El poderío militar y el atractivo cultural mantienen a Estados
Unidos en la cumbre del orden mundial. Pero la hegemonía no puede nutrirse sólo
de las armas y de Hollywood. Las políticas y las instituciones económicas estadounidenses
actúan como un ‘poder pegajoso’ que atrae a otros países hacia su sistema y
los atrapa en él. Esta forma de ejercer el poder podría contribuir a estabilizar
Irak, llevar el Estado de derecho a Rusia y evitar una guerra entre Estados
Unidos y China
.

Desde su creación, Estados Unidos se ha comportado como una potencia
mundial. No siempre ha podido enviar escuadras o poderosos ejércitos
a cualquier rincón del planeta, pero en todo momento ha estado pendiente
de la evolución del sistema global y sus Fuerzas Armadas han operado
fuera del país. Aunque no siempre ha sido la mayor y más influyente
economía del mundo, nunca ha dejado de considerar el comercio en términos
mundiales, apostando por la integración económica. Sus impulsos
ideológicos también han sido globales. El poeta Ralph Waldo Emerson
escribió que el primer tiro de la revolución americana fue un
"disparo que resonó en todo el mundo" y los estadounidenses
siempre han pensado que sus valores religiosos y políticos deberían
imperar en todo el planeta.

Las amenazas a su seguridad y sus intereses comerciales han sido lo que, históricamente,
les ha llevado a pensar de una manera global. Los buques británicos atravesaron
el Atlántico para quemar Washington, los japoneses despegaron desde sus
portaaviones en el Pacífico para bombardear Pearl Harbor. El comercio
con Asia y Europa siempre ha sido vital para EE UU. En 1801, el presidente Thomas
Jefferson envió la Marina al Mediterráneo a combatir a los piratas
bereberes para proteger su comercio. El capitán Matthew Perry atacó
Japón en 1850, en parte para asegurar que los supervivientes de los naufragios
de los buques balleneros estadounidenses que llegaban a las costas japonesas
recibieran un buen trato. Y los últimos disparos de la guerra civil salieron
de un barco mercante mercenario confederado que atacó a una flota unionista
en las aguas del océano Ártico.

El ascenso de EE UU al rango de superpotencia ha sido la consecuencia de su
visión global. En el siglo xx, mientras el sistema imperial y comercial
británico se debilitaba hasta hundirse, los responsables de la política
exterior estadounidense tuvieron que elegir entre tres opciones: apuntalar el
Imperio Británico, ignorar la cuestión o sustituir a Gran Bretaña
y asumir el trabajo sucio de imponer un orden mundial. Entre el estallido de
la Primera Guerra Mundial y el comienzo de la guerra fría, Estados Unidos
probó las tres, suplantando a Londres como giroscopio del orden mundial.

Sin embargo, EE UU sustituyó a Gran Bretaña en un momento en el
que las reglas del juego estaban cambiando para siempre. No podía ser
otro imperio más y limitarse a poner en práctica con rivales y
aliados los viejos juegos de dominación. Ese tipo de competición
llevaba a la guerra, y el conflicto entre superpotencias había dejado
de ser un elemento aceptable dentro del sistema internacional. No, Estados Unidos
tenía que intentar algo que ninguna otra nación había hecho
antes, algo que muchos teóricos de las relaciones internacionales hubieran
jurado que era imposible. Necesitaba construir un marco de poder susceptible
de acabar con siglos de conflictos entre grandes potencias y establecer una
paz duradera en todo el mundo, repitiendo a escala mundial lo que el antiguo
Egipto, China y Roma hicieron a escala regional.

Para complicar aún más la tarea, la nueva potencia hegemónica
no iba a poder usar algunos de los métodos utilizados tanto por los romanos
como por los restantes imperios. Reducir los países y civilizaciones
del mundo a provincias tributarias estaba más allá de la capacidad
militar que EE UU podía o quería ejercer. Tenía que desarrollar
una nueva vía para la coexistencia de Estados soberanos en un mundo de
armas de destrucción masiva y de espinosas rivalidades entre religiones,
razas, culturas y naciones.

En su libro La paradoja del poder estadounidense, Joseph S. Nye, politólogo
de la Universidad de Harvard, plantea las distintas formas de poder que Washington
puede desplegar para erigir un orden mundial. Nye se centra en dos tipos de
poder: el duro (hard power) y el blando (soft power). En su análisis,
el poder duro es la fuerza militar o económica, que obliga a otros a
seguir determinado curso de acción. Por el contrario, el poder blando
-el poder cultural, el poder del ejemplo, el poder de las ideas e ideales-
opera más sutilmente: logra que otros quieran lo que uno quiere y contribuye
a mantener el orden mundial estadounidense.

La agudeza del concepto de poder blando de Nye ha provocado una significativa
atención y seguirá teniendo un papel destacado en los debates
políticos. Pero la diferenciación que Nye propone entre los dos
tipos de poder duro -el militar y el económico- ha recibido
menos atención de la que merece. Él denomina al poder militar
tradicional poder punzante (sharp power): quienes se resistan a él sentirán
el aguijón de las bayonetas, mostrándoles a empujones la dirección
que deben seguir. Este poder es el fundamento del sistema estadounidense. El
poder económico puede ser conceptuado como un poder pegajoso (sticky
power), un conjunto de políticas e instituciones económicas que
atraen a otros al influjo estadounidense y después los cogen en la trampa.
Junto al poder blando, el punzante y el pejagoso son el sostén de la
hegemonía estadounidense y hacen que algo tan artificial y arbitrario,
desde el punto de vista histórico, como el sistema mundial liderado por
EE UU parezca deseable, inevitable y permanente.

Como Sansón en el templo de los
filisteos, un colapso de la economía estadounidense infligiría
un daño enorme al resto del mundo

EL ‘PODER PUNZANTE’
El poder punzante es algo muy práctico y nada sentimental. La política
militar estadounidense sigue unas normas que, en la época del Imperio
Romano, los hititas hubieran entendido muy bien. Es más, las Fuerzas
Armadas estadounidenses son la institución cuya estructura de mando se
parece más a la de las monarquías del Viejo Mundo: el presidente,
tras consultar con su Estado Mayor, da órdenes que los militares obedecen.

Naturalmente, la seguridad empieza en casa, y desde la proclamación de
la Doctrina Monroe en 1823 el principio orientativo de la política de
seguridad estadounidense ha sido mantener a las potencias europeas y asiáticas
fuera del continente americano. No debía haber ni grandes potencias que
intrigaran ni alianzas intercontinentales, y, a medida que Estados Unidos se
hacía más fuerte, tampoco bases militares europeas o asiáticas
desde Point Barrow, en Alaska, hasta el cabo de Hornos, en Chile.

