Un poco más de cemento podría salvar el mundo. En serio.

 

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No tengo datos, pero no creo que el hormigón sea uno de los materiales  más queridos en el mundo. Desde Belgrado hasta Brixton, el planeta está lleno de torres antisépticas y brutalistas construidas por aspirantes a Le Corbusier, monstruosidades que se han convertido en pocilgas verticales infestadas de pintadas y bandas de delincuentes.  No hay nadie, aparte de los ingenieros de caminos, que considere que las autopistas de 20 carriles en Houston son un ejemplo de belleza. Y, por cada megavatio de electricidad que produce la enorme presa de las Tres gargantas en China –la estructura de hormigón más grande del mundo–, hubo que expulsar aproximadamente a 77 personas de sus hogares. Ahora bien, ¿y si resulta que, aun a riesgo de indignar a Joni Mitchell, el camino al paraíso está en el suelo de un aparcamiento?

Si alguna vez han viajado, por ejemplo, a una aldea remota en Suazilandia, y luego han vuelto, años después, y se han encontrado con que aquel delicioso camino de tierra está asfaltado, es muy probable que sientan nostalgia por todo lo antiguo. No lo hagan. Es muy probable también que la gente que allí vive sea ahora mucho más sana, más feliz y más rica que cuando estuvieron la última vez. Todo gracias a un poco de cemento.

Piensen en lo que representa vivir en una casa con el suelo de barro, como hacen casi el 80% de los kenianos que habita en zonas rurales y cientos de millones de personas en todo el mundo. Son unos suelos imposibles de limpiar, y por eso más de 500 millones de personas están infectadas con anquilostoma, según el científico Peter Hoetz, del Sabin Vaccine Institute. Andar descalzos por suelos de tierra es una de las formas más corrientes de adquirir esta infección  parasitaria en la que las larvas escarban a través de la piel, se alojan en el tracto gastrointestinal, viven del ser humano que las alberga  y, en el caso de los niños, les hace caer muy enfermos. Los niños con anquilostoma tienen menos probabilidades de ir a la escuela y convertirse en adultos sanos. Las repercusiones económicas pueden ser considerables: el economista de la Universidad de Chicago Hoyt Bleakley calcula que, a principios del siglo XX, los niños infectados con anquilostoma en el sur de Estados Unidos ganaban un 43% menos de salario en la edad adulta.

Existen métodos baratos para combatir esas enfermedades. Una combinación de fármacos capaz de contrarrestar el anquilostoma y otras infecciones parasitarias no cuesta más que 50 céntimos por persona y año. Sin embargo, la reinfección es frecuente, y el uso indebido de los medicamentos puede crear vetas resistentes. ¿Cuál es el arma más eficaz? No las medicinas, sino el hormigón, que normalmente no cuesta más que unos cuantos euros por metro cúbico y puede durar toda una vida.

Sería conveniente que los países compensen las nuevas carreteras con impuestos más altos sobre el carbono

He aquí la prueba: en 2000 se inició en el Estado mexicano de Coahuila un programa llamado “Piso Firme” que ofrecía hasta 150 dólares (unos 120 euros) de hormigón mezclado a cada casa, un cemento que se entregaba directamente a las familias para que cubrieran sus suelos de tierra. El especialista Paul Gertler evaluó los efectos: en los niños de las familias que habían cambiado la tierra  por el hormigón, las tasas de infecciones parasitarias cayeron un 78%; el número de niños que sufrían diarrea se redujo a la mitad; la anemia disminuyó en más de cuatro quintas partes; y las notas en los exámenes cognitivos mejoraron en más de un tercio (tampoco puede extrañar que las madres en los hogares recién pavimentados dijeran que sufrían menos depresiones y estaban más satisfechas con su vida). Para 2005, Piso Firme se había extendido a otros estados, y 300.000 viviendas —aproximadamente el 10% de las casas con suelo de tierra en México— habían participado en el programa.

También es útil que se asfalte la calle en la que está la casa, aunque por motivos económicos, más que sanitarios. Los economistas Marco González-Navarro y Climent Quintana-Domeque llegaron a la conclusión, en un estudio hecho en 2010, de que cementar la calle en el pueblo de Acayucán, México, añadía más de un 50% al valor de la tierra y provocaba un 31% de aumento en los alquileres. Asimismo aumentaba de forma considerable el acceso de los hogares al crédito, lo que permitía que, las familias que vivían en calles asfaltadas tuvieran un 40% más de probabilidades de poseer un coche.

Y, ya que las hormigoneras están ahí, ¿por qué quedarse en la ciudad? Asfaltar las carreteras en las zonas rurales tiene enormes beneficios para los seres humanos, y no solo porque da trabajo a millones de personas en todo el mundo. Las investigaciones de los economistas Shahidur Khandker, Gayatri Koolwal y Zaid Bakht descubrieron que las carreteras pavimentadas aumentaban los salarios agrícolas en un 27% y la producción en más de un 30%. Además hacían que la matriculación en las escuelas creciera hasta un 14%.

El mero hecho de arreglar los baches es útil, lo mismo en Washington y Nueva York que en La Paz y Lagos. Los cálculos del Banco Mundial para Latinoamérica indican que, si se mantuvieran las infraestructuras como es debido, el PIB de la región crecería hasta un 40%.

Como es natural, existen factores ambientales importantes que es preciso tener en cuenta: fabricar y verter hormigón y asfalto es una gran fuente de gases de efecto invernadero, y las carreteras general tráfico, que significa más emisiones de gases y carbono. Por no hablar de que la construcción de nuevas carreteras en un bosque virgen es la manera más segura de entregar ese bosque a los madereros, a menudo sin grandes beneficios económicos a cambio. El cemento no es una receta para el desarrollo inteligente de la Amazonia, y sería conveniente que los países compensen las nuevas carreteras con impuestos más altos sobre el carbono.

Pero un poco de hormigón puede ayudar enormemente a consolidar una vida mejor para millones de personas.

 

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