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Rusia, que hoy da prioridad a los intereses sobre la ideología, se opone de modo sistemático a toda transformación democrática, y Europa prefiere no darse cuenta.

En los últimos tiempos aparecen con una frecuencia inquietante titulares sobre Rusia que recuerdan a polvorientas fantasías cinematográficas de la guerra fría. A medida que el gran vecino del Este se va deslizando hacia el autoritarismo, en una ingeniería política ideada desde el poder, se han desvanecido las esperanzas de que la Rusia postsoviética evolucione hacia una democracia estable. Los gobiernos occidentales se esfuerzan por cambiar su forma de tratar con un actor mundial que tiene una presencia cada vez más activa. El Kremlin no sólo ejerce un control más rígido sobre la sociedad rusa, sino que anima o amenaza a sus vecinos para que sigan su ejemplo. Moscú se opone a las transformaciones democráticas de modo sistemático, porque su poder y su posición internacional se lo permiten.

Las razones del Gobierno ruso para tratar de repeler la democracia son complejas. Dado que las distintas facciones que constituyen la clase dirigente no están ni mucho menos unidas, la campaña es también una manifestación de la lucha de poder en el Kremlin, más encarnizada a medida que se acerca el final del mandato de Putin. Sin embargo, a la hora de la verdad, los levantamientos populares –las llamadas revoluciones de color– que derrocaron a los anteriores regímenes de Georgia, Ucrania y Kirguizistán, tuvieron un gran impacto en el Kremlin. Según el analista búlgaro Ivan Krastev, "la revolución naranja de Ucrania fue el 11-S de Rusia". El miedo a que las ONG extranjeras impulsaran un levantamiento popular provocó una revisión de las estrategias y técnicas necesarias para conservar la autoridad e impedir la injerencia extranjera. El mensaje favorito de Putin pasó a ser "ocupaos de vuestros asuntos".

El actual régimen mantiene la fachada de pluralismo democrático y muchas veces se adelanta con una retórica pro democracia para desarmar a los críticos. Al contrario de lo que preveían los medios occidentales, la ley para controlar las actividades y la financiación de las ONG no ha generado medidas masivas de represión; en general, se considera que es una salvaguardia que permitiría al Kremlin actuar con rapidez contra ellas si intentasen movilizar un apoyo más generalizado a las actividades subversivas, sobre todo en las presidenciales de 2008.

Aunque la oposición política no está ausente, la han forzado a ser invisible y el régimen tiene la prudencia de autorizar las válvulas de escape que necesitan los liberales en lugares donde no se les oiga. En Moscú se habla de una lista negra de personajes críticos, a los que se impide toda participación política. Entre ellos, la vieja gloria del ajedrez, Gari Kaspárov, que, a pesar de recorrer sin descanso el país, se encuentra con que, gracias al monopolio televisivo del Kremlin, casi ningún ruso sabe que su gran figura nacional se ha pasado a la política, y mucho menos que se opone a Putin.

Hay demasiadas cosas en juego en las relaciones con el vecino gigante, orgulloso y políticamente volátil para estropearlas en nombre de las ONG chechenas, la calefacción en Ucrania o los extraños envenenamientos de ex agentes soviéticos

Los esfuerzos de Moscú para atraer a sus antiguos satélites también han adquirido una nueva dimensión. Las agresivas políticas comerciales y energéticas han resultado ser unas herramientas de poder blando muy útiles para presionar a Ucrania, Georgia, Moldavia o Bielorrusia, que, salvo ésta última, consideran la interrupción del suministro de gas y petróleo en invierno o el embargo comercial a sus principales bienes de exportación como represalias por su trayectoria proeuropea. En Asia central, Rusia se dedica a animar a los gobiernos vecinos a que sigan su ejemplo. La Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) –formada por Rusia, China, Uzbekistán, Kazajistán, Kirguizistán y Tayikistán– indica una mayor coordinación, sobre todo entre Rusia y China.

Sin embargo, sería un error pensar que detrás de la nueva diplomacia rusa no hay más que un obsoleto juego de poder geopolítico. Es una política que no se rige por las grandes ideas, sino por intereses, y está arraigada en un pensamiento duro, pragmático y empresarial, que a menudo se traduce en medidas políticas y simbólicas que rebasan los límites de la tolerancia diplomática de sus socios occidentales.

La Unión Europea, nerviosa, baila un sinuoso tango con Rusia para alcanzar un nuevo Acuerdo Marco de Cooperación, puesto que el actual expira en diciembre de 2007. Putin se aprovecha de la falta de consenso entre los Estados miembros de la UE y ha demostrado su habilidad para hacer que se enfrenten unos con otros. La actual presidencia alemana de la Unión pretende adoptar una "mirada hacia el Este" más firme durante esta primera mitad de 2007. Eso significa no sólo hacer más hincapié en Rusia, sino también prestar más atención a los países de la ex órbita soviética. Es comprensible la resistencia de algunos Estados de la UE a molestar a Rusia. Hay demasiadas cosas en juego en las relaciones –ya tensas– con el vecino gigante, orgulloso y políticamente volátil para estropearlas en nombre de las ONG chechenas, la calefacción en Ucrania o los extraños envenenamientos de ex agentes soviéticos.

Parece evidente y razonable que Bruselas se deje guiar por lo que tiene un interés vital para los ciudadanos. Como señaló en una ocasión la secretaria de Estado de EE UU, Condoleezza Rice, "al fin y al cabo, todo el mundo quiere coger su coche". Sin embargo, la cuestión es si una Europa preocupada por la energía y las inversiones, que no alcanza a comprender la situación de fondo que esconden esos siniestros titulares, se está ocupando realmente de sus intereses más vitales.