El nuevo frente de la guerra moderna.

 

Desde el comienzo de mi mando en Afganistán, dos o tres veces por semana, abandonaba el cuartel general de la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad) de Kabul con unos pocos ayudantes, y a menudo con mis homólogos afganos, y recorría el país, desde ciudades tan importantes como Kandahar hasta los puestos avanzados más remotos en violentas regiones fronterizas. Nos gustaba salir temprano, viajar ligeros de equipaje y en pequeños grupos, normalmente mediante una combinación de helicópteros y aviones de ala fija, para reunirnos con los afganos y sus líderes y para conectar con nuestras tropas sobre el terreno: británicos y marines reduciendo al enemigo en Helmand,  tropas del Ejército Nacional Afgano entrenando en Mazar e Sharif, soldados de la Legión Extranjera francesa patrullando en Kapisa…

Pero no estaba solo: había otros combatientes envolviendo el campo de batalla. Había líderes insurgentes imitando nuestros movimientos, compitiendo con nosotros. En conexión con los dirigentes talibanes en Pakistán, y a menudo directamente enviados por ellos, se movían por las mismas zonas de Afganistán que nosotros. Apoyaban públicamente a los gobernadores talibanes en la sombra, motivaban a sus andrajosas huestes, reclutaban nuevas tropas, distribuían fondos, revisaban las tácticas y actualizaban su estrategia. Y cuando nuestros aviones no tripulados inundaban el cielo, sus jefes utilizaban teléfonos móviles e Internet para emitir órdenes y reagrupar a sus combatientes. Su objetivo era mantener a las dispersas células insurgentes motivadas, estratégicamente conectadas y constantemente informadas, sin necesidad de una cadena de mando rígida o fácil de atacar.

 

AFP/Gettyimages

 

A pesar de ser una fuerza insurgente con tremendas deficiencias en muchos aspectos, los talibanes constituyen una amenaza típica del siglo XXI. Además de gozar de la ventaja tradicional de la insurgencia que supone vivir entre habitantes muy ligados a ellos por la historia y la cultura, también sacan partido de las sofisticadas tecnologías que conectan de forma instantánea remotos valles con inaccesibles montañas -y les permiten lanzar su mensaje al mundo entero, sin obstáculos de tiempo ni filtros. Son sorprendentemente ágiles y tienen un fuerte arraigo en la compleja sociedad afgana. Y al igual que su aliada Al Qaeda, estos nuevos talibanes constituyen más una red que un ejército, más una comunidad de intereses que una estructura corporativa.

Para el Ejército estadounidense en el que pasé mi vida, esta no era una idea fácil de asimilar. Sólo después de años y sufriendo considerables frustraciones, llegamos a comprender por qué las redes emergentes de los insurgentes islamistas y de los terroristas son radicalmente distintas a cualquier enemigo que EE UU haya conocido o al que se haya enfrentado antes.

En los amargos y sangrientos combates de Irak y Afganistán vi claramente -como muchos otros-  que para derrotar a una red enemiga teníamos que convertirnos también nosotros en una red. Teníamos que encontrar una forma de mantener nuestras destrezas tradicionales -profesionalidad, tecnología y (cuando es necesario) la capacidad de ejercer una fuerza abrumadora- logrando al mismo tiempo niveles de comprensión, velocidad, precisión y unidad de acción que solo una red podía proporcionar. Necesitábamos orquestar una sofisticada campaña, centrada en la población, que incluyera la capacidad casi instantánea de atestar un golpe total y devastador contra una fuerza insurgente de infiltración o realizar un ataque quirúrgico para capturar o matar a un líder enemigo.

La primera vez que fui a Irak, en octubre de 2003, al mando de una Fuerza Conjunta de Operaciones Especiales estadounidense (JSOTF, en sus siglas en inglés) que se había reducido hasta un tamaño relativamente pequeño en los meses posteriores a la invasión inicial, detectamos crecientes amenazas provenientes de múltiples fuentes, pero sobre todo de Al Qaeda en Irak (AQI). Iniciamos un examen de nuestro enemigo, y de nosotros mismos. Ninguno de los dos era fácil de comprender.