Los artífices de la política de seguridad estadounidense también
se han preocupado por las rutas marítimas y aéreas. En tiempos
de paz, son vitales para la prosperidad de EE UU y sus aliados; en tiempos de
guerra, Washington debe controlarlas para apoyar a sus amigos y avituallar a
sus Fuerzas Armadas apostadas en otros continentes. En el mundo actual, en el
que los mercados están integrados, cualquier interrupción de los
flujos comerciales sería catastrófica.

Finalmente (y fatídicamente), Estados Unidos considera Oriente Medio
un área de importancia vital. Desde su perspectiva, dos peligros potenciales
acechan en esa región. El primero, que alguna potencia exterior, como
ocurrió con la Unión Soviética durante la guerra fría,
intente controlar el petróleo de Oriente Medio o al menos obstaculizar
la continuidad del suministro. El segundo, que un país de la región
llegue a dominarla y quiera hacer lo mismo. Egipto, Irán y, más
recientemente, Irak, lo han intentado y -en gran medida gracias a la política
estadounidense- han fracasado. Y a pesar de los nuevos peligros que plantea
el actual intento del líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, y sus seguidores
de establecer en la región un poder teocrático capaz de controlar
los recursos petroleros y extender un poder dictatorial a lo largo del mundo
islámico, recuerda a otras amenazas a las que EE UU se ha enfrentado
en la región en los últimos 60 años.

Como parte de una estrategia basada en el poder punzante, Estados Unidos mantiene
un sistema de alianzas y bases con el propósito de promover la estabilidad
en Asia, Europa y Oriente Medio. A finales de septiembre de 2003, EE UU tenía
unos 250.000 efectivos militares apostados fuera de sus fronteras (sin contar
con los que participan en la Operación Libertad Duradera): un 43% en
territorio de la OTAN y un 32% en Japón y Corea del Sur. Además,
Washington tiene capacidad para transportar un volumen considerable de fuerzas
a esos escenarios y a Oriente Medio en caso necesario, y mantiene la capacidad
para controlar las rutas marítimas y los corredores aéreos si
así lo exigiera la seguridad de sus avanzadillas.

Es más, Estados Unidos posee las mayores organizaciones dedicadas a
la inteligencia y la vigilancia electrónica del mundo. El presupuesto
de inteligencia estadounidense, que se estima que ha superado los 30.000 millones
de dólares en 2003 (unos 24.000 millones de euros), es mayor que el presupuesto
militar de Arabia Saudí, de Siria o de Corea del Norte.
En el pensamiento estratégico estadounidense se impone cada vez más
la idea de que la superioridad militar aplastante es la base más sólida
de la seguridad nacional. Esta supremacía abrumadora no sólo disuade
a los enemigos potenciales, sino que también consigue que otras potencias
desistan de intentar alcanzar el nivel de acumulación progresiva de fuerzas
de Estados Unidos.
El ‘PODER PEGAJOSO’
El poder económico, o pegajoso, difiere tanto del poder punzante como
del blando: no se basa ni en la coacción militar ni en la simple coincidencia
de voluntades. Piénsese, por ejemplo, en la planta carnívora Drosera
capillaris, que seduce a los insectos con un agradable aroma, pero en cuanto
las víctimas tocan su savia, se quedan pegadas, no pueden escapar. Así
es como funciona el poder económico.

Este poder tiene una larga historia. Tanto Gran Bretaña como Estados
Unidos han construido sistemas económicos de ámbito mundial que
han interesado a otros países. En el siglo xix, Gran Bretaña atrajo
a Estados Unidos para que participara en el sistema británico de comercio
e inversiones. Los mercados financieros de Londres proporcionaron el capital
inversor que permitió a la industria estadounidense crecer, mientras
Washington se beneficiaba de la posibilidad de comerciar libremente en todo
el Imperio Británico. Sin embargo, el comercio mundial de Estados Unidos
era, en cierto modo, rehén de la Marina británica. EE UU podía
negociar con quien quisiera siempre y cuando contara con la amistad británica,
pero el fin de dicha amistad supondría su colapso financiero. Por tanto,
en Estados Unidos siempre existió un fuerte lobby contrario a una guerra
con Gran Bretaña, y viceversa.

La economía mundial que Estados Unidos empezó a establecer tras
la Segunda Guerra Mundial estaba muy lejos del grado óptimo de integración
alcanzado bajo el liderazgo británico. Las dos guerras mundiales y la
Depresión hicieron jirones el delicado entramado anterior. En los años
de la guerra fría, mientras pugnaba por reconstruir y mejorar el sistema
del Viejo Mundo, EE UU tuvo que cambiar tanto la base monetaria como el marco
político y legal del sistema económico mundial.

Washington erigió su poder pegajoso sobre dos fundamentos: un sistema
monetario internacional y el libre comercio. Los acuerdos de Bretton Woods de
1944 convirtieron al dólar en la principal moneda del mundo y, mientras
se mantuvo vinculado al oro, la Reserva Federal estadounidense pudo aumentar
sus emisiones según las necesidades económicas. Durante casi 30
años, el resultado fue la mágica combinación de una base
monetaria en expansión con la estabilidad en los precios. Estas condiciones
ayudaron a producir el milagro económico en Occidente y en Japón.
El colapso de Bretton Woods en 1973 condujo a una crisis económica mundial,
pero en los 80 el sistema funcionaba ya casi tan bien como nunca con un nuevo
régimen de tipos de cambio flotantes en el que el dólar seguía
siendo fundamental.

El progreso hacia el libre comercio y la integración económica
es uno de los grandes triunfos imprevistos de la política exterior estadounidense
en el siglo xx. Juristas y economistas, en su mayor parte estadounidenses o
formados en sus universidades, ayudaron a los países pobres a construir
instituciones que dieran confianza a los inversores extranjeros, a pesar de
que los países en desarrollo confiaron cada vez más en la planificación
y la inversión dirigidas por el Estado para poner en marcha sus economías.

Detrás de toda esta actividad se hallaba la voluntad estadounidense
de abrir sus mercados -incluso sin reciprocidad- a las exportaciones
europeas, japonesas y de los países pobres. Esta política, parte
de la estrategia global de contención del comunismo, ayudó a consolidar
el respaldo a su sistema en todo el mundo. El papel del dólar como moneda
de reserva mundial, unido al sesgo expansionista de las autoridades fiscales
y monetarias estadounidenses, facilitó que Estados Unidos fuera conocido
como la "locomotora de la economía mundial" y el "consumidor
de último recurso". El déficit comercial de este país
estimuló la producción y el consumo en el resto del mundo, aumentando
la prosperidad de otros países y su interés por participar en
la economía global liderada por EE UU.

