Sólo rediseñando las reglas del juego de un mundo que no ha sabido solucionar los efectos negativos de la globalización, se podrá poner freno al hambre.

 

El informe ‘The Challenge of Hunger 2008: Global Hunger Index’ (‘El reto del hambre en 2008: el índice global del hambre’) publicado recientemente por Welthungerhilfe, el Instituto Internacional de Investigación de Política Alimentaria (IFPRI, en sus siglas en inglés) y la ONG Concern Worldwide, reveló el dato, por otra parte esperado, de que el número de hambrientos en el mundo aumentó 75 millones en vez de disminuir los 43 millones que se planearon en 2007 en la senda del cumplimiento de los Objetivos del Milenio de la ONU en 2015. Durante el 2008 esta cifra se incrementó en más de 40 millones, alcanzando el vergonzosa dato de 973 millones de personas mal nutridas y que a fecha de hoy supone un 15% de la población mundial y un hecho incuestionable: el hambre sigue creciendo.

Cuando a mediados del año pasado las crisis derivada de la subida de precios de los alimentos llegó a la opinión pública ya hacía tiempo que era una realidad para muchos. La enorme dependencia energética de EE UU, junto a la incesante subida del petróleo, el debilitamiento del dólar y la crisis de las hipotecas subprime en el sector inmobiliario aceleró la maquinaria de una crisis multidimensional. La necesidad de encontrar mercados rentables para invertir llevó a la especulación de los precios de las materias primas y en concreto a la compra masiva de cosechas futuras de los cultivos de grano (cereales), encareciendo y acaparando precisamente los alimentos más indispensables de la cesta básica de los países pobres. Los efectos del repentino interés sobre los alimentos produjeron dos alertas diferentes. En los países exportadores se retrajo la oferta y en los importadores se encarecieron los precios sin opción a contener la demanda, ya que son productos esenciales de una dieta muy limitada.

El escaso margen entre la oferta y la demanda de los alimentos es a su vez consecuencia de varios factores. Por un lado, el desplazamiento de los cultivos y el consumo de los recursos para producirlos ponen muy en entredicho las bondades de la energía verde que viene potenciándose como alternativa energética a través de los biocarburantes. Tampoco puede hablarse de excedentes agroalimentarios, no al menos en los países en desarrollo, ya que a diferencia de los Estados ricos no gozan de suficiente elasticidad entre oferta y demanda y su producción de cereales ha experimentado la mayor caída de los últimos veinte años. El crecimiento demográfico y el cambio climático también tensionan la estrecha línea entre la oferta y demanda de los alimentos. La buena noticia de una mejora de la dieta de más de un tercio de la población mundial, que son los habitantes de potencias emergentes como China e India, deja un sabor agridulce. El incremento de su consumo de carne, ahora ya equiparada a Occidente en 3.000 calorías diarias, precisa de tierra y recursos que desplazan las prioridades de los alimentos para las personas hacia el ganado. Éste a su vez, no sólo necesita alimentarse, sino que además produce altas dosis de metano, gas de efecto invernadero todavía más potente que el dióxido de carbono y que acelera el proceso del calentamiento del planeta.

Por otra parte, el comercio internacional ha potenciado y sigue manteniendo un sistema absurdo donde resulta más accesible el consumo de alimentos importados que los de producción propia. Como consecuencia, en la selva amazónica es más asequible comer pasta y en el África subsahariana arroz, ambos productos muy alejados del los cultivos y dietas tradicionales de estas dos regiones. Esta manera de manipular la soberanía alimentaria de los países ha derivado en una precariedad sin precedentes. Hoy en día Egipto, históricamente reconocido por sus copiosas cosechas, importa más del 40% de sus alimentos. Algo parecido ocurre en México donde la tortilla, presente en la dieta diaria, se supedita a la volatilidad del mercado estadounidense, origen de su ingrediente principal, el maíz. La producción de alimentos, cuyo fin es alimentar a la personas, se orienta hacia la rentabilidad de los mercados y evidencia la vulnerabilidad de la población de aquellos Estados que menos han invertido en los sistemas de protección social. Por esta razón, hay muchas más personas hambrientas y no sólo en los países más empobrecidos.

Llegados a este punto, ¿hay alguien que pueda seguir pensando en esta crisis de los alimentos como otra crisis del hambre?

Se trata de la misma crisis mundial que parece ganar importancia cuando involucra al sector financiero de las economías más saneadas del planeta. Es causa, pero también consecuencia de un sistema multilateral que no ha sabido adaptarse a los problemas de la globalización. Por tanto, se trata de una crisis de gobernanza donde es necesario redefinir las reglas del juego, aunque de nada sirve si son de nuevo las potencias económicas y geoestratégicas quienes diseñan el nuevo sistema (G-20).

Las medidas tomadas hasta la fecha y la cuantiosa movilización de recursos comprometida en las cumbres y reuniones más recientes (más de 23.000 millones de euros) no parecen haber mejorado la situación, ni siquiera la desaceleración en la todavía ascendente subida de los precios de los alimentos en el mercado internacional permite hablar todavía de síntomas de recuperación. Cuando se admita que el problema no es exclusivo de los que pasan hambre, ni siquiera de los países mas pobres, ni sólo de los Organismos Internacionales con mandatos específicos sobre la agroalimentación, ni de las potencias políticas mas activas autocentradas en la seguridad, sino que es asunto de todos y todas, no se hallarán soluciones consensuadas que acerquen la consecución del primer objetivo del Milenio a fechas mas cercanas que las últimas estimaciones, 2.150.

 

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