Como demasiadas fuerzas militares en la historia, inicialmente imaginábamos a nuestro enemigo como a nosotros mismos. En una pequeña base fuera de Bagdad, empezamos a dibujar un esquema de AQI en pizarras blancas. Compuesta en gran parte de muyahidines extranjeros leales a Osama Bin Laden, pero controlada desde Irak por el jordano Abu Musab Al Zarqaui, AQI perpetraba una campaña extremadamente violenta de ataques contra las fuerzas de la Coalición y el Gobierno y los chiíes iraquíes. Su objetivo era fragmentar el nuevo Irak y terminar estableciendo un califato islámico. Por costumbre, comenzamos diseñando su organización como una estructura militar tradicional, con  grados y rangos. Arriba del todo estaba Zarqaui y por debajo de él había una cascada de oficiales y soldados rasos.

Pero cuanto más de cerca los observábamos, menos se sostenía el  modelo. Los tenientes de Al Qaeda en Irak no esperaban a recibir notas de sus superiores, mucho menos órdenes de Bin Laden. Las decisiones no estaban centralizadas, y sin embargo se tomaban con rapidez y se comunicaban de forma horizontal a toda la organización. Los combatientes de Al Zarqaui estaban adaptados a las zonas que frecuentaban, como Faluya y Qaim en la provincia de Anbar, al oeste de Irak, pero también, y gracias a la tecnología moderna, se relacionaban de forma estrecha con el resto de la provincia y del país. Información, dinero y propaganda fluían a niveles alarmantes, permitiendo una coordinación eficaz y ágil. Observamos que sus tácticas cambiaban (de los ataques con cohetes a los atentados suicidas, por ejemplo) casi simultáneamente en diferentes ciudades. Era una coreografía letal, lograda con una estructura en cambio constante, a menudo irreconocible.

Era una coreografía letal, lograda con una estructura en cambio constante, a menudo irreconocible

Con el tiempo, se hizo cada vez más evidente -muchas veces por  comunicaciones interceptadas o los relatos de los insurgentes que habíamos capturado- que nuestro enemigo era una constelación de combatientes organizada no por rango, sino apoyándose en relaciones y conocidos, reputación y fama. ¿Quiénes se radicalizaron en las prisiones de Egipto? ¿Quiénes se entrenaron juntos en los campos de entrenamiento para el 11-S en Afganistán? ¿Quién está casado con la hermana de quién? ¿Quién se está haciendo un nombre y engrandeciendo con ello la marca Al Qaeda?

Todo esto les daba flexibilidad y les otorgaba una impresionante capacidad para crecer y para soportar las pérdidas. El enemigo no convoca juntas de calificaciones [para decidir ascensos]; la red se da forma a sí misma. Observamos cómo un joven iraquí se instalaba en un barrio y ganaba importancia rápidamente: después de alcanzar cierto éxito táctico, se promocionaba, trababa relaciones, captaba seguidores, y de repente, se creaba un nuevo nodo, que era  absorbido por la red. La energía de ésta se incrementaba.

En la guerra, las decisiones se toman basándose en indicadores. Cuando  estás frente al enemigo, calculas su fuerza táctica e intuyes su estrategia. Esto es más sencillo cuando tu adversario es una columna a la que ves avanzar. Nuestro problema en el Irak de 2003 y el Afganistán de hoy es que aparecen indicadores por todas partes, de forma desigual e inesperada, que a menudo desaparecen con la misma rapidez con la que surgían, parpadeando en nuestro campo de visión sólo un momento.

Nos dimos cuenta de que teníamos que lograr la capacidad para detectar rápidamente cambios complejos, ya fueran nuevas personalidades y alianzas o cambios súbitos de tácticas. Y debíamos procesar esa nueva información en tiempo real para poder actuar sobre ella. Una granizada de brasas calientes estaba cayendo a nuestro alrededor y teníamos que verlas, coger las que pudiéramos y  reaccionar inmediatamente ante las que no capturábamos y estaban empezando a incendiar el suelo.

Poco después de asumir el mando de la JSOTF, visité a uno de nuestros equipos en Mosul, la mayor ciudad del norte de Irak, en aquel momento bajo las competentes órdenes del entonces teniente general David Petraeus y las tropas de la División Aerotransportada 101. Aunque Mosul era por entonces menos violenta que otras zonas del país, estaba claro que Al Qaeda se estaba organizando de forma agresiva para tomar su control -y, desde allí, de todo del norte de Irak.

Nuestros efectivos de operaciones especiales allí eran escasos: alrededor de 15 hombres, apoyados por un solo analista de inteligencia. Se establecieron en una esquina de una base más amplia, y operaban discretamente desde un modesto tráiler blanco. Aunque se coordinaban con las fuerzas militares y organismos civiles (en especial los de inteligencia) de la base, los procedimientos de seguridad operativa y los hábitos culturales impidieron una verdadera sinergia de sus acciones contra AQI y la lucha por la ciudad al otro lado de las puertas de la base.