Ilustración

Disney y Marilyn

El poder blando es la segunda mitad de la ecuación que Joseph
S. Nye presentó por primera vez en 1990 en su trabajo ‘Soft
Power’, publicado en Foreign Policy. Por oposición al poder
duro, el poder blando se refiere al atractivo de los ideales y la cultura
estadounidenses. Lleva a otros a apoyar, o al menos aceptar, la hegemonía
y la política de ese país. Durante la guerra fría,
el antiimperialismo estadounidense fue, por ejemplo, una importante atracción.
EE UU nunca construyó un gran imperio colonial y, tras la Segunda
Guerra Mundial, presionó a los europeos para que concedieran la
independencia a sus colonias.

Una vez finalizado el conflicto, el Gobierno estadounidense trabajó
en la construcción de un sistema global que contara con un amplio
apoyo internacional, pero la verdadera energía para ello la pusieron
sus empresas, ONG, universidades y ciudadanos. Elvis Presley, Walt Disney
y Marilyn Monroe contribuyeron a ello tanto como el ex secretario de Estado
John Foster Dulles o el del Tesoro C. Douglas Dillon. La influencia de
W. Edwards Deming, el gurú de la productividad que transformó
la industria japonesa de la posguerra, rivalizó con la del general
MacArthur. Y las multinacionales radicadas originariamente en Estados
Unidos extendieron sus ventas, producción y gestión por
todo el mundo, contratando a quienes tenían talento, aunque no
fueran estadounidenses, e impulsando a la cumbre a los más aptos.
Su contribución a la creación de un espacio de trabajo multinacional
y multicultural en un clima de respeto mutuo sigue siendo decisiva para
el éxito del proyecto estadounidense en el mundo libre.

El deseo de vivir en EE UU que sienten decenas de millones de personas
en todo el mundo también es una poderosa muestra de su atractivo.
Las remesas que los inmigrantes envían a sus familias en sus países
de origen muestran que todo el mundo tiene un papel en el éxito
de Estados Unidos y la sensación de participar en la vida estadounidense.

Por último, la generosidad de la ayuda humanitaria estadounidense
en el extranjero aumenta su poder blando. Los estudios sitúan a
EE UU como una de las potencias menos generosas, si se considera sólo
la ayuda oficial al desarrollo. Sin embargo, según Carol C. Adelman,
ex miembro de la Agencia Internacional para el Desarrollo estadounidense,
esta forma de ayuda supone sólo el 17% del total de las donaciones
exteriores estadounidenses. Si se tienen en cuenta las remesas, el 61%
de toda la asistencia estadounidense proviene del sector privado, y las
donaciones internacionales de las fundaciones estadounidenses alcanzan
los 3.000 millones al año. Posiblemente, los donativos privados
tengan mayor impacto que la ayuda gubernamental sobre la percepción
que de EE UU se tiene en el extranjero y, por tanto, incrementan su poder
blando. -W. R. M.

 

La apertura de los mercados internos a los competidores extranjeros fue (y
sigue siendo) uno de los aspectos más controvertidos de la política
exterior estadounidense de este periodo. Los trabajadores y las industrias que
debían hacer frente a la competencia externa se opusieron a dicha apertura.
Hubo quienes se preocuparon por las consecuencias a largo plazo del déficit
comercial que durante la década de los 80 transformó a Estados
Unidos en un deudor internacional neto.

Desde la Administración Eisenhower, cada vez que ha aumentado la confianza
de EE UU en el préstamo extranjero se han predicho crisis inminentes
(del valor del dólar, de los tipos de interés nacionales o de
ambos), que aún no se han materializado. El resultado parece más
bien una repetición a escala mundial de esa conversión de la deuda
financiera en fortaleza política, cuyos pioneros fueron los fundadores
del Banco de Inglaterra en 1694 y que se repitió un siglo más
tarde cuando Estados Unidos asumió la deuda de las 13 colonias. En ambos
casos, fueron los ricos y poderosos quienes compraron la deuda, por lo que les
interesaba un Gobierno estable que garantizase el valor de la deuda. Igual que
los ingleses acaudalados se opusieron a la restauración de los Estuardo
en el trono porque temían que socavase el valor de sus reservas en el
Banco de Inglaterra, las élites propietarias de las 13 colonias apoyaron
la estabilidad y la fuerza de la nueva Constitución de EE UU porque el
valor de sus bonos oscilaba en función de la fortaleza del Gobierno nacional.

Del mismo modo, en los últimos 60 años, y a medida que los extranjeros
han ido adquiriendo más valores en Estados Unidos -bonos del Estado
y privados o inversiones privadas, tanto directas como en cartera-, cada
vez son más los interesados en que se mantenga la fuerza del sistema
liderado por EE UU. Un colapso de su economía y la ruina del dólar
no sólo haría mella en la prosperidad de ese país. Sin
su mejor cliente, numerosas naciones, entre ellas China o Japón, se hundirían
en la depresión. En esas circunstancias, la deuda se convierte en una
fortaleza, no en una debilidad, y puesto que necesitan su mercado y poseen sus
valores, los demás países temen romper con Washington. Naturalmente,
si el déficit llega demasiado lejos, dejaría de ser una fortaleza
para convertirse en un pesado lastre. Pero, al igual que Sansón en el
templo de los filisteos, el hundimiento de la economía estadounidense
causaría enormes e incalculables daños al resto del mundo. Nos
hallamos ante la máxima expresión del poder pegajoso.

Una lección histórica ‘pegajosa’

La experiencia de Alemania en la Primera Guerra Mundial muestra cómo
el poder pegajoso -el poder de las instituciones y de las políticas
de una nación- puede actuar como un arma. Durante los largos
años de paz antes de la guerra, Alemania se vio atraída
al seno del sistema comercial mundial liderado por Gran Bretaña
y su economía se hizo cada vez más dependiente de los intercambios.
Las industrias locales dependían de las importaciones de materias
primas y las manufacturas alemanas de los mercados exteriores. Alemania
importaba trigo y carne de las Américas, donde las amplias y fértiles
llanuras de Estados Unidos y las pampas de América del Sur producían
alimentos mucho más baratos que los germanos. Para 1910, esa interdependencia
económica era tan grande que muchos pensaban que las guerras resultaban
tan ruinosas desde el punto de vista económico que la era bélica
había acabado.

