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El presidente de Haití, Jovenel Moïse, durante una rueda de pesna. (Ludovic Marin/AFP/Getty Images)

El nuevo mandatario de Haití, Jovenel Moïse, debe hacer frente a una serie de retos y problemas políticos y económicos que hacen peligrar su débil estabilidad.

El presidente de Haití, Jovenel Moïse, tomó posesión el 7 de febrero de 2017, después de un intenso y costoso ciclo electoral que comenzó en el verano de 2015. El mero hecho de que el proceso político no acabara despeñado es todo un éxito. Sin embargo, como en todos los hechos políticos, el verdadero reto es lo que viene después, y las señales —aunque al principio eran positivas— no inspiran demasiada confianza.

La formulación de políticas en el país tiene unas vulnerabilidades muy visibles y preocupantes y, al mismo tiempo, se enfrenta a varios obstáculos inevitables. El frágil y débil Gobierno afronta una tempestad política y económica que muy bien puede poner en peligro su estabilidad.

Relaciones exteriores

Los primeros problemas tienen que ver con las relaciones fundamentales de Haití en materia de política exterior. Para empezar, la tensión continua entre el Gobierno haitiano y el sistema de Naciones Unidas sobre el mandato de la Misión de Naciones Unidas para Apoyar a la Justicia en Haití (MINUJUSTH), puesta en marcha en octubre pasado. Está también la inexplicable insistencia política y diplomática de Haití en respaldar al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, o, al menos, su rechazo a incorporarse a los esfuerzos regionales para imponer sanciones al régimen.

La reciente cumbre del Hemisferio en Lima, Perú, proporcionó una imagen significativa. Había dos temas fundamentales en la agenda, ninguno de los dos de los más convenientes para Haití: la construcción de un consenso hemisférico sobre la situación en Venezuela y la intensificación de la lucha contra la corrupción en la región, es decir, la cleptocracia. En las reuniones de pasillos con los representantes de Estados Unidos, en particular el vicepresidente Mike Pence, no participó Moïse (sí se entrevistó con el entonces secretario de Estado en funciones, John Sullivan, independientemente de otros líderes caribeños). Es posible que muchos adversarios suyos en Haití aplaudan ese alejamiento de la política de Estados Unidos respecto a Venezuela, pero no está claro qué ventajas prácticas puede tener, aparte de un desacertado simbolismo.

Por si fuera poco, Haití lleva más de un año envuelto en una pelea política interna sobre las cuentas relativas a un dinero procedente de Venezuela para Petrocaribe durante más de una década y las consiguientes acusaciones de corrupción. En lugar de resolver la cuestión y pasar página, las maniobras políticas entre el Gobierno y diversos personajes políticos (algunos, de gobiernos anteriores) han sido torpes y no han solucionado nada.

Ninguna de estas cosas permite tener una perspectiva tranquilizadora sobre el futuro de la misión de MINUJUSTH, una continuación laudable y más centrada de su antecesora inmediata, MINUSTAH (Misión de Estabilización de Naciones Unidas en Haití), que estuvo en vigor durante 13 años. Esta última expiró más por fatiga que por una verdadera sensación de que las instituciones nacionales de Haití habían madurado y estaban listas para hacer frente a tareas más difíciles. El ambicioso mandato de MINUJUSTH aborda la situación del país en varios de sus puntos más débiles: el fortalecimiento del Estado de derecho, la vigilancia del respeto a los derechos humanos y la profesionalización de la policía nacional. La reciente decisión de restablecer el Ejército haitiano (desmantelado en los 90), aunque se basa en argumentos legítimos sobre el control de fronteras y la preparación para situaciones de emergencia, despierta preocupaciones relacionadas con las prioridades políticas y presupuestarias del Gobierno de Moïse.

En abril, la ONU renovó el mandato de la MINUJUSTH para un año más, pero el futuro no está despejado. Los intentos del Parlamento de recortar las competencias de la Misión encajan con la inquietante tendencia regional a rechazar las misiones internacionales dirigidas a reforzar la capacidad local de luchar contra la corrupción y promover la transparencia oficial. Al mismo tiempo que la Cámara haitiana está tratando de recortar las alas de MINUJUSTH, la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), también auspiciada por la ONU, se enfrenta a una reacción política como consecuencia de un periodo de éxitos espectaculares, y la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), de la Organización de los Estados Americanos (OEA), está paralizada por un conflicto de liderazgo.

Ya la transición a la MINUJUSTH en 2017 fue recibida con escaso entusiasmo. Y cuando la ONU renovó el mandato en el mes de abril, China y Rusia se abstuvieron. Es muy probable que las renovaciones futuras se enreden todavía más en la complicada dinámica interna de la ONU, sobre todo entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Y en este aspecto entra en juego también una característica peculiar de la diplomacia haitiana, en concreto, que es uno de los 19 países que sigue reconociendo a la República de China (Taiwán) como Gobierno legítimo de China. Seguramente se juega mucho más ahora que la República Dominicana ha oficializado el reconocimiento de Pekín y la República Popular desde el 1 de mayo, con todas sus connotaciones políticas, económicas y de seguridad.

