ENSEÑABA Economía en la Universidad de Chittagong (Bangladesh) en 1974, y las teorías que enseñaba no parecían ser útiles para aliviar la extrema pobreza. Un día, me encontré a una mujer que estaba haciendo un taburete de bambú frente a su cabaña. Ganaba sólo un par de peniques diarios. Eso era lo que le quedaba a causa de su deuda con los prestamistas. Yo la miré y pensé: “Dios mío, no es una morosa, sólo trabaja como una esclava”.

AL DÍA SIGUIENTE ME PREGUNTÉ: “¿Por qué no busco a más gente en la misma situación que esta mujer?”. Así que encontré a 42 personas que habían pedido prestados un total de 27 dólares. Y, de pronto, se me ocurrió: l problema es enorme, pero la solución es muy simple. Sólo tengo que dar los 27 dólares a esas 42 personas para que queden libres de los prestamistas. El resto es historia.

DESPUÉS DE SEIS AÑOS [de prestar a mujeres] comencé a darme cuenta de algo: el dinero que había ido a la mujer de la casa [más que al hombre] beneficiaba mucho más a la familia. Una estrategia que empleaban los más pobres para subsistir era enviar a los niños a trabajar, uno a uno, quizás como camareros, a cambio de comida. Con siete, ocho o nueve años, los niños ya trabajaban como esclavos. Pero cuando las madres recibían los préstamos, lo primero que hacían era traerse de nuevo a sus hijos a casa.

LA MUJER DE UNA FAMILIA POBRE es una muy eficiente administradora de los escasos recursos.

LAS GRANDES ORGANIZACIONES, como el Banco Mundial, no ven [los microcréditos] como un mecanismo de intervención para el desarrollo. Creen que éste se consigue con infraestructuras y no con créditos. De lo contrario, ¿cómo se puede justificar que el Banco Mundial no dedique ni un 1% de su cartera a pequeños préstamos? Después de todos estos años, la institución financiera global todavía no ha cambiado.