No fue exactamente así. Aunque el poder pegajoso no consiguió
evitar la Primera Guerra Mundial, desempeñó un papel clave
en la victoria británica. Cuando empezó el conflicto, Gran
Bretaña interrumpió ese comercio mundial del que Alemania
se había hecho tan dependiente, al tiempo que, gracias a la Armada
Real británica, el Reino Unido y sus aliados siguieron disfrutando
del acceso a los bienes del resto del mundo. La escasez de materias primas
y alimentos básicos acosaron a Alemania durante toda la guerra
y, para el invierno de 1916-1917, los alemanes ya padecían un hambre
severa. Mientras, Alemania intentó aislar a los aliados de los
mercados mundiales usando sus submarinos en el Atlántico Norte.
Ese movimiento provocó la entrada de Estados Unidos en la guerra
en un momento en que era la única posibilidad de salvación
para la causa aliada.

Finalmente, en el otoño de 1918, la moral de las Fuerzas Armadas
y de la población civil alemanas se hundieron, debido, en parte,
a la escasez. Esto, y no una derrota militar, fue lo que obligó
a sus dirigentes a pedir un armisticio.
-W. R. M

¿La suma de todos los poderes?
La fuerza económica estadounidense radica en el poder pegajoso. ¿Cómo
ayudará este poder a que Estados Unidos responda a los retos actuales?
Una necesidad apremiante es garantizar la reconstrucción económica
de Irak. Los países con economías abiertas desarrollan actividades
orientadas hacia el comercio; los directivos de las empresas pueden promover
políticas económicas que respeten los derechos de propiedad, la
democracia y el Estado de derecho. También hacen lobby para que los gobiernos
eviten ese aislamiento que caracterizó a Irak y a Libia cuando estaban
sometidos a sanciones económicas. Y, si vamos más allá
de Irak, el aliciente del acceso al capital occidental y a los mercados globales
es una de las pocas fuerzas que protegen al Estado de derecho de una erosión
aún mayor en Rusia. El imparable ascenso de China pondrá a prueba
el poder pegajoso. A medida que se desarrolle, debería alcanzar un grado
de riqueza que le permitiera mantener unas Fuerzas Armadas capaces de rivalizar
con las estadounidenses. Algunos analistas, tanto en China como en EE UU, creen
que, según las leyes de la historia, algún día el poder
chino entrará en conflicto con la potencia imperante.

El poder pegajoso ofrece una salida al respecto. China se beneficia de su
participación en el sistema económico estadounidense y de su integración
en la economía global. Entre 1970 y 2003, el PIB chino creció
de unos 106.000 millones de dólares a más de 1,3 billones. Hasta
2003 se calcula que entraron en el país unos 450.000 millones de dólares
procedentes del exterior. Es más, China depende cada vez más de
las importaciones y exportaciones para mantener su economía (y su aparato
militar) en marcha. Las hostilidades entre Washington y Pekín paralizarían
la industria china y cortarían los suministros de petróleo y otros
bienes fundamentales. No obstante, el poder pegajoso funciona en ambos sentidos.
Si China no puede permitirse una guerra con Estados Unidos, Washington tampoco
puede romper sus relaciones comerciales con el gigante asiático. En la
era de las armas de destrucción masiva, esta dependencia mutua es buena
para ambos. El poder pegajoso no evitó la Primera Guerra Mundial, pero
ahora la interdependencia económica es más profunda y, como resultado,
el inevitable conflicto chino-americano, menos probable.

Pero para ejercer el poder en el mundo real hay que volver a unir las piezas.
El poder duro, el pegajoso y el blando operan para mantener la hegemonía
estadounidense. Aunque los dos primeros alcanzan hoy niveles sin precedentes,
el aumento del antiamericanismo refleja una crisis de su poder blando que pone
en tela de juicio los fundamentos del sistema estadounidense. Resolver esta
tensión de modo que las diferentes formas de poder se refuercen es uno
de los principales desafíos de su política exterior.

¿Algo más?
Joseph S. Nye acuñó el concepto de
poder blando en su principal ensayo ‘Soft Power’ (Foreign
Policy, otoño de 1990). Otra obra suya más reciente,
La paradoja del poder norteamericano (Ed. Taurus, Madrid, 2003),
es el mejor y más original libro sobre el modo en que Estados
Unidos puede desplegar diferentes tipos de poder. En contra de esta
visión, el sociólogo e investigador francés
Emmanuel Todd propone en Después del imperio (Ed. Foca, Madrid,
2003) una descripción realista de una gran nación
cuya potencia ha sido indiscutible, pero cuyo declive parece irreversible.Suele considerarse que el griego Tucídides fue el primer
historiador que sentó las bases doctrinales del realismo
en política exterior en La historia de la guerra del Peloponeso
(Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid,
2003), y, en ese relato de la guerra entre Atenas y Esparta, el
poder blando desempeña un papel fundamental. Si se tienen
en cuenta las distinciones de Nye, la lectura de libros de historia
premodernos como Historia de Roma desde su fundación, de
Tito Livio (Gredos, Madrid, 2002) o Introducción a la historia,
de Ibn Jaldun (Ediciones Andaluzas Reunidas, Sevilla, 1985) ofrecen
motivos de reflexión sobre las diferentes formas que puede
adoptar el poder.

Para entender mejor las complejas relaciones entre Gran Bretaña
y Estados Unidos y sus intereses mundiales durante los siglos xviii
y xix, véase el libro de Walter Russell Mead Special Providence:
American Foreign Policy and How It Changed the World (Ed. Knopf,
Nueva York, 2001). La obra de Robert Skidelsky sobre John Maynard
Keynes, Fighting for Freedom, 1937-1946 (Ed. Viking Press, Nueva
Yok, 2001) [de este autor existe en español una biografía
en versión reducida: Keynes, Alianza Editorial, Madrid, 1998],
describe las cuestiones económicas que interesaban a las
autoridades británicas y estadounidenses mientras construían
el sistema financiero mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial.
El ya clásico libro de Charles P. Kindleberger Historia financiera
de Europa (Ed. Crítica, Barcelona, 1988) arroja luz sobre
Bretton Woods y un amplio espectro de cuestiones ligadas al poder
pegajoso.

