Estamos en medio de lo que pretende ser una reordenación minuciosa
del mundo por parte de los Estados más poderosos. Las guerras de Irak
y Afganistán no son más que una parte de un esfuerzo supuestamente
universal para crear un orden mundial mediante la difusión de la democracia.
La idea no es sólo quijotesca; es peligrosa. La retórica en la
que se enmarca esta cruzada implica que el sistema es aplicable en una versión
normalizada (occidental), que puede triunfar en todas partes, que puede remediar
los dilemas transnacionales de hoy y que puede engendrar paz en vez de sembrar
desorden. No es así.

La democracia es popular por algo. En 1647, los niveladores ingleses difundieron
la seductora idea de que "todo gobierno lo es con el libre consentimiento
del pueblo". Querían decir votos para todos. Por supuesto, el
sufragio universal no garantiza ningún resultado político determinado,
y las elecciones no pueden ni siquiera asegurar su propia supervivencia; piénsese
en la República de Weimar. Además, la democracia electoral no
tiende a producir resultados convenientes para los poderes hegemónicos
o imperiales. (Si la guerra de Irak hubiera dependido del consentimiento, libremente
expresado, de la comunidad mundial, no se habría producido). Pero estas
incertidumbres no minan el atractivo de la democracia electoral. Otros factores,
además de la popularidad de la democracia, explican la peligrosa e ilusa
creencia de que unos ejércitos extranjeros pueden propagarla. La globalización
indica que las acciones humanas están evolucionando hacia un modelo
universal. Si las gasolineras, los iPods y los genios de los ordenadores son
iguales en todo el mundo, ¿por qué no las instituciones políticas?
Esta concepción subestima la complejidad del mundo. También ha
contribuido a hacer más atractiva la difusión de un nuevo orden,
el regreso a los baños de sangre y la anarquía, tan visible en
gran parte del mundo. Los Balcanes parecen ser la prueba de que las áreas
de agitación y catástrofes humanas necesitan la intervención –incluso
militar, si es preciso– de otros Estados fuertes y estables. A falta
de un gobierno mundial real, algunos humanitarios están dispuestos a
apoyar un orden impuesto por el poder de Estados Unidos. Pero siempre hay que
sospechar de las potencias militares que aseguran estar haciendo un favor a
sus víctimas y al mundo mediante la derrota y la ocupación de
Estados más débiles.






























"Los Estados poderosos intentan
difundir un sistema que incluso a ellos les parece insuficiente para
afrontar los retos de hoy"

Sin embargo, el factor más importante es tal vez otro: EE UU posee
la combinación necesaria de megalomanía y mesianismo, derivada
de sus orígenes revolucionarios. Hoy, su supremacía tecno-militar
no tiene rivales, está convencido de la superioridad de su sistema social
y, desde 1989, ya no hay quien le recuerde –como les pasó aun
a los mayores imperios– que su poder material ...