pretende Washington, puede acabar generando una grave contradicción. Es necesario aclarar esto y las reglas de enfrentamiento. Por su parte, el Ejército y la policía afganos de poco valen. En su mayoría no saben leer ni escribir. La persistente violencia ha obligado a cerrar muchas escuelas.

Se ha logrado hacer elecciones directas, pero el presidente Karzai está ahora en entredicho. La separación entre la población y el Gobierno va en aumento, y los afganos, que dieron la bienvenida a los invasores como libertadores, ahora miran con más recelo a las fuerzas extranjeras. La economía crece a un 10% anual, si bien partiendo de un nivel bajísimo. No llega la ayuda internacional en las cantidades prometidas una y otra vez, la última en la cumbre de febrero en Londres. Una parte se queda en el camino en manos de los intermediarios en un país sin sistema bancario y no llega al Ejecutivo.

En Líbano le corresponde a los europeos, que van a reparar los platos rotos por otros, encarrilar el fin de la guerra hacia la política sin revertir a la violencia

Afganistán ha vuelto a convertirse —los talibanes lo prohibieron— en uno de los mayores productores de opio del mundo. A la vez regresa la marea de la islamización del sistema. El Gobierno incluso planteó en julio restablecer el Ministerio de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio, gran invento talibán, mientras los preislámicos burkas de muchas mujeres no han desaparecido. Entretanto, los talibanes y Al Qaeda se han hecho fuertes en algunas zonas fronterizas con Pakistán, donde tienen prácticamente un santuario, y regresan con unidades mayores y mejores armas. Los combates van en aumento y ha entrado el terrorismo suicida que era ajeno a la cultura afgana. Una "expresión geográfica en busca de un Estado", lo define The Economist. Afganistán, de territorio desarticulado en el que no manda nadie, corre el riesgo de convertirse en agujero negro, muy lejos de ese "modelo de éxito para lo que podría ocurrir en Irak", que creyó ver Rumsfeld.

En Afganistán han fallado medios, estrategia y voluntades. En Líbano, el primero que se ha lanzado a la reconstrucción ha sido Hezbolá. La llegada de tropas internacionales, con Europa como columna vertebral, puede servir para serenar los ánimos. Pero parece que los europeos se especializan en recomponer los platos rotos por otros. No es quitarle importancia. Todo lo contrario.

Como siempre, estamos abiertos a sus comentarios. Andrés
Ortega