El modelo francés de ‘laïcité’ ha fallado. El paradigma indio, basado en la tolerancia y el pluralismo religioso, puede servir para encauzar las relaciones con el mundo musulmán.

 

Para muchos de nosotros, el secularismo no es terreno desconocido y, sin embargo, no hay duda de que es un concepto que no está debidamente definido ni bien explicado. Desde hace más de 150 años, intelectuales, políticos y teólogos han empleado los términos “secular” y “secularismo” de manera ambigua. Existe, por tanto, una necesidad de aclarar el uso de estas palabras. Ha llegado el momento de que revisemos la manera de abordar la cuestión.

El secularismo en la esfera política se refiere a la libertad del Estado para ocuparse de los asuntos laicos sin interferencia de las autoridades religiosas. En otras palabras, en los estudios actuales se interpreta, principalmente, como la neutralidad estatal respecto a la religión. Lo que esta definición implica es que la vida política del ser humano no tiene nada que ver con su vida religiosa. El proceso de secularización, por consiguiente, presupone un cambio más radical de la sociedad y la cultura e impone una ruptura con el pasado. Es una especie de protesta de las mentes racionales que se resisten al celo de las instituciones religiosas y protestan contra los excesos y extravagancias de los dogmas de fe y el gobierno. Por el contrario, en el plano político, la idea ha sido presa de numerosas distorsiones semánticas y ontológicas, hasta el punto de que su significado y su contenido  se han perdido. En este sentido, se ha convertido en parte del proceso ideológico para desacralizar el mundo y minar la importancia de la espiritualidad en la vida pública, hasta culminar en el sueño moderno de una civilización universal tecnocientífica.

Existen numerosos ejemplos de ese sueño que, en el siglo pasado, adoptaron la forma de una secularización autocrática desde arriba. Mientras que en Occidente condujo a la difusión de los valores democráticos, en el mundo musulmán ha estado asociado con la dictadura, la derogación de las libertades civiles y el debilitamiento de la sociedad. Se dice siempre que el secularismo de inspiración occidental, como el implantado por Mustafá Kemal Atatürk en Turquía y por el sha Reza Pahlevi en Irán, es el origen de la inestabilidad en Oriente Medio. Los proyectos sociales y políticos adoptados por Atatürk y Reza Pahlevi tenían gran influencia del modelo francés, la laïcité republicana, que, en vez de ser pluralista e incluyente, era monolítica y exclusivista. Es decir, a diferencia del secularismo en India, que defiende una actitud no sectaria hacia la religión y favorece el proceso de diálogo e interdependencia entre las distintas confesiones, el sistema francés prevé una separación radical entre la política y la fe en nombre del progreso y los derechos de un ser humano universal al que nadie ha visto. Por supuesto, este concepto se encuentra hoy en crisis.

 

Hay que encontrar un criterio que resulte justo y legítimo para los miembros
del grupo religioso en cuestión

La transformación del paradigma galo en una actitud esencialmente defensiva ante el islam y la población musulmana en Francia no ha servido para resolver las tensiones entre los imperativos éticos y políticos de la democracia europea y el modelo de republicanismo laico. Es evidente que, a este respecto, el compromiso del secularismo francés con una política de asimilación pura y dura ha sido responsable del ascenso del fundamentalismo entre los jóvenes musulmanes. Al menos parte de la responsabilidad, si no toda, de dicho ascenso en Europa y Oriente Medio corresponde a un concepto universalista de secularismo que no ha sido tan sensible a los problemas y los desafíos de las comunidades religiosas como a la gestión tecnocientífica de la sociedad. Es indudable que el paradigma francés no podrá aportar nada a la diversidad de la comunidad europea mientras no entable un diálogo equiparable con diferentes religiones y culturas y, especialmente, con la tradición islámica.

En contraste, el modelo indio tiene su fundamento en la idea de unidad en la diversidad. Nehru se negó a definirlo en función de una política coactiva y de la construcción de un Estado autocrático. En este sentido, invita a la comparación con Atatürk y el sha Reza Pahlevi. No hay que olvidar que, aunque la división entre comunidades a la que se enfrentaban Nehru y otros padres de la Constitución india era infinitamente más compleja que en Turquía e Irán, se negaron a concebir y practicar el secularismo como una ideología contra la religión. Desde su punto de vista, era una política de la diversidad que tenía en cuenta el papel del Estado como protector de todas las comunidades religiosas. Al inclinarse por él, no sólo optaron por la democracia, sino por la armonía entre distintas confesiones y por el diálogo entre diferentes tradiciones culturales. Se presentó como un modelo de simetría, en el que la aceptación de la legitimidad del pluralismo y la diversidad era fundamental. Sin embargo, con el fin de que ese pluralismo funcionara y lograse definir el bien común, todas las comunidades religiosas tenían que lograr un consenso mínimo sobre valores y normas comunes para resolver conflictos entre distintos grupos religiosos. Ese consenso mínimo debía actuar como fuerza unificadora en medio de la diversidad. Como consecuencia, el respeto mutuo y la tolerancia se convirtieron en los valores más importantes para mantener la diversidad religiosa en India y el secularismo se estableció como puente en una sociedad multirreligiosa y una forma de extender el principio del pluralismo a la religiosidad.

Si tenemos en cuenta las características de la política contemporánea de secularización, como el avance de la racionalidad, la coacción y la autoridad del Estado, sería más fácil diferenciar y valorar el concepto indio. La doctrina del muro de separación no puede aplicarse de forma estricta a la hora de interpretar y poner en práctica el concepto de secularismo de India en Oriente Medio. Dado que el paradigma francés no es aplicable al mundo musulmán, es necesario encontrar un criterio que permita que, cuando se produzca la intervención del Estado en el ámbito de la religión, resulte justo y legítimo para los miembros del grupo religioso en cuestión. Da la impresión de que el modelo indio, basado en la tolerancia y la garantía de protección de todas las comunidades religiosas, en igualdad de condiciones y sin favorecer a ninguna en particular, puede proporcionarnos ese criterio. Ésa es la única forma de poder revisar toda nuestra estrategia para abordar el futuro de las sociedades musulmanas, en la medida en la que podamos permitir que el paradigma pluralista del hogar compartido represente una solución de tercera vía a la crisis de las sociedades políticas en Oriente Medio, y una alternativa opuesta al autoritarismo laico del Estado y el ascenso del fundamentalismo religioso en la sociedad civil.