¿Cómo podemos clasificar a India, una nación que es a la vez increíblemente rica y desesperadamente pobre?

SAJJAD HUSSAIN/AFP/Getty Images

 

 

En mayo, el Gobierno indio anunció que iba a entregar 5.000 millones de dólares de ayuda a los países africanos con el propósito de contribuir a que cumplan con sus objetivos de desarrollo. “Nosotros no tenemos todas las respuestas”, afirmó el primer ministro Manmohan Singh, “pero sí tenemos cierta experiencia en el proceso de construcción nacional que estamos felices de compartir”.

Se puede perdonar a los británicos por sentirse molestos con la generosidad de Singh. Después de todo, Gran Bretaña da actualmente más de 450 millones de dólares anuales en ayudas a India y tiene planes de continuar haciéndolo al menos durante los próximos años. Mientras que la economía inglesa va a trompicones entrando y saliendo de la recesión, el producto interior bruto de India está creciendo a un ritmo de más de un 8% al año. Esto ha situado al Gobierno británico en la posición, bastante extraña, de tener que vender bonos para poder donar dinero a la segunda economía que más rápido crece de Asia, a pesar de que ésta esté adentrándose a su vez en el mundo de la filantropía.

Esta política no goza de gran popularidad en la mayoría de la prensa británica, que argumenta que, puesto que India tiene un programa espacial y algunos multimillonarios extravagantes, no necesita ayuda —especialmente en un momento en el que Gran Bretaña no puede permitírselo—. (Cuando el Gobierno laborista perdió las elecciones generales el año pasado y tuvo que abandonar el poder, el ministro de Finanzas Liam Byrne dejó en su mesa una nota de una línea para su sucesor antes de marcharse: “Me temo que no queda dinero”. Era un chiste. Pero también era verdad). No obstante, el país todavía se considera a sí misma como una nación donante, con todas las obligaciones y el prestigio internacional que eso conlleva. Esto proviene, en parte, de cierto sentido de culpa postcolonial: el primer ministro David Cameron se refirió recientemente al “sentido del deber de ayudar a los demás” y a los “potentes argumentos morales” a favor de proporcionar ayuda.

Esta situación ilustra con precisión lo drásticamente que el auge económico de Asia ha revertido siglos de experiencia, y las expectativas de que Occidente vaya a conservar la hegemonía de la que ha gozado los últimos 400 años. Se está volviendo cada vez más difícil determinar si una nación es rica o pobre, y términos como el Sur Global o el Tercer Mundo tienen que matizarse mucho para tener en cuenta el hecho de que grandes sectores de la población en países como China, Brasil e India ahora cuentan con un poder de compra que se equipara al de la gente de Occidente.

En 1951, el diplomático estadounidense Bill Bullitt describió la condición de India en la revista Life: “Un inmenso país que contiene 357 millones de personas”, escribió, “con enormes recursos naturales y combatientes extraordinarios, pero no puede ni alimentarse a sí misma ni defenderse contra ataques serios. Un habitante de India vive, de media, 27 años. Sus ingresos anuales son de unos 50 dólares. Aproximadamente el 90% de los indios no saben leer ni escribir. Subsisten en la miseria y bajo la amenaza de hambre”. “Hoy sería difícil pronunciar una afirmación tan categórica sobre India. La pobreza desde luego sigue siendo un problema crónico, pero coexiste junto a reductos de importante riqueza. La esperanza de vida de un indio en el momento de su nacimiento se sitúa ahora en los 67 años y continúa elevándose. Quizá sea necesario pensar de manera diferente, y percatarse de que un país como este, al igual que el gato de Schrödinger, puede existir en al menos dos formas simultáneamente: rica y pobre”.