 

El poderío militar y el atractivo cultural mantienen a Estados
Unidos en la cumbre del orden mundial. Pero la hegemonía no puede nutrirse sólo
de las armas y de Hollywood. Las políticas y las instituciones económicas estadounidenses
actúan como un ‘poder pegajoso’ que atrae a otros países hacia su sistema y
los atrapa en él. Esta forma de ejercer el poder podría contribuir a estabilizar
Irak, llevar el Estado de derecho a Rusia y evitar una guerra entre Estados
Unidos y China. . Walter Russell Mead

Desde su creación, Estados Unidos se ha comportado como una potencia
mundial. No siempre ha podido enviar escuadras o poderosos ejércitos
a cualquier rincón del planeta, pero en todo momento ha estado pendiente
de la evolución del sistema global y sus Fuerzas Armadas han operado
fuera del país. Aunque no siempre ha sido la mayor y más influyente
economía del mundo, nunca ha dejado de considerar el comercio en términos
mundiales, apostando por la integración económica. Sus impulsos
ideológicos también han sido globales. El poeta Ralph Waldo Emerson
escribió que el primer tiro de la revolución americana fue un
"disparo que resonó en todo el mundo" y los estadounidenses
siempre han pensado que sus valores religiosos y políticos deberían
imperar en todo el planeta.

Las amenazas a su seguridad y sus intereses comerciales han sido lo que, históricamente,
les ha llevado a pensar de una manera global. Los buques británicos atravesaron
el Atlántico para quemar Washington, los japoneses despegaron desde sus
portaaviones en el Pacífico para bombardear Pearl Harbor. El comercio
con Asia y Europa siempre ha sido vital para EE UU. En 1801, el presidente Thomas
Jefferson envió la Marina al Mediterráneo a combatir a los piratas
bereberes para proteger su comercio. El capitán Matthew Perry atacó
Japón en 1850, en parte para asegurar que los supervivientes de los naufragios
de los buques balleneros estadounidenses que llegaban a las costas japonesas
recibieran un buen trato. Y los últimos disparos de la guerra civil salieron
de un barco mercante mercenario confederado que atacó a una flota unionista
en las aguas del océano Ártico.

El ascenso de EE UU al rango de superpotencia ha sido la consecuencia de su
visión global. En el siglo xx, mientras el sistema imperial y comercial
británico se debilitaba hasta hundirse, los responsables de la política
exterior estadounidense tuvieron que elegir entre tres opciones: apuntalar el
Imperio Británico, ignorar la cuestión o sustituir a Gran Bretaña
y asumir el trabajo sucio de imponer un orden mundial. Entre el estallido de
la Primera Guerra Mundial y el comienzo de la guerra fría, Estados Unidos
probó las tres, suplantando a Londres como giroscopio del orden mundial.

Sin embargo, EE UU sustituyó a Gran Bretaña en un momento en el
que las reglas del juego estaban cambiando para siempre. No podía ser
otro imperio más y limitarse a poner en práctica con rivales y
aliados los viejos juegos de dominación. Ese tipo de competición
llevaba a la guerra, y el conflicto entre superpotencias había dejado
de ser un elemento aceptable dentro del sistema internacional. No, Estados Unidos
tenía que intentar algo que ninguna otra nación había hecho
antes, algo que muchos teóricos de las relaciones internacionales hubieran
jurado que era imposible. Necesitaba construir un marco de poder susceptible
de acabar con siglos de conflictos entre grandes potencias y establecer una
paz duradera en todo el mundo, repitiendo a escala mundial lo que el antiguo
Egipto, China y Roma hicieron a escala regional.

Para complicar aún más la tarea, la nueva potencia hegemónica
no iba a poder usar algunos de los métodos utilizados tanto por los romanos
como por los restantes imperios. Reducir los países y civilizaciones
del mundo a provincias tributarias estaba más allá de la capacidad
militar que EE UU podía o quería ejercer. Tenía que desarrollar
una nueva vía para la coexistencia de Estados soberanos en un mundo de
armas de destrucción masiva y de espinosas rivalidades entre religiones,
razas, culturas y naciones.

En su libro La paradoja del poder estadounidense, Joseph S. Nye, politólogo
de la Universidad de Harvard, plantea las distintas formas de poder que Washington
puede desplegar para erigir un orden mundial. Nye se centra en dos tipos de
poder: el duro (hard power) y el blando (soft power). En su análisis,
el poder duro es la fuerza militar o económica, que obliga a otros a
seguir determinado curso de acción. Por el contrario, el poder blando
-el poder cultural, el poder del ejemplo, el poder de las ideas e ideales-
opera más sutilmente: logra que otros quieran lo que uno quiere y contribuye
a mantener el orden mundial estadounidense.

La agudeza del concepto de poder blando de Nye ha provocado una significativa
atención y seguirá teniendo un papel destacado en los debates
políticos. Pero la diferenciación que Nye propone entre los dos
tipos de poder duro -el militar y el económico- ha recibido
menos atención de la que merece. Él denomina al poder militar
tradicional poder punzante (sharp power): quienes se resistan a él sentirán
el aguijón de las bayonetas, mostrándoles a empujones la dirección
que deben seguir. Este poder es el fundamento del sistema estadounidense. El
poder económico puede ser conceptuado como un poder pegajoso (sticky
power), un conjunto de políticas e instituciones económicas que
atraen a otros al influjo estadounidense y después los cogen en la trampa.
Junto al poder blando, el punzante y el pejagoso son el sostén de la
hegemonía estadounidense y hacen que algo tan artificial y arbitrario,
desde el punto de vista histórico, como el sistema mundial liderado por
EE UU parezca deseable, inevitable y permanente.

Como Sansón en el templo de los
filisteos, un colapso de la economía estadounidense infligiría
un daño enorme al resto del mundo

EL ‘PODER PUNZANTE’
El poder punzante es algo muy práctico y nada sentimental. La política
militar estadounidense sigue unas normas que, en la época del Imperio
Romano, los hititas hubieran entendido muy bien. Es más, las Fuerzas
Armadas estadounidenses son la institución cuya estructura de mando se
parece más a la de las monarquías del Viejo Mundo: el presidente,
tras consultar con su Estado Mayor, da órdenes que los militares obedecen.

Naturalmente, la seguridad empieza en casa, y desde la proclamación de
la Doctrina Monroe en 1823 el principio orientativo de la política de
seguridad estadounidense ha sido mantener a las potencias europeas y asiáticas
fuera del continente americano. No debía haber ni grandes potencias que
intrigaran ni alianzas intercontinentales, y, a medida que Estados Unidos se
hacía más fuerte, tampoco bases militares europeas o asiáticas
desde Point Barrow, en Alaska, hasta el cabo de Hornos, en Chile.

