Haitis already challenged rule of law during the coronavirus pandemic.
 Jimmy “Barbacoa” Chérizier enseñando las condiciones de vida dentro de una chabola en el suburbio de La Salina, Puerto Príncipe (Pierre Michel Jean para el Washington Post vía Getty Images).

La nación caribeña lleva mucho tiempo atormentada por crisis políticas, guerras entre bandas y desastres naturales. Pero muchos haitianos opinan que este último año ha sido especialmente sombrío. Y son pocos los que confían en que 2022 sea mejor.

En julio, unos sicarios asesinaron al presidente Jovenel Moïse en su casa; al parecer, su equipo de seguridad no hizo nada por evitarlo. Las clases dirigentes, conmocionadas, discutieron sobre quién debía dirigir el país (la línea sucesoria era confusa porque Moïse ya había nombrado a Ariel Henry como nuevo primer ministro, pero este aún no había jurado su cargo). Al final, Henry fue designado presidente provisional del país, pero ha tenido grandes dificultades para imponer su autoridad.

En agosto, un terremoto destruyó gran parte del sur del país. Los constantes secuestros cometidos por las bandas que dominan gran parte de la capital, Puerto Príncipe, han complicado las labores humanitarias internacionales. La toma de terminales petroleras por parte de delincuentes paralizó el país a principios de noviembre. Mientras tanto, Haití va muy por detrás del resto de América en el reparto de las vacunas contra la COVID-19. Cada vez más haitianos buscan mejores perspectivas en el extranjero; muchos de los que se van —además de muchos haitianos que abandonaron la isla hace tiempo— acampan junto a la frontera sur de Estados Unidos.

En cuanto a la transición tras la muerte de Moïse, hay dos facciones con planes opuestos. Henry y varios partidos han firmado un acuerdo que le permitirá gobernar hasta las elecciones de 2022. Por el contrario, la Comisión para una Solución Haitiana a la Crisis, un grupo que agrupa a organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos, insiste en que las heridas del país son tan profundas que sólo una reforma radical puede frenar la hemorragia. Quieren una transición de dos años, con un consejo más representativo de la sociedad en el poder hasta los nuevos comicios. Con una Constitución que ya no es esencialmente más que papel mojado (el aplazamiento de las elecciones significa que dos tercios de los escaños del Senado están vacíos) y sin haber aclarado quién ordenó el asesinato de Moïse, la estabilidad inmediata de Haití exige conciliar estas dos opciones.

Además, las bandas también tienen influencia política. Jimmy “Barbacoa” Chérizier, un expolicía que dirige la alianza criminal denominada G9 —responsable de la toma de las terminales petroleras—, ha exigido la renuncia de Henry. La corrupción policial, un sistema judicial debilitado y los peores índices de pobreza del hemisferio proporcionan las condiciones idóneas para que las bandas recluten miembros y se expandan. Chérizier recurre por igual a la fuerza bruta y a una manipulación política diseñada para atraer a los jóvenes empobrecidos y desempleados.

A muchos haitianos les horroriza la idea de una nueva misión de paz de la ONU y mucho más una intervención militar de Estados Unidos, pero, sin ayuda extranjera, es difícil que el país salga de la situación actual. El apoyo de los donantes a una oficina especial conjunta de Haití y la ONU, encargada de procesar a los altos funcionarios, policías y jueces acusados de delitos graves, podría contribuir a reducir la violencia y romper los vínculos entre los delincuentes y los políticos.

Ahora bien, la prioridad más inmediata es que los haitianos acuerden un nuevo plan de transición. Sin él, se enfrentarán a otro año de bloqueo, crimen y malestar y a que mucha más gente se vaya en busca de una vida mejor en otro país.