La fuerza internacional tendrá que permanecer más
allá de las elecciones.

Una coalición militar internacional ha intervenido en Haití para
apoyar la salida del país del presidente al que otra coalición había restablecido en el poder 10 años atrás y contribuir a la instauración de un Gobierno técnico de transición. La intervención de 1994 había derrocado al entonces dictador
Raoul Cédras y devuelto el poder al presidente democráticamente
elegido en
1990, Jean Bertrand Aristide. Mientras controló el país (cinco
años con René Préval como presidente, pero manejando los
hilos desde la organización Fanmi Lavalas), Aristide condujo Haití a
una deriva antidemocrática reminiscente de los peores años de
las dictaduras de los Duvalier: se apoyó en milicias populares, permitió y
auspició la represión política, las violaciones de derechos
humanos y la corrupción, y condujo un proceso electoral muy cuestionable,
que le llevó de nuevo a la presidencia en 2000.

¿Cómo es posible que la comunidad internacional interviniera
militarmente en 1994 para instaurar un régimen democrático pero
no estableciera garantías suficientes para que no se transformara de
nuevo en tiranía? A partir de la reinstauración de Aristide se
sucedieron en Haití una serie de misiones de Naciones Unidas y de la
Organización de los Estados Americanos (OEA), encargadas de tareas tan
diversas como el mantenimiento de un entorno seguro (durante los primeros años
del nuevo régimen), la creación de una nueva policía,
la mejora de la administración de justicia o la supervisión de
los derechos humanos. Además, hasta 1999, el Consejo de Seguridad de
la ONU dedicó su atención y un número considerable de
resoluciones a Haití. Pero nada de esto evitó el deterioro progresivo
de la situación, que desembocó este año en violencia generalizada. Ésta
fue protagonizada en parte por ex miembros de las Fuerzas Armadas de Haití,
desmanteladas por Aristide en 1994 y que reclaman algún tipo de compensación
o su recomposición, pero las grandes beneficiadas fueron las organizaciones
políticas de oposición a Aristide, que vieron cómo los
incidentes forzaban a la comunidad internacional a alinearse con su posición,
apoyar la salida del país del presidente y volver a enviar a militares
y policías extranjeros a Haití.

La intervención de 2004 imita la secuencia de 1994: la fuerza multinacional
se encargó de mantener un entorno seguro hasta que una misión
de la ONU (Misión de Naciones Unidas de Estabilización en Haití,
Minustah), con componentes militar, policial y civil, tomó el relevo
con las funciones añadidas, entre otras, de apoyo al Gobierno en la
reforma de la policía, desarme y desmovilización; apoyo al proceso
político de transición, y supervisión y promoción
del respeto de los derechos humanos. Aunque el mandato de Minustah, contenido
en la resolución 1.542 del Consejo de Seguridad de la ONU, es más
elaborado que el de misiones internacionales previas, ¿qué permite
pensar que esta vez será diferente y que se conseguirá poner
a Haití en la senda definitiva de la democracia y el desarrollo económico?
Uno de los análisis predominantes en Haití tiende a ver un patrón
en el que, sea quien sea el que ostente el poder, utilizará medios ilegales
para mantenerse en él y reprimir a la oposición. El último
cambio se ve como una oscilación del péndulo político
del campo populista de Lavalas hacia las fuerzas que mantenían el régimen
previo a Aristide, de ahí la relevancia tomada por los ex militares.
Otra opinión frecuente es que Haití sólo responde a un
líder fuerte, carismático y mesiánico, capaz de motivar
a la población con promesas que no se cumplirán y que, en el
poder, se convertirá en tirano. La historia política de Haití así ha
sido. Según algunos expertos extranjeros, este ciclo sólo se
puede romper con el refuerzo de estructuras institucionales –sobre todo
poder judicial y policía– que puedan resistir a las presiones
del Ejecutivo de turno y garanticen una aplicación suficiente de la
ley. Es necesario, además, que las organizaciones políticas aprendan
a comportarse, en el poder y en la oposición. Ya a los muy pocos meses
del cambio político, Lavalas –la nueva oposición– acusa
al Gobierno de transición de abusos y discriminación hacia sus
miembros.

El proceso político a medio plazo se basa en un "consenso de
transición política", acordado por casi todas las fuerzas
políticas, que contempla un periodo de Gobierno técnico hasta
la celebración de elecciones, a las que no podrán presentarse
los miembros de ese Ejecutivo. A pesar del apoyo de Minustah, este Gobierno
no electo carece de legitimidad para emprender reformas importantes. El panorama
político aparece fragmentado y no es fácil adivinar el apoyo
del que gozan las diferentes propuestas políticas entre la población.
Existe el riesgo de celebrar elecciones generales y presidenciales con muy
baja participación, una población indiferente y desengañada
y, tal vez, en espera de ese líder carismático. En este contexto,
algunas formaciones políticas están contemplando la posibilidad
de alianzas para poder ofrecer al electorado la imagen de una gran plataforma
política.