Los artífices de la política de seguridad estadounidense también
se han preocupado por las rutas marítimas y aéreas. En tiempos
de paz, son vitales para la prosperidad de EE UU y sus aliados; en tiempos de
guerra, Washington debe controlarlas para apoyar a sus amigos y avituallar a
sus Fuerzas Armadas apostadas en otros continentes. En el mundo actual, en el
que los mercados están integrados, cualquier interrupción de los
flujos comerciales sería catastrófica.

Finalmente (y fatídicamente), Estados Unidos considera Oriente Medio
un área de importancia vital. Desde su perspectiva, dos peligros potenciales
acechan en esa región. El primero, que alguna potencia exterior, como
ocurrió con la Unión Soviética durante la guerra fría,
intente controlar el petróleo de Oriente Medio o al menos obstaculizar
la continuidad del suministro. El segundo, que un país de la región
llegue a dominarla y quiera hacer lo mismo. Egipto, Irán y, más
recientemente, Irak, lo han intentado y -en gran medida gracias a la política
estadounidense- han fracasado. Y a pesar de los nuevos peligros que plantea
el actual intento del líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, y sus seguidores
de establecer en la región un poder teocrático capaz de controlar
los recursos petroleros y extender un poder dictatorial a lo largo del mundo
islámico, recuerda a otras amenazas a las que EE UU se ha enfrentado
en la región en los últimos 60 años.

Como parte de una estrategia basada en el poder punzante, Estados Unidos mantiene
un sistema de alianzas y bases con el propósito de promover la estabilidad
en Asia, Europa y Oriente Medio. A finales de septiembre de 2003, EE UU tenía
unos 250.000 efectivos militares apostados fuera de sus fronteras (sin contar
con los que participan en la Operación Libertad Duradera): un 43% en
territorio de la OTAN y un 32% en Japón y Corea del Sur. Además,
Washington tiene capacidad para transportar un volumen considerable de fuerzas
a esos escenarios y a Oriente Medio en caso necesario, y mantiene la capacidad
para controlar las rutas marítimas y los corredores aéreos si
así lo exigiera la seguridad de sus avanzadillas.

Es más, Estados Unidos posee las mayores organizaciones dedicadas a
la inteligencia y la vigilancia electrónica del mundo. El presupuesto
de inteligencia estadounidense, que se estima que ha superado los 30.000 millones
de dólares en 2003 (unos 24.000 millones de euros), es mayor que el presupuesto
militar de Arabia Saudí, de Siria o de Corea del Norte.
En el pensamiento estratégico estadounidense se impone cada vez más
la idea de que la superioridad militar aplastante es la base más sólida
de la seguridad nacional. Esta supremacía abrumadora no sólo disuade
a los enemigos potenciales, sino que también consigue que otras potencias
desistan de intentar alcanzar el nivel de acumulación progresiva de fuerzas
de Estados Unidos.
El ‘PODER PEGAJOSO’
El poder económico, o pegajoso, difiere tanto del poder punzante como
del blando: no se basa ni en la coacción militar ni en la simple coincidencia
de voluntades. Piénsese, por ejemplo, en la planta carnívora Drosera
capillaris, que seduce a los insectos con un agradable aroma, pero en cuanto
las víctimas tocan su savia, se quedan pegadas, no pueden escapar. Así
es como funciona el poder económico.

Este poder tiene una larga historia. Tanto Gran Bretaña como Estados
Unidos han construido sistemas económicos de ámbito mundial que
han interesado a otros países. En el siglo xix, Gran Bretaña atrajo
a Estados Unidos para que participara en el sistema británico de comercio
e inversiones. Los mercados financieros de Londres proporcionaron el capital
inversor que permitió a la industria estadounidense crecer, mientras
Washington se beneficiaba de la posibilidad de comerciar libremente en todo
el Imperio Británico. Sin embargo, el comercio mundial de Estados Unidos
era, en cierto modo, rehén de la Marina británica. EE UU podía
negociar con quien quisiera siempre y cuando contara con la amistad británica,
pero el fin de dicha amistad supondría su colapso financiero. Por tanto,
en Estados Unidos siempre existió un fuerte lobby contrario a una guerra
con Gran Bretaña, y viceversa.

La economía mundial que Estados Unidos empezó a establecer tras
la Segunda Guerra Mundial estaba muy lejos del grado óptimo de integración
alcanzado bajo el liderazgo británico. Las dos guerras mundiales y la
Depresión hicieron jirones el delicado entramado anterior. En los años
de la guerra fría, mientras pugnaba por reconstruir y mejorar el sistema
del Viejo Mundo, EE UU tuvo que cambiar tanto la base monetaria como el marco
político y legal del sistema económico mundial.

Washington erigió su poder pegajoso sobre dos fundamentos: un sistema
monetario internacional y el libre comercio. Los acuerdos de Bretton Woods de
1944 convirtieron al dólar en la principal moneda del mundo y, mientras
se mantuvo vinculado al oro, la Reserva Federal estadounidense pudo aumentar
sus emisiones según las necesidades económicas. Durante casi 30
años, el resultado fue la mágica combinación de una base
monetaria en expansión con la estabilidad en los precios. Estas condiciones
ayudaron a producir el milagro económico en Occidente y en Japón.
El colapso de Bretton Woods en 1973 condujo a una crisis económica mundial,
pero en los 80 el sistema funcionaba ya casi tan bien como nunca con un nuevo
régimen de tipos de cambio flotantes en el que el dólar seguía
siendo fundamental.

El progreso hacia el libre comercio y la integración económica
es uno de los grandes triunfos imprevistos de la política exterior estadounidense
en el siglo xx. Juristas y economistas, en su mayor parte estadounidenses o
formados en sus universidades, ayudaron a los países pobres a construir
instituciones que dieran confianza a los inversores extranjeros, a pesar de
que los países en desarrollo confiaron cada vez más en la planificación
y la inversión dirigidas por el Estado para poner en marcha sus economías.

Detrás de toda esta actividad se hallaba la voluntad estadounidense
de abrir sus mercados -incluso sin reciprocidad- a las exportaciones
europeas, japonesas y de los países pobres. Esta política, parte
de la estrategia global de contención del comunismo, ayudó a consolidar
el respaldo a su sistema en todo el mundo. El papel del dólar como moneda
de reserva mundial, unido al sesgo expansionista de las autoridades fiscales
y monetarias estadounidenses, facilitó que Estados Unidos fuera conocido
como la "locomotora de la economía mundial" y el "consumidor
de último recurso". El déficit comercial de este país
estimuló la producción y el consumo en el resto del mundo, aumentando
la prosperidad de otros países y su interés por participar en
la economía global liderada por EE UU.