El cambio más importante ocurrido en las dos últimas décadas, desde el comienzo de la liberación económica, ha sido la transformación de las aspiraciones de la clase media india. Aunque los anquilosados días de la economía controlada y la burocracia —en los que las decisiones importantes dependían de la autorización de un burócrata—  tenían una estabilidad propia, también asfixiaban las oportunidades y el talento individual. Los miembros de la clase media profesional a menudo preferían buscar fortuna en el extranjero en sociedades más basadas en la meritocracia.
La moderna clase media india tiene una nueva oportunidad de configurar su propio destino de un modo que antes no era posible. Uno puede mudarse a su propia casa usando un préstamo para vivienda y dejar de vivir con varias generaciones de su familia; puede comprar un coche que no sea un Ambassador o un Fiat; viajar al extranjero y ver cómo vive la gente en otros países; tiene la posibilidad de contemplar a los políticos aceptando sobornos o bailando con prostitutas en la televisión —en los programas de los medios locales que se dedican a intentar pillarlos con las manos en la masa— mientras se cambia de canal en busca de Mujeres desesperadas Kaun Banega Crorepati, la adaptación india de ¿Quién quiere ser millonario? Los ejecutivos que han logrado el éxito en el extranjero por sus propios medios, como la consejera delegada de PepsiCo Indra Nooyi, son presentados como héroes nacionales.

En el siglo XX las fortunas personales del mundo se concentraban en manos estadounidenses, europeas, árabes y, ocasionalmente, del Este de Asia. Para 2008, cuatro de las ocho personas vivas más ricas del mundo eran indias, y 2011 es el primer año en el que ha habido más multimillonarios del grupo de los BRIC —Brasil, Rusia, India y China— que de Europa. En épocas pasadas, los indios ricos eran gobernantes aristocráticos o miembros de extensas familias de empresarios que habían construido su fortuna en el sector textil o de las manufacturas. Los industriales se dedicaban a acumular capital y existían limitadas expectativas de intentar superar a los vecinos en términos de burda ostentación. Desde la liberalización, muchos integrantes de la nueva hornada de multimillonarios que han levantado sus fortunas en áreas como la construcción, las propiedades inmobiliarias, el acero y la tecnología no son ya descendientes de familias bien conectadas. Una nueva élite social sin ataduras ha crecido con extraordinaria rapidez.

En algunos momentos esta nueva riqueza ha provocado un intenso resentimiento. En Bombay, el industrial Mukesh Ambani construyó recientemente la residencia privada más cara del mundo, una creación de 27 plantas que albergaban tres pisos de jardines, piscinas, una sala fría (que, cumpliendo el sueño definitivo del Himalaya, hace volar ráfagas de nieve falsa), tres helipuertos, un parking de seis plantas y varias habitaciones para el séquito (porque ¿quién viaja sin uno?). El magnate del acero Lakshmi Mittal, que vive en Londres y es actualmente la persona más rica de Gran Bretaña, es hoy el único indio más rico que Ambani. En 2006, la OPA hostil de Mittal Steel por la mayor empresa de acero de Europa, Arcelor, fue recibida con consternación en el continente. El responsable de esta última firma, Guy Dollé, afirmó lleno de pesar que la compañía depredadora estaba “llena de indios” y su propia empresa, con sede en Luxemburgo, no tenía necesidad de “monnaie de singe” —una expresión que significa “dinero sin valor”, pero cuya desafortunada traducción directa es “calderilla de mono”—. Lakshmi Mittal ganó la batalla, Dollé fue expulsado, y Arcelor Mittal es ahora la compañía de acero más grande del mundo.

Durante este giro financiero global, aproximadamente un cuarto de la población de India hasta el momento no ha ganado prácticamente nada con la transformación económica del país. Aquellos que viven al margen de la economía monetaria, en colinas y junglas y en tierras que cada vez son más codiciadas por sus recursos naturales, no han compartido en absoluto los beneficios del crecimiento nacional. El periodista Mark Tully, que lleva informando sobre India casi 50 años, dijo una vez que las lágrimas de cocodrilo derramadas por los pobres de India harían desbordarse al Ganges.