Además, las pocas antenas que coronaban el techo del tráiler eran incapaces de bombear a tiempo la suficiente información clasificada entre ellos y el cuartel general de nuestra fuerza conjunta (u otros equipos en Irak). No era un puesto fronterizo aislado, gracias al notable equipo que tripulaba la iniciativa. Pero lo parecía.

Esa noche, en el avión de vuelta a Bagdad, dibujé un reloj de arena en un bloc de notas amarillo. La mitad superior  representaba el equipo en Mosul; la otra, el cuartel general de nuestra fuerza de tarea. Solo se tocaban en un punto angosto. Arriba, nuestro equipo en Mosul acumulaba conocimientos y experiencia, pero carecía del ancho de banda y del personal de inteligencia necesarios para transmitir, recibir o digerir la información suficiente para informar de manera eficaz a su cuartel general de la fuerza conjunta, que poseía mayor capacidad, ni para beneficiarse de esta. Por todo el país -en Tikrit, Ramadi, Faluya, Diyala- estábamos librando campañas igual de compartimentadas. Esto hizo nuestra lucha terriblemente difícil y potencialmente condenada al fracaso.

Contrarrestar a nuestro enemigo era algo muy fácil de decir pero más difícil de hacer, sobre todo porque nos llevó tiempo aprender qué era lo que diferenciaba a una red

El croquis de aquella tarde, en los inicios de una guerra contra un enemigo que solo se volvería más complejo, capaz y cruel fue el primer paso de lo que se convirtió en una de las misiones centrales de nuestra empresa: la construcción de una red. Lo que era una vaguedad pronto se convirtió en nuestro mantra: hace falta una red para derrotar a una red.

Pero reorganizarnos para contrarrestar a nuestro enemigo era algo muy fácil de decir pero más difícil de hacer, sobre todo porque nos llevó tiempo aprender qué era lo que diferenciaba a una red. A media que estudiábamos, experimentábamos y nos adaptábamos, se hizo evidente que una red eficaz implica mucho más que la transmisión de datos. Esta comienza con una fuerte conectividad de comunicaciones, pero también se aprovecha de la proximidad física y cultural, se beneficia de unos fines compartidos, utiliza procesos establecidos de toma de decisiones y tira de las relaciones personales y la confianza. En última instancia, se define por su gran capacidad para permitir a sus miembros ver, decidir y actuar con eficacia. Pero la transformación de una estructura militar tradicional en una red realmente flexible y competente es un proceso difícil.

Nuestro primer paso fue la creación física de la red. Convencimos a las agencias asociadas al JSOTF para que se reunieran con nosotros en una gran carpa en una de nuestras bases para compartir y procesar la inteligencia en una sola ubicación. Los operadores y analistas de múltiples unidades y organismos se sentaron juntos e intentamos fusionar nuestra inteligencia y nuestras acciones operativas -y nuestras culturas- en un esfuerzo unificado. Esto puede parecer obvio, pero en aquel momento no lo era. Demasiado a menudo, la inteligencia ascendía por la cadena de mando en silos organizativos- y llegaba demasiado tarde para que los combatientes pudieran emprender acciones vitales.

Estaba claro, sin embargo, que en este proceso de fusión habíamos creado solo una red parcial: cada agencia u operación tenía un representante en la carpa, pero eso no es suficiente. La red necesitaba ampliarse para incluir a todos elementos relevantes que estaban operando en el espacio de la batalla. Las redes incompletas o no conectadas pueden dar una impresión de efectividad, pero son como un mecanismo diseñado al milímetro, pero cuyo movimiento no pone en marcha ningún otro engranaje.

Esta visión nos permitió acercarnos a la construcción de una verdadera red interconectando a todos los que tenían un papel -independientemente de lo  pequeño, disperso geográficamente o diverso organizativamente que este fuera- en una operación antiterrorista brillante. La llamamos, en nuestro sistema de abreviaturas, F3EA: localizar, fijar, eliminar, explotar y analizar (en sus iniciales en inglés). La idea era combinar analistas que encontraran al enemigo (a través de la inteligencia, vigilancia y reconocimiento); operadores que fijan el blanco de los aviones no tripulados; equipos de combate que liquidan el objetivo capturándole o matándole; especialistas que explotaran la inteligencia recogida en el ataque, tales como teléfonos móviles, mapas y detenidos; y analistas de inteligencia que convirtieran esta información sin procesar en conocimiento utilizable. De esta forma, aceleramos el ciclo de una operación contraterrorista, logrando procesar y comprender valiosa información en horas, no días.

