Los imperios dirigen la historia, pero los de los últimos cien años tuvieron vidas cortas y no sobrevivieron para ver el amanecer del nuevo siglo. Hoy día no existe ninguno, al menos oficialmente. Pero esto podría cambiar pronto si Estados Unidos, o incluso China, abrazan su destino imperial. ¿Cómo pueden evitar sufrir el mismo final que aquellos que les precedieron?

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Los imperios, más que los Estados nación, son los actores principales de la historia. Gran parte de ésta consiste en las hazañas de los 50 a 70 imperios que en su día gobernaron múltiples pueblos. No obstante, a medida que ha pasado el tiempo, su duración ha tendido a disminuir. Este fenómeno de una reducida esperanza de vida imperial tiene profundas implicaciones para nuestra época.

Oficialmente, hoy sólo existen 192 Estados. Sin embargo, los fantasmas de los imperios pasados siguen pululando por la tierra. Los conflictos regionales desde África Central a Oriente Medio, y desde Centroamérica al Lejano Oriente, se explican —y a menudo de forma poco sincera— en términos de anteriores pecados imperiales: una frontera arbitraria por aquí, una estrategia de divide y vencerás por allá.

Además, muchos de los Estados más importantes de hoy son de forma reconocible la progenie de imperios. Véase la Federación Rusa, donde algo menos del 80% de la población es rusa, o Reino Unido, que es, a todos los efectos, un imperio inglés. La Italia y la Alemania modernas son el producto no del nacionalismo, sino de la expansión piamontesa y prusiana. La herencia es aún más evidente fuera de Europa. India es la heredera del Imperio Mongol y, de forma todavía más patente, del Imperio Británico. China es descendiente directa del Imperio del Centro. En las Américas, el legado imperial se hace aparente desde Canadá en el Norte hasta Argentina en el Sur. El mundo de hoy es tanto de ex imperios y ex colonias como lo es de Estados nación. Porque, ¿no son los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU un acogedor club de imperios pasados? ¿Y qué es la intervención humanitaria sino una versión más políticamente correcta de la vieja misión civilizadora de los imperios occidentales?

Solemos asumir que el ciclo de vida de grandes poderes y civilizaciones goza de la característica de la regularidad. Pero es sorprendente la extraordinaria variabilidad en la expansión tanto cronológica como geográfica de su dominio. La mayoría de los imperios modernos tienen una vida mucho más corta que la de sus predecesores de la Antigüedad e inicios de la Edad Moderna.

El Imperio romano de Occidente data del año 27 a. C. y acabó cuando Constantinopla se estableció como una capital rival con la muerte del emperador Teodosio en 395, sumando 422 años. El Imperio romano de Oriente nace entonces hasta, al menos, la toma de Bizancio por los turcos en 1453, con un total de 1.058 años. El Sacro Imperio Romano —el sucesor del Imperio de Occidente— duró desde el año 800, cuando Carlomagno fue coronado emperador, hasta que Napoleón acabó con él en 1806. Es decir, cada imperio romano duró una media de 829 años.

Tales cálculos nos permiten comparar la duración de los distintos imperios romanos, que tuvieron largas vidas. Los imperios de Oriente Medio (incluyendo el asirio, el abásida y el otomano) vivieron poco más de 400 años; el egipcio y el de Europa oriental en torno a 350 años; el chino gobernó durante más de tres siglos. Los imperios indios, persas y de Europa occidental en general sobrevivieron entre 200 y 300 años. Por lo tanto, después de la toma de Constantinopla, aquel de más larga vida fue el otomano, de 469 años. Los imperios de Europa oriental de los Habsburgo y los Romanov existieron cada uno durante más de tres siglos. Los mongoles gobernaron 235 años en una parte sustancial de lo que hoy es India. El reino de los safávidas en Persia tuvo una duración casi idéntica. Por su parte, los imperios británico, holandés, francés y español permanecieron todos durante aproximadamente 300 años. La vida del portugués se acercó más a los 500 años.

En cambio, aquellos creados en el siglo XX fueron comparativamente cortos. La Unión Soviética de los bolcheviques (1922-1991) sobrevivió menos de 70 años, un récord exiguo, aunque no ha sido igualado por la República Popular China. El de Japón, cuyo inicio puede datarse en el momento de la adquisición de Taiwan en 1895, duró 50 años. El más fugaz de todos los imperios modernos fue el Tercer Reich, duró 12 años. Aunque, ejerciendo el poder sobre pueblos extranjeros, sólo vivió la mitad de ese tiempo. Únicamente Benito Mussolini fue menos eficaz que Hitler.