 
Un problema es que el Gobierno estatal indio calcula por arriba sus niveles de pobreza para obtener más dinero de Nueva Delhi
 

Hoy, a medida que crecen las desigualdades y algunos indios se hacen extremadamente ricos, las discusiones sobre la pobreza del país —su grado y profundidad y los mejores medios para aliviarla— son más feroces que nunca. Surjit Bhalla, que dirige una empresa de investigación económica y gestión de activos en Nueva Delhi, ha asegurado que la cifra de los menos afortunados de India está enormemente exagerada. En su análisis, un cálculo conservador sugiere que el nivel de pobreza en India en 1999 estaba por debajo del 12%, y seguramente es incluso más bajo hoy día. Pero alguien que viaje a India por primera vez percibirá rápido que muchas personas allí son extremadamente pobres y que la sugerencia de que su número es escasamente el de 1 de cada 10 habitantes—o menor— es absurda.

Aquellos a los que no les gustan las políticas económicas liberales y los efectos de la globalización también usan estadísticas dudosas. Es una afirmación extendida el que el 77% de los indios vive con menos de 20 rupias (medio dólar) al día. Esta cifra tiene una procedencia interesante y se hizo pública por primera vez en un informe publicado en 2007 por el economista de izquierdas Arjun Sengupta, quien afirmaba que se basaba en datos de la Organización Nacional de Encuestas (NSSO) de India, un organismo oficial. Un examen más atento, hubiera mostrado que Sengupta usó el gasto mensual medio per cápita por consumidor en 2004-05, que resultaba en 559 rupias para la India rural y 1.052 rupias para la urbana. Pero lo que los analistas que hacen circular estos datos por todas partes no señalan es que las cifras de gastos de consumo recogidos por la NSSO han sido sistemáticamente bajas —es posible que a causa de una deficiente recogida de información— y son muy difíciles de cuadrar con el hecho de que otras medidas del consumo en el país han crecido de forma continuada durante los últimos años.

Usando datos más actuales, la Comisión de Planificación del Gobierno indio anunció hace unas semanas que de hecho el 41,8% de la población rural y el 25,7% de la urbana vive ahora a diario con 20 rupias o menos —lo que sugiere que o bien la pobreza ha sido más que reducida a la mitad en sólo seis años, o que (más probablemente) la cifra original de Sengupta estaba equivocada y nunca debería haber sido publicitada sin añadir extensas matizaciones. Pero obtener datos precisos sobre la pobreza e interpretarlos de forma razonables es una tarea difícil. Un problema adicional es que el Gobierno estatal indio de manera sistemática calcula por arriba sus niveles de pobreza con el fin de obtener más dinero de Nueva Delhi.

En cualquier caso, incluso las cifras más prudentes sugieren que una parte sustancial de la población de India sigue siendo desesperadamente pobre. El debate básico sobre si la liberalización económica ha sido buena o mala para el país se está llevando hoy a cabo en su mayor parte fuera de allí. En la propia India, el debate se acabó por sí solo a finales de los 90, cuando se hizo evidente que los índices de crecimiento eran más altos incluso de lo que los reformadores habían esperado. Todos los grandes partidos políticos están ahora de acuerdo en que en general sería un error regresar a la planificación socialista centralizada; después de todo, allá por la década de los 70 el PIB per cápita estaba creciendo más lentamente que en ningún otro momento de los cien años previos. La pregunta crucial ahora es cómo estrechar la brecha entre ricos y pobres. El Gobierno indio ha hecho algunos avances con programas sociales en años recientes, pero se está moviendo de forma interminablemente lenta y la corrupción y la mala gobernanza que alberga en su interior siguen siendo un problema acuciante. A corto plazo no hay nada de malo en que países como Gran Bretaña continúen con sus proyectos de ayuda, pero India tiene el dinero necesario para financiar sus propios programas de alivio de la pobreza. Si decidirá o no hacerlo es otra cuestión.

 

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