Pero llevó  tiempo llegar a ese punto. El proceso comenzó como una cadena lineal, relativamente ineficaz. Por costumbre (e ignorancia), cada elemento daba al siguiente grupo la cantidad mínima de información necesaria para que pudiera completar su tarea. A falta de suficientes objetivos comunes o información de situación, cada componente aportaba mucho menos de lo que podía o debía a los resultados.

Recuerdo que aquello nos hacía dolorosamente lentos y desinformados. El proceso lineal creó lo que llamamos “parpadeos”: retrasos y fallos en conexiones por los que la información se perdía o se ralentizaba al transmitirse por la cadena. En los primeros días de nuestra empresa, tuvimos varias experiencias en las que la información que conseguimos no pudo aprovecharse ni analizarse, ni se pudo reaccionar ante ella con la suficiente rapidez, dando a los enemigos tiempo para huir. A menudo, un parpadeo significaba una oportunidad perdida en una lucha implacable.

La clave era reducir los parpadeos, y lo hicimos intentando crear una conciencia compartida por todos los niveles de los equipos de contraterrorismo. Empezamos por compartir información: los vídeos transmitidos por los aviones no tripulados se enviaban a todos los integrantes, no sólo a los analistas de reconocimiento y vigilancia que los controlan. Cuando se ponía en marcha una operación, la información se comunicaba continuamente a y desde el equipo de combate, para que unos especialistas de inteligencia a kilómetros de distancia pudieran alertar al equipo sobre el terreno acerca de lo que podrían encontrar de valor en la escena y dónde podría estar. La inteligencia obtenida in situ se lanzaba al instante y de forma electrónica desde el objetivo a los analistas, que  podían traducirla a datos útiles mientras los operadores todavía estaban asegurando habitaciones y devolviendo el fuego. Este conocimiento se enviaba de nuevo al emisor, a nuestras fuerzas de inteligencia y vigilancia que estaban siguiendo los resultados de la incursión en tiempo real.

La inteligencia lograda en un objetivo, digamos en Mosul,  puede permitir encontrar, fijar y eliminar otro en Bagdad o incluso en Afganistán. A veces, localizar a un objetivo inicial podía proporcionar resultados importantes: en ocasiones, la red completaba este ciclo de información tres veces en una sola noche en ubicaciones a cientos de kilómetros de distancia -todo a partir de los resultados de la primera operación. A medida que nuestras operaciones en Irak y Afganistán se intensificaban, el número de operaciones realizadas cada día se multiplicó por diez, y nuestros índices de precisión y de éxito aumentaron también de forma considerable.

Aunque emitíamos nuestro mensaje de forma diferente a nuestros enemigos, ambas organizaciones compartían cada vez más atributos básicos definitorios de una red eficaz. Las decisiones se descentralizaron y se transmitían de forma horizontal por toda la organización. Las fronteras institucionales tradicionales cayeron y las  diversas culturas se combinaron. La red se amplió para abarcar a más grupos, incluidos actores no convencionales. Valoraba sobre todo la competencia, por encima del rango. Buscaba una definición clara y evolutiva del problema y se autoanalizaba constantemente, revisando su estructura, objetivos y procesos, así como los del enemigo. Lo más importante es que crecía constantemente la capacidad de la red para informarse.

Desde su nacimiento en  Irak, la propia red y el reconocimiento logrado con gran esfuerzo para ese modelo de organización se expandieron cada vez más a Afganistán, a medida que EE UU se centraba más en ese teatro. Cuando me convertí en comandante allí [en Afganistán], emprendimos la construcción de una arquitectura de comunicaciones robusta y trabajamos para establecer relaciones con actores clave, desplazándonos con frecuencia por todo el país para inculcar una conciencia y un fin comunes, necesarios en un Ejército moderno en red. Pero esto fue solo la primera parte de la tarea. Cuando aprendimos a construir una red eficaz, comprendimos también que esta -un conjunto diverso de culturas, personalidades y organizaciones- supone un enorme desafío. Esa lucha sigue siendo un capítulo esencial jamás contado de la historia de un conflicto mundial que se encuentra todavía en curso.

 

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