Ilustración

Disney y Marilyn

El poder blando es la segunda mitad de la ecuación que Joseph
S. Nye presentó por primera vez en 1990 en su trabajo ‘Soft
Power’, publicado en Foreign Policy. Por oposición al poder
duro, el poder blando se refiere al atractivo de los ideales y la cultura
estadounidenses. Lleva a otros a apoyar, o al menos aceptar, la hegemonía
y la política de ese país. Durante la guerra fría,
el antiimperialismo estadounidense fue, por ejemplo, una importante atracción.
EE UU nunca construyó un gran imperio colonial y, tras la Segunda
Guerra Mundial, presionó a los europeos para que concedieran la
independencia a sus colonias.

Una vez finalizado el conflicto, el Gobierno estadounidense trabajó
en la construcción de un sistema global que contara con un amplio
apoyo internacional, pero la verdadera energía para ello la pusieron
sus empresas, ONG, universidades y ciudadanos. Elvis Presley, Walt Disney
y Marilyn Monroe contribuyeron a ello tanto como el ex secretario de Estado
John Foster Dulles o el del Tesoro C. Douglas Dillon. La influencia de
W. Edwards Deming, el gurú de la productividad que transformó
la industria japonesa de la posguerra, rivalizó con la del general
MacArthur. Y las multinacionales radicadas originariamente en Estados
Unidos extendieron sus ventas, producción y gestión por
todo el mundo, contratando a quienes tenían talento, aunque no
fueran estadounidenses, e impulsando a la cumbre a los más aptos.
Su contribución a la creación de un espacio de trabajo multinacional
y multicultural en un clima de respeto mutuo sigue siendo decisiva para
el éxito del proyecto estadounidense en el mundo libre.

El deseo de vivir en EE UU que sienten decenas de millones de personas
en todo el mundo también es una poderosa muestra de su atractivo.
Las remesas que los inmigrantes envían a sus familias en sus países
de origen muestran que todo el mundo tiene un papel en el éxito
de Estados Unidos y la sensación de participar en la vida estadounidense.

Por último, la generosidad de la ayuda humanitaria estadounidense
en el extranjero aumenta su poder blando. Los estudios sitúan a
EE UU como una de las potencias menos generosas, si se considera sólo
la ayuda oficial al desarrollo. Sin embargo, según Carol C. Adelman,
ex miembro de la Agencia Internacional para el Desarrollo estadounidense,
esta forma de ayuda supone sólo el 17% del total de las donaciones
exteriores estadounidenses. Si se tienen en cuenta las remesas, el 61%
de toda la asistencia estadounidense proviene del sector privado, y las
donaciones internacionales de las fundaciones estadounidenses alcanzan
los 3.000 millones al año. Posiblemente, los donativos privados
tengan mayor impacto que la ayuda gubernamental sobre la percepción
que de EE UU se tiene en el extranjero y, por tanto, incrementan su poder
blando. -W. R. M.

 

La apertura de los mercados internos a los competidores extranjeros fue (y
sigue siendo) uno de los aspectos más controvertidos de la política
exterior estadounidense de este periodo. Los trabajadores y las industrias que
debían hacer frente a la competencia externa se opusieron a dicha apertura.
Hubo quienes se preocuparon por las consecuencias a largo plazo del déficit
comercial que durante la década de los 80 transformó a Estados
Unidos en un deudor internacional neto.

Desde la Administración Eisenhower, cada vez que ha aumentado la confianza
de EE UU en el préstamo extranjero se han predicho crisis inminentes
(del valor del dólar, de los tipos de interés nacionales o de
ambos), que aún no se han materializado. El resultado parece más
bien una repetición a escala mundial de esa conversión de la deuda
financiera en fortaleza política, cuyos pioneros fueron los fundadores
del Banco de Inglaterra en 1694 y que se repitió un siglo más
tarde cuando Estados Unidos asumió la deuda de las 13 colonias. En ambos
casos, fueron los ricos y poderosos quienes compraron la deuda, por lo que les
interesaba un Gobierno estable que garantizase el valor de la deuda. Igual que
los ingleses acaudalados se opusieron a la restauración de los Estuardo
en el trono porque temían que socavase el valor de sus reservas en el
Banco de Inglaterra, las élites propietarias de las 13 colonias apoyaron
la estabilidad y la fuerza de la nueva Constitución de EE UU porque el
valor de sus bonos oscilaba en función de la fortaleza del Gobierno nacional.

Del mismo modo, en los últimos 60 años, y a medida que los extranjeros
han ido adquiriendo más valores en Estados Unidos -bonos del Estado
y privados o inversiones privadas, tanto directas como en cartera-, cada
vez son más los interesados en que se mantenga la fuerza del sistema
liderado por EE UU. Un colapso de su economía y la ruina del dólar
no sólo haría mella en la prosperidad de ese país. Sin
su mejor cliente, numerosas naciones, entre ellas China o Japón, se hundirían
en la depresión. En esas circunstancias, la deuda se convierte en una
fortaleza, no en una debilidad, y puesto que necesitan su mercado y poseen sus
valores, los demás países temen romper con Washington. Naturalmente,
si el déficit llega demasiado lejos, dejaría de ser una fortaleza
para convertirse en un pesado lastre. Pero, al igual que Sansón en el
templo de los filisteos, el hundimiento de la economía estadounidense
causaría enormes e incalculables daños al resto del mundo. Nos
hallamos ante la máxima expresión del poder pegajoso.

Una lección histórica ‘pegajosa’

La experiencia de Alemania en la Primera Guerra Mundial muestra cómo
el poder pegajoso -el poder de las instituciones y de las políticas
de una nación- puede actuar como un arma. Durante los largos
años de paz antes de la guerra, Alemania se vio atraída
al seno del sistema comercial mundial liderado por Gran Bretaña
y su economía se hizo cada vez más dependiente de los intercambios.
Las industrias locales dependían de las importaciones de materias
primas y las manufacturas alemanas de los mercados exteriores. Alemania
importaba trigo y carne de las Américas, donde las amplias y fértiles
llanuras de Estados Unidos y las pampas de América del Sur producían
alimentos mucho más baratos que los germanos. Para 1910, esa interdependencia
económica era tan grande que muchos pensaban que las guerras resultaban
tan ruinosas desde el punto de vista económico que la era bélica
había acabado.