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¿Por qué los imperios del siglo XX resultaron tan efímeros? Los que surgieron con la Primera Guerra Mundial no se conformaban con la organización administrativa, desordenada pero que funcionaba, que había caracterizado a los viejos imperios, incluyendo las caóticas mezclas de ley imperial y local y la delegación de poder y estatus a ciertos grupos indígenas. Heredaron de los constructores de naciones del siglo XIX una sed insaciable de uniformidad. Repudiaban las constricciones religiosas y legales tradicionales sobre el uso de la fuerza. Se empeñaron en crear nuevas jerarquías para reemplazar las estructuras sociales existentes. Les encantaba barrer las viejas instituciones políticas. Por encima de todo, hicieron de la ausencia de piedad una virtud. Era típico de la nueva generación de emperadores en ciernes que Hitler acusara a los británicos de ser excesivamente blandos con los nacionalistas indios.

Los Estados imperio de la mitad del siglo XX fueron en gran medida los arquitectos de sus propias caídas. En particular, los alemanes y los japoneses impusieron su autoridad sobre otros pueblos con tal ferocidad que minaron la colaboración local y pusieron los cimientos de la resistencia. Las ambiciones territoriales eran tan ilimitadas —y su gran estrategia combinada tan poco realista— que rápidamente crearon una coalición invencible de rivales imperiales configurada por el Imperio británico, la Unión Soviética y Estados Unidos.

POR QUÉ LUCHAMOS

En público, los dirigentes de EE UU y China niegan que alberguen intenciones imperiales. Son Estados producto de una revolución y tiene una larga tradición de antiimperialismo. Sin embargo, hay momentos en que se les cae la careta. En 2004, un asesor de alto rango del presidente Bush confiaba al periodista Ron Suskind que "hoy somos un imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad… Somos actores de la historia". Los líderes chinos puede que piensen parecido. Pero incluso si no lo hacen, es perfectamente posible que una república se comporte como un imperio, mientras niega la pérdida de su virtud republicana.

El imperio estadounidense es joven según los parámetros históricos. Su expansión continental en el siglo XIX fue descaradamente imperialista. Sin embargo, la facilidad comparativa con la que territorios poco poblados fueron absorbidos en la estructura federal original contravenía el desarrollo de una mentalidad imperial y generaba una tensión mínima para las instituciones de la república. En cambio, la era de expansión de EE UU allende los mares, cuyo inicio puede marcarlo la guerra hispano-americana de 1898, ha sido mucho más difícil, y, por esta razón, ha conjurado a menudo el fantasma de una presidencia imperial. Dejando aparte Samoa, Guam, las Islas Marianas del Norte, Puerto Rico y las Islas Vírgenes, que siguen dependiendo de Washington, las intervenciones estadounidenses en el extranjero han sido habitualmente breves.

En el siglo XX, Washington invadió y permaneció en Panamá durante 74 años, 48 en Filipinas, 47 en Palau, 39 en Micronesia y las Islas Marshall, 19 en Haití, y 8 en la República Dominicana. Las ocupaciones formales posteriores a la guerra de Alemania Occidental y Japón continuaron, respectivamente, durante 10 y 7 años, aunque las fuerzas estadounidenses aún continúan en esos países, así como en Corea del Sur. También desplegaron tropas en Vietnam del Sur, pero para 1973 se habían marchado. Este patrón apoya la asunción generalizada de que la presencia militar estadounidense en Afganistán e Irak no durará mucho más una vez Bush deje el cargo. El imperio —sobre todo cuando cuya existencia no se reconoce— es efímero de un modo que distingue bastante a nuestra época de las anteriores.

En el caso americano, la principal causa de esta brevedad no es la alineación de pueblos conquistados o la amenaza que representan imperios rivales, sino las constricciones nacionales. Éstas adoptan tres formas distintivas. Hoy Estados Unidos tiene tan sólo un soldado por cada 210 iraquíes. El problema no es estrictamente demográfico, porque EE UU no carece de gente joven, sino que prefiere mantener una proporción relativamente pequeña de su población en las Fuerzas Armadas: un 0,5%. Sólo una parte pequeña y muy bien entrenada de estos militares está disponible para el combate fuera del país. Los miembros de este grupo de élite no son fáciles de sacrificar, tampoco de reemplazar. La segunda constricción es el déficit presupuestario. Los costes de la guerra en Irak están demostrando ser superiores a los pronósticos de la Administración: 290.000 millones de dólares (unos 225.000 millones de euros) desde la invasión en 2003. Esa cifra no es muy grande en relación con el tamaño de la economía de EE UU —menos del 2,5% de su PIB—, pero ha demostrado ser insuficiente para lograr una rápida reconstrucción del país que podría haber evitado el incipiente conflicto civil de hoy.

