La crisis política en Honduras vuelve a recordar a la comunidad internacional su falta de medios a la hora de contrarrestar de manera pacífica a dictadores y golpistas, así como la debilidad de las instituciones democráticas en algunos países de América Latina.

 

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Tensión: La policía patrulla las calles de Tegucigalpa para sofocar las protestas a favor de Manuel Zelaya.

Por una vez y sin que sirva de precedente, la comunidad internacional ha reaccionado de forma rápida y firme rechazando el golpe de Estado en Honduras y ha respaldado casi al unísono la legitimidad democrática que representa el presidente Manuel Zelaya. Sin embargo, y aunque parezca paradójico, no está claro que vaya a lograr su objetivo.

El dilema de cómo derrotar o expulsar a dictadores es un reto recurrente en el último siglo, pero por el momento el mundo democrático no ha encontrado una respuesta fácil y efectiva a estas situaciones, y los muy recientes ejemplos en Afganistán e Irak lo demuestran. Zelaya ha recibido con mayor o menor entusiasmo el apoyo político de la ONU, la Organización de Estados Americanos (OEA), la Unión Europea y decenas de líderes de todo el mundo -desde Hugo Chávez hasta Barack Obama-,  pero esto no indica, al menos por ahora, que los golpistas vayan a ceder en su determinación de llevar al país por otros derroteros.

Es inocente pensar que Zelaya ha sido derrocado sólo por un puñado de militares con tendencias dictatoriales. Esta sería una lógica reduccionista demasiado sencilla. Su expulsión fue refrendada por la máxima autoridad judicial de Honduras, el tribunal supremo, e incluso por la mayoría del Congreso que rápidamente ha elegido su alternativa, Roberto Micheletti. Está claro que usurpar el poder no concede legitimidad inmediata, pero no puede olvidarse que muchos dictadores han sobrevivido sin ella durante décadas con el apoyo tácito de grandes y pequeñas potencias e incluso de parte de la población.

La realidad sobre el terreno es que los propios hondureños se encuentran divididos. No está claro que una abrumadora mayoría del país defienda el regreso de Zelaya, aunque es de justicia que la comunidad internacional defienda los principios y valores democráticos (en estos momentos es cuando uno se acuerda del doble rasero que se aplica con frecuencia a distintos líderes y naciones del mundo).

En esta encrucijada existen tres escenarios. El primero sería el más deseado, pero cada vez menos probable y distante. La presión internacional -y de Estados Unidos, supuestamente con enorme influencia sobre este pequeño país centroamericano- tiene éxito y los militares dan marcha a tras de manera voluntaria y sin violencia. Zelaya es recibido en Tegucigalpa como un héroe y todo vuelve a la normalidad. Consciente de que está oportunidad desaparece con rapidez, el presidnete hondureño está buscando regresar lo más pronto posible, arropado por el respaldo político de la OEA y de quien sea. El tiempo cuenta en su contra y se arriesga a seguir siendo el presidente legítimo y constitucional… pero en el exilio.

En cualquier caso, esto no parece nada fácil. La cúpula militar hondureña sabía que no contaba con el respaldo de Washington, según algunos medios de comunicación, y aún así dio el paso, una prueba de su determinación. Bastaría con evitar que el avión en el que viaje Zelaya aterrice para impedir su regreso o bien, si toma tierra, detenerlo inmediatamente y deportarlo de nuevo. Por otra parte, incluso si se aceptara su regreso, ¿qué margen de maniobra poseería el presidente? No sólo tendría que cambiar -e incluso detener y juzgar- a los militares rebeldes, sino también a gran parte de los jueces, congresistas, empresarios… que han apoyado el golpe. Se vería abocado a una verdadera purga institucional (por no decir caza de brujas), y algunos ojos en Washington temerían que sirviera de excusa perfecta para una revolución similar a la bolivariana de Chávez.

Los bloqueos y aislamientos sólo funcionan a muy largo plazo y dañan sobre todo a la población local más desfavorecida

El segundo escenario es aún más pesimista. Pasan los días y Micheletti con sus apoyos civiles y militares mantiene su decisión y alargan su permanencia en el poder con el propósito de llegar a las anunciadas elecciones de noviembre. De esta manera, intentaría que las urnas les concediera la credibilidad suficiente como para resquebrajar y romper el frente internacional a favor de Zelaya. En esta tesitura, la comunidad internacional sólo tendría dos caminos: la intervención por la fuerza o el bloqueo y asilamiento diplomático.

Consciente de que su presidencia está basada en cambiar la política imperialista del pasado, Obama ha rechazado por el momento el recurso armado para restaurar a Zelaya, a pesar de que en teoría debería ser fácil para EE UU desplegar una fuerza expedicionaria que redujera al pequeño Ejército hondureño, teniendo en cuenta que posee una base militar en el país centroamericano. Por no hablar del otro frente. Chávez ya anunciado que tiene a sus Fuerzas Armadas en alerta y con su impredecible carácter no puede descartarse que con un mandato de sus amigos de ALBA se le ocurra intentar una opción bélica, utilizando a Nicaragua como centro de operación. La cordura parece, en cualquier caso, conceder pocas oportunidades a esta opción, ya que agrandaría aún más el conflicto y lo internacionalizaría.

El tercer escenario, por tanto, sería el que la comunidad internacional ha utilizado en el pasado para casos más o menos parecidos: el bloqueo o aislamiento diplomático. Son inevitables las similitudes con el Irak de Sadam Husein y la Cuba de Fidel Castro. Salvando todas las distancias, en ninguno de ellos, se ha logrado el objetivo de conseguir el cambio político sin violencia. La OEA y la UE -con la retirada de embajadores y el aislamiento político- y el Banco Mundial -con la suspensión de ayuda económica- parecen inclinarse hacia este terreno, más fácil de digerir para las opiniones públicas. Los precedentes confirman, en cualquier caso, que los bloqueos y aislamientos sólo funcionan a muy largo plazo y dañan sobre todo a la población local más desfavorecida sin asegurar el éxito final.

Honduras es un nuevo ejemplo, primero, de la fragilidad de los regímenes donde la verdadera democracia no está consolidada, algo que se olvida hasta que es demasiado tarde, y, segundo, de las pocas herramientas de las que dispone la comunidad internacional para revertir sin violencia el curso marcado por dictadores y golpistas.