No fue exactamente así. Aunque el poder pegajoso no consiguió
evitar la Primera Guerra Mundial, desempeñó un papel clave
en la victoria británica. Cuando empezó el conflicto, Gran
Bretaña interrumpió ese comercio mundial del que Alemania
se había hecho tan dependiente, al tiempo que, gracias a la Armada
Real británica, el Reino Unido y sus aliados siguieron disfrutando
del acceso a los bienes del resto del mundo. La escasez de materias primas
y alimentos básicos acosaron a Alemania durante toda la guerra
y, para el invierno de 1916-1917, los alemanes ya padecían un hambre
severa. Mientras, Alemania intentó aislar a los aliados de los
mercados mundiales usando sus submarinos en el Atlántico Norte.
Ese movimiento provocó la entrada de Estados Unidos en la guerra
en un momento en que era la única posibilidad de salvación
para la causa aliada.

Finalmente, en el otoño de 1918, la moral de las Fuerzas Armadas
y de la población civil alemanas se hundieron, debido, en parte,
a la escasez. Esto, y no una derrota militar, fue lo que obligó
a sus dirigentes a pedir un armisticio.
-W. R. M

¿La suma de todos los poderes?
La fuerza económica estadounidense radica en el poder pegajoso. ¿Cómo
ayudará este poder a que Estados Unidos responda a los retos actuales?
Una necesidad apremiante es garantizar la reconstrucción económica
de Irak. Los países con economías abiertas desarrollan actividades
orientadas hacia el comercio; los directivos de las empresas pueden promover
políticas económicas que respeten los derechos de propiedad, la
democracia y el Estado de derecho. También hacen lobby para que los gobiernos
eviten ese aislamiento que caracterizó a Irak y a Libia cuando estaban
sometidos a sanciones económicas. Y, si vamos más allá
de Irak, el aliciente del acceso al capital occidental y a los mercados globales
es una de las pocas fuerzas que protegen al Estado de derecho de una erosión
aún mayor en Rusia. El imparable ascenso de China pondrá a prueba
el poder pegajoso. A medida que se desarrolle, debería alcanzar un grado
de riqueza que le permitiera mantener unas Fuerzas Armadas capaces de rivalizar
con las estadounidenses. Algunos analistas, tanto en China como en EE UU, creen
que, según las leyes de la historia, algún día el poder
chino entrará en conflicto con la potencia imperante.

El poder pegajoso ofrece una salida al respecto. China se beneficia de su
participación en el sistema económico estadounidense y de su integración
en la economía global. Entre 1970 y 2003, el PIB chino creció
de unos 106.000 millones de dólares a más de 1,3 billones. Hasta
2003 se calcula que entraron en el país unos 450.000 millones de dólares
procedentes del exterior. Es más, China depende cada vez más de
las importaciones y exportaciones para mantener su economía (y su aparato
militar) en marcha. Las hostilidades entre Washington y Pekín paralizarían
la industria china y cortarían los suministros de petróleo y otros
bienes fundamentales. No obstante, el poder pegajoso funciona en ambos sentidos.
Si China no puede permitirse una guerra con Estados Unidos, Washington tampoco
puede romper sus relaciones comerciales con el gigante asiático. En la
era de las armas de destrucción masiva, esta dependencia mutua es buena
para ambos. El poder pegajoso no evitó la Primera Guerra Mundial, pero
ahora la interdependencia económica es más profunda y, como resultado,
el inevitable conflicto chino-americano, menos probable.

Pero para ejercer el poder en el mundo real hay que volver a unir las piezas.
El poder duro, el pegajoso y el blando operan para mantener la hegemonía
estadounidense. Aunque los dos primeros alcanzan hoy niveles sin precedentes,
el aumento del antiamericanismo refleja una crisis de su poder blando que pone
en tela de juicio los fundamentos del sistema estadounidense. Resolver esta
tensión de modo que las diferentes formas de poder se refuercen es uno
de los principales desafíos de su política exterior.

¿Algo más?
Joseph S. Nye acuñó el concepto de
poder blando en su principal ensayo ‘Soft Power’ (Foreign
Policy, otoño de 1990). Otra obra suya más reciente,
La paradoja del poder norteamericano (Ed. Taurus, Madrid, 2003),
es el mejor y más original libro sobre el modo en que Estados
Unidos puede desplegar diferentes tipos de poder. En contra de esta
visión, el sociólogo e investigador francés
Emmanuel Todd propone en Después del imperio (Ed. Foca, Madrid,
2003) una descripción realista de una gran nación
cuya potencia ha sido indiscutible, pero cuyo declive parece irreversible.Suele considerarse que el griego Tucídides fue el primer
historiador que sentó las bases doctrinales del realismo
en política exterior en La historia de la guerra del Peloponeso
(Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid,
2003), y, en ese relato de la guerra entre Atenas y Esparta, el
poder blando desempeña un papel fundamental. Si se tienen
en cuenta las distinciones de Nye, la lectura de libros de historia
premodernos como Historia de Roma desde su fundación, de
Tito Livio (Gredos, Madrid, 2002) o Introducción a la historia,
de Ibn Jaldun (Ediciones Andaluzas Reunidas, Sevilla, 1985) ofrecen
motivos de reflexión sobre las diferentes formas que puede
adoptar el poder.

Para entender mejor las complejas relaciones entre Gran Bretaña
y Estados Unidos y sus intereses mundiales durante los siglos xviii
y xix, véase el libro de Walter Russell Mead Special Providence:
American Foreign Policy and How It Changed the World (Ed. Knopf,
Nueva York, 2001). La obra de Robert Skidelsky sobre John Maynard
Keynes, Fighting for Freedom, 1937-1946 (Ed. Viking Press, Nueva
Yok, 2001) [de este autor existe en español una biografía
en versión reducida: Keynes, Alianza Editorial, Madrid, 1998],
describe las cuestiones económicas que interesaban a las
autoridades británicas y estadounidenses mientras construían
el sistema financiero mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial.
El ya clásico libro de Charles P. Kindleberger Historia financiera
de Europa (Ed. Crítica, Barcelona, 1988) arroja luz sobre
Bretton Woods y un amplio espectro de cuestiones ligadas al poder
pegajoso.

 

Walter Russell Mead es investigador
principal de Política Exterior de EE UU en el Council on Foreign Relations.
Este texto es una adaptación de su próximo libro, Power, Terror,
Peace, and War: America’s Grand Strategy in a World at Risk (New York:
Knopf, 2004).