Finalmente, y lo que es quizás más importante, hay un déficit de atención americano. Los imperios del pasado tenían escasas dificultades para mantener el apoyo del público a largos conflictos. Estados Unidos ha demostrado hacer esto peor. A una mayoría de estadounidenses les llevó menos de 18 meses empezar a considerar un error la invasión de Irak. Unos niveles comparables de desilusión con la guerra de Vietnam no se produjeron hasta tres años después de su comienzo, cuando el número de estadounidenses muertos en combate se aproximaba a 30.000.

Existen toda clase de teorías para explicar la disminuida durabilidad de los imperios en nuestros días. Algunas dicen que el alcance de las noticias 24 horas dificulta mucho ocultar los abusos de poder. Otras sostienen que la tecnología militar ha dejado de conferir una ventaja inexpugnable a EE UU. Sin embargo, las razones reales por las cuales los imperios de hoy son tanto efímeros como no declarados están en otra parte. Los imperios (los reconozcamos como tal o no) emergen como actores de la historia debido a las economías de escala que crean. Existe un límite demográfico al número de gente que la mayoría de los Estados nación pueden poner en armas; un imperio, sin embargo, está mucho menos constreñido: entre sus principales funciones está movilizar y equipar a grandes fuerzas militares reclutadas de distintos pueblos y recaudar los impuestos o tomar los préstamos necesarios para pagarles, de nuevo utilizando los recursos de más de una nacionalidad.

MÁS VENTAJAS QUE COSTES

Pero, ¿por qué entablar guerras? La respuesta tiene que ser económica. Los objetivos interesados de la expansión imperial oscilan desde la necesidad de garantizar la seguridad de la metrópolis derrotando enemigos, hasta la recaudación de arrendamientos e impuestos de sus pueblos súbditos, por no hablar de los más obvios trofeos de tierras nuevas para colonizar, materias primas y tesoros. Como regla general, un imperio necesita conseguir estas cosas a precios más bajos de lo que les costaría en un intercambio libre. Aunque puede al mismo tiempo proporcionar bienes públicos, es decir, las ventajas del sistema llegan no sólo a los gobernantes, sino a los gobernados y también a terceros.

El gobierno imperial no consiste únicamente en poner botas en el campo de batalla. No sólo los soldados, sino también los funcionarios, colonos, asociaciones voluntarias, firmas y élites locales pueden, de diferentes formas, servir para imponer la voluntad del centro sobre la periferia. Ni tampoco las ventajas del imperio tienen por qué alcanzar sólo a los gobernantes del imperio y sus clientes. Además de las élites locales, los colonos procedentes de las capas más pobres de la metrópoli también pueden compartir los frutos.

Un imperio, entonces, cobrará existencia y perdurará siempre y cuando, a ojos de los imperialistas, las ventajas de ejercer poder sobre pueblos extranjeros superen los costes; y siempre y cuando, a ojos de los súbditos, los benefios de aceptar la dominación superen los costes de resistirse. Por el momento, los inconvenientes de administrar países como Irak y Afganistán son demasiados a ojos de los estadounidenses; las ventajas de todo ello se perciben, como poco, nebulosas, y ningún imperio rival parece capaz o inclinado a hacer un trabajo mejor. Con sus instituciones republicanas abolladas, pero aún intactas, Estados Unidos no tiene el aire de una nueva Roma. Aunque el actual presidente se ha esforzado por darle poder al Ejecutivo, no es ningún Octavio.

Pero todo esto podría cambiar. En nuestro cada día más populoso mundo, donde ciertos recursos naturales están destinados a ser más escasos, los viejos resortes principales de la rivalidad imperial permanecen. Sólo hay que mirar cómo busca China relaciones privilegiadas con los grandes productores de materias primas en África y en otros lugares. O preguntarse cuánto tiempo una América neoaislacionista permanecería desligada del mundo musulmán si se produjeran nuevos ataques terroristas islamistas. El imperio hoy día, bien es verdad, es no declarado y no deseado. Pero la Historia sugiere que el cálculo de poder podría virar de nuevo a su favor mañana.

 

¿Algo más?
Para tener más información sobre los retos que afrontan los imperios de hoy día, consúltese el libro de Niall Ferguson Coloso: auge y decadencia del Imperio americano (Editorial Debate, Barcelona, 2005).

El clásico de Edward Gibbon Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano (Turner, Madrid, 1984) explora la longevidad del Imperio Romano. Para un repaso de la historia del Imperio Oriental, véase el libro de John Julius Norwich ‘s Byzantium (Knopf, Nueva York, 1989). La obra esencial sobre imperios del mundo moderno es Auge y caída de las grandes potencias (Globus Comunicación, Madrid, 1994), por Paul Kennedy. El libro de Mark Mazower Dark Continent: Europe’s Twentieth Century (A. A. Knopf, Nueva York, 1999) examina los fracasos de los imperios europeos del siglo XX .