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Un grupo de personas en la frontera entre Haití y República Dominicana.(Hector Retamal/AFP/Getty Images)

Tensión con la República Dominicana

La segunda serie de problemas que afrontan los dirigentes haitianos está relacionada con la frontera disfuncional que comparte con la República Dominicana. La situación no es nueva y alimenta las tensiones bilaterales por una falta deliberada de controles serios que permite que haya una corrupción desatada en toda la Administración del país. Aunque, en los últimos años, el comercio bilateral ha alcanzado un volumen de más de mil millones de dólares anuales en total, la parte correspondiente a Haití, en los dos o tres últimos años, representa seguramente menos del 10% de esa cantidad, quizá incluso menos. La falta de controles comerciales coherentes en la frontera afecta a las industrias y la producción en Haití, distorsiona los precios de mercado, deprecia la moneda nacional y no contribuye precisamente a estimular las inversiones extranjeras; se calcula que la pérdida de ingresos solo del Gobierno haitiano es de hasta 400 millones de dólares al año.

No cabe duda de que los intereses arraigados impiden que las autoridades puedan resistir frente a las presiones desde dentro del propio Gobierno, alimentadas en parte por grupos del sector privado haitiano. Pero el problema no es solo de Haití; el contrabando y las presiones sobre el Ejecutivo solo existen porque hay complicidad a ambos lados de la frontera. Por suerte, este es un ámbito en el que los principales actores internacionales están muy interesados (muchos ya han invertido en Haití o en los dos países, como el FMI, el BID y el Banco Mundial). Mejorar la seguridad y las infraestructuras en la frontera encaja con varias iniciativas concretas en las que están interesados Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea (y algunos de sus miembros de forma individual, sobre todo Francia y España) y los posibles socios latinoamericanos.

No se trata tanto de que haya una mayor apertura de la frontera como de desarrollar procedimientos mutuamente beneficiosos, complementarios, transparentes y, por tanto, creíbles, y las instituciones necesarias para llevarlos a cabo. Tanto Haití como la República Dominicana disponen ya de unas reglas del juego previsibles en sus relaciones comerciales con el resto del mundo, pero ninguno de los dos sigue esas reglas cuando se trata de la relación bilateral. La pérdida visible de ingresos del comercio legítimo, en un momento en el que Haití depende de la ayuda exterior, está hartando a los socios tradicionales del país; por ejemplo, el senador norteamericano Robert Corker (republicano de Tennessee) planteó esta cuestión durante la sesión de confirmación del secretario de Estado, Michael Pompeo, en el mes de abril.

Presiones crecientes de fuera de Haití

Una tercera serie de preocupaciones tiene que ver con diversos retos sobre los que las autoridades haitianas tienen una influencia más limitada. No obstante, necesitan implicarse más activamente en ellos, en parte, porque las posibilidades de repercusiones políticas y económicas son considerables.

La primera preocupación está relacionada con las consecuencias políticas y sociales de un acuerdo de ejecución del FMI en los próximos meses, el Programa Supervisado (Staff-Monitored Program, SMP). Consiste en llevar a cabo reformas económicas y estructurales con objetivos potencialmente tan peligrosos como mejorar la recaudación de impuestos y eliminar las subvenciones excesivas, como las que afectan al precio del combustible. En la mejor de las circunstancias, esta sería una situación muy complicada para el Gobierno; con las acusaciones de corrupción en Petrocaribe como telón de fondo (para no hablar de las repercusiones prácticas que tendrá el probable agotamiento de la diplomacia del petróleo de Venezuela), lo que está en juego es mucho más.

La segunda inquietud son los efectos secundarios de la reciente decisión del Gobierno de Trump de anular el permiso de residencia provisional para unos 46.000 haitianos que viven en Estados Unidos gracias al programa de estatus protegido temporal (TPS). El argumento de que la situación en Haití ha mejorado lo suficiente como para ir eliminando el TPS es una opinión que muchos haitianos no comparten. Con un margen de 18 meses antes de que comiencen las deportaciones, la cuestión ya ha suscitado reacciones legales y políticas y coloca a Haití entre otros países que también se han visto perjudicados, como Honduras y El Salvador.

La cuestión del TPS pone el acento en la fuga de cerebros y la emigración constante de Haití, con la circunstancia de que los países de acogida (el más reciente, Chile) están cada vez menos dispuestos a seguir aceptando a los haitianos. La tasa de pobreza en Haití es del 85% comparable a la del África subsahariana; no nos engañemos sobre la magnitud del problema. Los responsables políticos estadounidenses y haitianos harían bien en coordinar sus estrategias y hacer coincidir varias áreas: las diversas formas de ayuda al desarrollo, el comercio y las inversiones y la seguridad y el control de fronteras. Pero para ello es necesario un compromiso estratégico por parte de Haití.