Cualquiera que sea la manera en que se estructure el panorama político,
el cese a corto plazo de la violencia conectada con la política es una
condición sine qua non para el éxito del proceso. Y aquí Minustah
tiene una responsabilidad importantísima por defecto: en la fuerza de
policía haitiana sólo quedan unos 2.500 hombres (sobre un número óptimo
estimado de 10.000), mal equipados y con poca capacidad de hacer frente a grupos
armados. Los 3.800 detenidos antes de los disturbios están libres tras
el saqueo de las prisiones. Los ex militares y paramilitares se pasean armados
ante la población. Aunque la resolución 1.542 otorga a la Minustah
un papel sobre todo de apoyo y asistencia, de momento no hay mucho a lo que
asistir o apoyar. Es de esperar que su mandato de mantener un entorno seguro
y estable le permita actuar con rotundidad cuando sea necesario, y que los
países que aportan personal armado autoricen a sus contingentes a hacerlo.

Aun si se consigue cierta estabilidad y progreso en la consolidación
institucional y la recuperación económica durante el periodo
transitorio, la celebración de elecciones no será ni mucho menos
la señal de un final feliz. Al contrario, a partir de ahí el
sistema político haitiano tiene que demostrar su capacidad de tener
Gobierno y oposición capaces de estar en su sitio sin recurrir a métodos
ilegales. La ayuda y firmeza de la comunidad internacional en censurar sin
ambigüedades cualquier comportamiento no democrático serán
tanto o más importantes a partir de ahí. La presencia internacional
se tendrá que mantener hasta dejar el sistema político e institucional
suficientemente consolidado e indicadores mínimos de sostenibilidad
en el desarrollo económico. El secretario general de la ONU ya ha dado
señales de la voluntad de compromiso a largo plazo de la organización.
Es crucial que éstas sean claras para todos los actores en Haití porque,
como piensan y dicen abiertamente algunos de los que se oponen a la democracia,
los extranjeros vienen y se van. Ellos se quedan.

La fuerza internacional tendrá que permanecer más
allá de
las elecciones. José Luis Herrero

 Ex soldados haitianos exigen el restablecimiento del Ejército, el 30 de agosto.
Ex soldados haitianos exigen el restablecimiento
del Ejército, el 30 de agosto.

Una coalición militar internacional ha intervenido en Haití para
apoyar la salida del país del presidente al que otra coalición
había restablecido en el poder 10 años atrás y contribuir
a la instauración de un Gobierno técnico de transición.
La intervención de 1994 había derrocado al entonces dictador
Raoul Cédras y devuelto el poder al presidente democráticamente
elegido en
1990, Jean Bertrand Aristide. Mientras controló el país (cinco
años con René Préval como presidente, pero manejando los
hilos desde la organización Fanmi Lavalas), Aristide condujo Haití a
una deriva antidemocrática reminiscente de los peores años de
las dictaduras de los Duvalier: se apoyó en milicias populares, permitió y
auspició la represión política, las violaciones de derechos
humanos y la corrupción, y condujo un proceso electoral muy cuestionable,
que le llevó de nuevo a la presidencia en 2000.

¿Cómo es posible que la comunidad internacional interviniera
militarmente en 1994 para instaurar un régimen democrático pero
no estableciera garantías suficientes para que no se transformara de
nuevo en tiranía? A partir de la reinstauración de Aristide se
sucedieron en Haití una serie de misiones de Naciones Unidas y de la
Organización de los Estados Americanos (OEA), encargadas de tareas tan
diversas como el mantenimiento de un entorno seguro (durante los primeros años
del nuevo régimen), la creación de una nueva policía,
la mejora de la administración de justicia o la supervisión de
los derechos humanos. Además, hasta 1999, el Consejo de Seguridad de
la ONU dedicó su atención y un número considerable de
resoluciones a Haití. Pero nada de esto evitó el deterioro progresivo
de la situación, que desembocó este año en violencia generalizada. Ésta
fue protagonizada en parte por ex miembros de las Fuerzas Armadas de Haití,
desmanteladas por Aristide en 1994 y que reclaman algún tipo de compensación
o su recomposición, pero las grandes beneficiadas fueron las organizaciones
políticas de oposición a Aristide, que vieron cómo los
incidentes forzaban a la comunidad internacional a alinearse con su posición,
apoyar la salida del país del presidente y volver a enviar a militares
y policías extranjeros a Haití.

La intervención de 2004 imita la secuencia de 1994: la fuerza multinacional
se encargó de mantener un entorno seguro hasta que una misión
de la ONU (Misión de Naciones Unidas de Estabilización en Haití,
Minustah), con componentes militar, policial y civil, tomó el relevo
con las funciones añadidas, entre otras, de apoyo al Gobierno en la
reforma de la policía, desarme y desmovilización; apoyo al proceso
político de transición, y supervisión y promoción
del respeto de los derechos humanos. Aunque el mandato de Minustah, contenido
en la resolución 1.542 del Consejo de Seguridad de la ONU, es más
elaborado que el de misiones internacionales previas, ¿qué permite
pensar que esta vez será diferente y que se conseguirá poner
a Haití en la senda definitiva de la democracia y el desarrollo económico?
Uno de los análisis predominantes en Haití tiende a ver un patrón
en el que, sea quien sea el que ostente el poder, utilizará medios ilegales
para mantenerse en él y reprimir a la oposición. El último
cambio se ve como una oscilación del péndulo político
del campo populista de Lavalas hacia las fuerzas que mantenían el régimen
previo a Aristide, de ahí la relevancia tomada por los ex militares.
Otra opinión frecuente es que Haití sólo responde a un
líder fuerte, carismático y mesiánico, capaz de motivar
a la población con promesas que no se cumplirán y que, en el
poder, se convertirá en tirano. La historia política de Haití así ha
sido. Según algunos expertos extranjeros, este ciclo sólo se
puede romper con el refuerzo de estructuras institucionales –sobre todo
poder judicial y policía– que puedan resistir a las presiones
del Ejecutivo de turno y garanticen una aplicación suficiente de la
ley. Es necesario, además, que las organizaciones políticas aprendan
a comportarse, en el poder y en la oposición. Ya a los muy pocos meses
del cambio político, Lavalas –la nueva oposición– acusa
al Gobierno de transición de abusos y discriminación hacia sus
miembros.

El proceso político a medio plazo se basa en un "consenso de
transición política", acordado por casi todas las fuerzas
políticas, que contempla un periodo de Gobierno técnico hasta
la celebración de elecciones, a las que no podrán presentarse
los miembros de ese Ejecutivo. A pesar del apoyo de Minustah, este Gobierno
no electo carece de legitimidad para emprender reformas importantes. El panorama
político aparece fragmentado y no es fácil adivinar el apoyo
del que gozan las diferentes propuestas políticas entre la población.
Existe el riesgo de celebrar elecciones generales y presidenciales con muy
baja participación, una población indiferente y desengañada
y, tal vez, en espera de ese líder carismático. En este contexto,
algunas formaciones políticas están contemplando la posibilidad
de alianzas para poder ofrecer al electorado la imagen de una gran plataforma
política.

Cualquiera que sea la manera en que se estructure el panorama político,
el cese a corto plazo de la violencia conectada con la política es una
condición sine qua non para el éxito del proceso. Y aquí Minustah
tiene una responsabilidad importantísima por defecto: en la fuerza de
policía haitiana sólo quedan unos 2.500 hombres (sobre un número óptimo
estimado de 10.000), mal equipados y con poca capacidad de hacer frente a grupos
armados. Los 3.800 detenidos antes de los disturbios están libres tras
el saqueo de las prisiones. Los ex militares y paramilitares se pasean armados
ante la población. Aunque la resolución 1.542 otorga a la Minustah
un papel sobre todo de apoyo y asistencia, de momento no hay mucho a lo que
asistir o apoyar. Es de esperar que su mandato de mantener un entorno seguro
y estable le permita actuar con rotundidad cuando sea necesario, y que los
países que aportan personal armado autoricen a sus contingentes a hacerlo.

Aun si se consigue cierta estabilidad y progreso en la consolidación
institucional y la recuperación económica durante el periodo
transitorio, la celebración de elecciones no será ni mucho menos
la señal de un final feliz. Al contrario, a partir de ahí el
sistema político haitiano tiene que demostrar su capacidad de tener
Gobierno y oposición capaces de estar en su sitio sin recurrir a métodos
ilegales. La ayuda y firmeza de la comunidad internacional en censurar sin
ambigüedades cualquier comportamiento no democrático serán
tanto o más importantes a partir de ahí. La presencia internacional
se tendrá que mantener hasta dejar el sistema político e institucional
suficientemente consolidado e indicadores mínimos de sostenibilidad
en el desarrollo económico. El secretario general de la ONU ya ha dado
señales de la voluntad de compromiso a largo plazo de la organización.
Es crucial que éstas sean claras para todos los actores en Haití porque,
como piensan y dicen abiertamente algunos de los que se oponen a la democracia,
los extranjeros vienen y se van. Ellos se quedan.

José Luis Herrero, director
general de FRIDE, ha visitado recientemente Haití.