El país ha dado grandes pasos en la lucha contra el cambio climático, pero la reciente ley brasileña que modifica el Código Forestal puede suponer un gran retroceso. Al gigante latinoamericano aún le quedan muchas tareas verdes por cumplir en el terreno de la inversión en materia de innovación o los subsidios.

Brasil, cambio climático, Dilma
Mauricio Lima/AFP/Getty Images

Desde la celebración de la conferencia de Bali en 2007, Brasil, responsable de aproximadamente el 4% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI), viene desempeñando un rol prominente en las negociaciones climáticas. Aquel año, fue prácticamente el único país que trajo buenas noticias al anunciar un recorte del 14% en sus emisiones con relación al año anterior, resultado de la disminución de la deforestación de la selva amazónica. Esta tendencia se ha mantenido en los últimos cinco años.

En 2009, en la conferencia de Copenhague, Brasil fue el primer país en desarrollo en presentar objetivos de reducción de sus emisiones agregadas. Durante la reunión, el gigante latinoamericano dijo estar dispuesto a reducir entre el 36% y el 39% de sus emisiones con relación a la llamada curva Business as Usual (BAU), lo que, en términos absolutos, representaría una reducción de más del 20% en relación al año base de 2005. El anuncio se basó en una proyección de subida del PIB brasileño de un promedio de entre un 4% y un 6% hasta 2020, lo que, de momento, no parece muy factible. Eventualmente, eso ayudará al país a alcanzar las metas voluntarias anunciadas en Copenhague.

En la COP17, la conferencia del clima celebrada en Durban en diciembre de 2011, Brasil logró nuevos avances. El país desempeñó un importante papel diplomático, mediando entre el grupo BASIC –Brasil, Suráfrica, India y China–, la Unión Europea y Estados Unidos, con el fin de lograr, por primera vez, la aceptación (aunque genérica) de objetivos obligatorios para la reducción de emisiones en todos los países a partir de 2020. Brasil también consiguió negociar con éxito la supervivencia del Protocolo de Kioto y fijar el plazo de 2015 para alcanzar un nuevo acuerdo. En definitiva, tuvo un papel protagonista, algo que sorprendió a la mayoría de los observadores, quienes creían que Durban estaba destinada al fracaso.

En realidad, se puede aplicar la metáfora del “vaso medio lleno o medio vacío” a la COP17. Por un lado, se considera el vaso medio lleno porque se consiguió avanzar en términos de la gobernanza global, en medio del gran riesgo que supone el cambio climático y del complejo y confuso sistema de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC, en sus siglas en inglés). Por otro, el vaso está medio vacío dada la enorme brecha existente entre el conjunto de compromisos obligatorios (Anexo I del Protocolo de Kioto, actualmente limitado a la UE) y voluntarios, anunciados por los demás países en Copenhague y en Cancún. A ello se une la necesidad de mantener la concentración de los GEI en la atmosfera por debajo de los 450 partes por millón (ppm) de CO2 con el fin de poder tener mayour probabilidad de limitar el calentamiento global a los 2 grados centígrados en el siglo XXI, según el consenso científico del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, en sus siglas en inglés). De momento, sigue siendo enorme la brecha entre el potencial máximo de la diplomacia y el umbral mínimo de la ciencia.

En la actualidad, la atención se centra en la conferencia Río+20, que está prevista para los días 20-22 de junio en Río de Janeiro. El encuentro no abordará formalmente la cuestión climática, dado que se trata a través de los canales de negociación de la ONU bajo el paraguas de la UNFCC. Asimismo, se evitará hacer un balance sistemático de la implementación de los grandes acuerdos firmados en la conferencia Río 92, y en las sucesivas convenciones del Clima, Biodiversidad y Desertificación y la Agenda 21, algo que sí sería recomendable, dado que Río+20 hace referencia a aquella cumbre, celebrada hace 20 años en la misma ciudad. Al contrario de la conferencia de 1992, que consiguió cerrar varias negociaciones, la reunión de este año deberá iniciar el proceso de negociación en torno a dos cuestiones nuevas: la economía verde y la gobernanza global. El momento actual no es muy favorable para debatir el tema de la gobernanza. La crisis de la UE, sobre todo en la zona euro, el estancamiento del Mercosur y la campaña electoral estadounidense, junto a la ofensiva de los republicanos y los miembros del Tea Party contra la ONU, representan obstáculos. Parece que 2012 no va a ser un año muy propicio para avanzar en el tema.

En lo que se refiere a la economía verde, sí hay una ventana de oportunidad para definir algunos principios básicos:

1) Revisar el PIB según el indicador del desarrollo.
2) Atribuir valor económico a los servicios medioambientales prestados por los ecosistemas
3) Alcanzar un nuevo acuerdo verde mundial, que cuente con grandes inversiones públicas por parte de los gobiernos y las instituciones multilaterales en materia de innovación tecnológica para las energías limpias, la descontaminación local y global, la  reforestación y el saneamiento.
4) Llevar a cabo una reforma tributaria global, recomendando el cambio de los sistemas de tributación/subsidios regresivos desde el punto de vista medioambiental por otros vinculados a la intensidad del carbono.

Esas cuatro cuestiones, sumadas a los Objetivos de Desarrollo Sostenible, podrían facilitar el éxito de la conferencia Río+20 y que consiga abrir nuevos caminos.

Al contrario de la cumbre de 1992, que consiguió cerrar varias negociaciones, la reunión de este año debería iniciar el proceso de negociación en torno a la economía verde y la gobernanza global

 

En vísperas del encuentro, aún existen varios obstáculos. El llamado Draft Zero, sobre el cual las delegaciones de los 193 países deberán negociar, sufre de una especie de obesidad mórbida. Algunas de sus diversas versiones tienen más de 200 páginas e incorporan tantas cuestiones que escapa al abanico temático de la conferencia. El término “economía verde”, dadas las connotaciones políticas que podría llegar a tener según la interpretación de algunos países, podría ser objeto de hostilidad por parte de los que no consiguen avanzar de la agenda del siglo XX a la del siglo XXI. Al no tener nuevas ideas, se limitan a la crítica pavloviana, tachando a la economía verde de la “nueva cara del neoliberalismo”, en un juego de suma cero.

Por el otro lado, en el país anfitrión, el Congreso brasileño acaba de aprobar una nueva ley que modifica el Código Forestal, vigente desde 1965. Esto supone un revés muy grave, puesto que el cambio es claramente regresivo y podría dar paso a un retorno de la deforestación de la selva amazónica y de otros ecosistemas brasileños. Un poderoso lobby, vinculado al agrobusiness, a los latifundios más tradicionales y a una de las ganaderías menos productivas del mundo y una de las que más contribuye a la deforestación (un buey por hectárea, mientras que el promedio mundial es de tres), ha conseguido su aprobación en la Cámara de los Diputados. Con 274 votos a favor y 184 en contra, contrario al partido gobernante del PT, se aprobó una versión del Código que, de hecho, perdona los delitos de deforestación cometidos antes de 2008, entre otras cuestiones. Exime a los responsables de la obligación de reponer las áreas de protección permanente, a lo largo de los cursos de agua en la cima de las colinas, así como la reserva legal de bosque que deben mantener todas las propiedades rurales. En el caso del Amazonas, ello representa el 80% de las propiedades.

Asimismo, el nuevo Código también afecta la aplicación del arma más eficaz de los últimos años para disminuir la deforestación: la suspensión del crédito de los bancos nacionales (Banco do Brasil, BNDES y Caixa Económica Federal) a las propiedades embargadas a raíz de la desforestación ilegal. Es muy probable que la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, vete, parcial o completamente, la ley, pero este proceso pone de relieve la relación que existe entre las fuerzas más adversas del parlamento brasileño en el país que supuestamente más ha avanzado en los últimos años en la cuestión del cambio climático.

En Brasil se dice que “en tierra de ciegos, quien tiene un ojo es rey”. De hecho, Brasil cuenta con dos grandes ventajas: una matriz de energía limpia, predominantemente hidroeléctrica, y el hecho de que la reducción de la deforestación, aunque sea un reto importante, no será tan difícil como, por ejemplo, en China, que tiene que cambiar sus centrales de carbono por fuentes de energía limpia. Por otra parte, Brasil no destaca en relación a la reducción de las emisiones relativas al transporte, la industria y las fuentes de contaminación de energía eléctrica y, además, su inversión en materia de innovación, sus sistemas de tasación y los subsidios no apuntan hacia una mayor sostenibilidad. En vísperas de la Río+20, aún tenemos unos cuantos deberes que hacer.

 

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