Problemas endémicos

El último grupo de retos es el que forman los problemas endémicos que han afrontado los gobiernos haitianos de los últimos 30 años. De ellos, hay dos que merecen especial atención. En primer lugar, el Gobierno de Moïse debe resolver el carácter provisional de la maquinaria electoral del país (Centro Electoral Provisional, CEP), que se encuentra en un limbo desde 1987. Resolver el estatus del CEP permitiría tener más disciplina y atenerse a un calendario de elecciones locales y nacionales fijado previamente. No olvidemos que el predecesor de Moïse, Michel Martelly, concluyó su mandato en febrero de 2016 sin que se hubiera elegido a un sucesor ni se hubieran celebrado elecciones parlamentarias durante la mayor parte de sus cinco años en el cargo. Los líderes haitianos deberían tener incentivos para resolver esta cuestión sin demasiadas disputas.

En segundo lugar, Moïse tiene que hacer frente a un proceso presupuestario que es disfuncional y explorar nuevas fuentes de ingresos. El proceso presupuestario, agravado por la incertidumbre sobre los recursos internacionales, es un problema constante para los gobiernos de Haití. Moïse estuvo a punto de descarrilar durante su primer año por este motivo, lo cual sacó a relucir la falta de experiencia política y de dominio de la administración pública. A este tipo de debates contribuye el caldo desestabilizador tradicional que enfrenta al Gobierno con un batiburrillo de adversarios políticos con rivalidades históricas y aspiraciones mal disimuladas de sustituir a Moïse. La coalición de Gobierno y la clase política tienen que aprender a cooperar mejor.

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El presidente de Haití junto al secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, John Kelly. (Hector Retamal/AFP/Getty Images)

La relación entre Estados Unidos y Haití bajo el mandato del presidente Trump

Si todos estos factores indican un mosaico de posibles conflictos para las autoridades de Haití, ¿qué sucede con Estados Unidos? El Caribe —aparte de Cuba y una Venezuela en plena implosión—, hasta ahora, ha contado poco en la política exterior de Trump. Este apeló a los exiliados haitianos en el sur de Florida durante la campaña de 2016, pero, dado que el equipo de Moïse también estaba llevando a cabo su propia transición presidencial en esa época, es posible que su inexperiencia le hiciera desperdiciar alguna primera oportunidad de conectar con el presidente electo de Estados Unidos. Aquel fallo se remedió solo en parte con una breve reunión de Moïse y el vicepresidente Pence en Miami, en junio de 2017. El vicesecretario de Estado, John Sullivan, tenía previsto visitar Haití coincidiendo con la reunión, a finales de febrero de 2017, de los jefes de Estado y de gobierno de CARICOM, pero la visita se anuló bruscamente. Sin embargo, Sullivan se entrevistó con Moïse en un encuentro privado durante la reciente Cumbre de las Américas en lima. En general, la relación Estados Unidos-Haití no atraviesa sus mejores momentos: por un lado, la continua resistencia de Haití a criticar el régimen de Maduro tiene perplejas a las autoridades estadounidenses, y, por otro, la relación se vio lamentablemente perjudicada por los comentarios despreciativos sobre Haití atribuidos al presidente Trump a principios de este año.

Aun así, si los nombramientos personales sirven para medir las posibilidades políticas, la relación va a estar seguramente en buenas manos. A finales del año pasado, Estados Unidos nombró a dos personas experimentadas para sendos puestos fundamentales: Michele Sison, embajadora de Estados Unidos en Haití, y Josette Sheeran, enviada especial de la ONU para Haití, ambas llegan a sus cargos con experiencia en Haití y en Naciones Unidas y, en el caso de Sison, con un largo historial diplomático en otras embajadas.

La política respecto a Haití sigue evolucionando y siendo objeto de cierto interés en el Congreso norteamericano. La política para el Caribe, en general, podría beneficiarse de una iniciativa heredada de los últimos años de Obama e inspirada fundamentalmente por el Congreso, y que se ha convertido en el plan Caribbean 2020, una estrategia regional integral que, hasta ahora, tiene muchas aspiraciones y pocas realidades. La política regional, y en especial la relación entre Estados Unidos y Haití, podrá reactivarse cuando se confirmen los nombramientos para los principales cargos políticos, en particular el secretario de Estado Adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental. Mientras tanto, la relación se mantiene gracias a la experiencia de los miembros del Departamento de Estado que conocen bien Haití.

El camino al desarrollo político y económico de Haití sigue estando empedrado de buenas intenciones. Pero, dado que hay un número limitado de responsables políticos con una gran variedad de responsabilidades en política exterior —los “acuerdos” nucleares con Corea del Norte e Irán, las negociaciones comerciales con China y la relación con Rusia, entre otras—, la dinámica de la política para Haití depende de unas áreas estratégicas residuales, como la inmigración, el narcotráfico y la respuesta a las catástrofes. Para hacer avances concretos que mejoren la relación, las autoridades haitianas deberían prestar mucha atención a los asuntos de su hemisferio que más capturan el interés de Estados Unidos: Venezuela, Cuba y, de forma compartimentada, las negociaciones del TLCAN. A la hora de la verdad, la evolución que tengan estos asuntos repercutirá en el entorno inmediato de Haití y sus intereses diplomáticos, comerciales y de seguridad.

 

El artículo original ha sido publicado en Global Americans.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia