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Ya es hora que los gobiernos consideren y traten a este tipo de compañías como actores geopolíticos, con sus propios intereses y estrategias internacionales, y entablen un diálogo con ellas.

Que las grandes empresas tengan un papel geopolítico en los asuntos internacionales no tiene nada de nuevo. Las Compañías de las Indias Orientales, tanto la holandesa como la británica, llegaron a poseer incluso su propio ejército y su armada. La Compañía Británica de las Indias Orientales controló India hasta que el gobierno de Reino Unido la sustituyó después del motín de la población local. En el siglo XX, las Siete Hermanas (las siete mayores petroleras) contaban con su propio ministerio de asuntos exteriores y sus servicios de inteligencia. Las empresas frutícolas estadounidenses consiguieron someter la política exterior de EE UU en Centroamérica a su voluntad (y a sus intereses). Pero rara vez han desempeñado las compañías funciones geopolíticas tan variadas como las grandes firmas tecnológicas y de Internet. Y, por consiguiente, los gobiernos deben cambiar la forma de tratarlas: no como compañías con actividades internacionales sino como actores geopolíticos de pleno derecho, con los que deben dialogar en igualdad de condiciones (o en la mayor igualdad posible).

La concentración geográfica de estas empresas es ya un factor que configura el entorno geopolítico del siglo XXI. Dado que Internet y las tecnologías digitales nacieron en Estados Unidos, quizá no es extraño que allí esté la mayor parte de las firmas tecnológicas, de redes sociales, ciberseguridad, comercio electrónico y motores de búsqueda. Cuando China negó a la mayoría de las compañías estadounidenses de Internet el permiso para operar allí y reforzó la prohibición con el Gran Cortafuegos Chino, creó un mercado para que pudieran operar sus propias empresas de redes sociales y comercio electrónico. Aunque casi todas trabajan a escala nacional, algunas plataformas como TikTok y Alibaba tienen una dimensión cada vez más global, igual que tecnológicas como Huawei (a pesar del Gobierno de EE UU). A otros países y regiones les ha sido más difícil resistirse a los gigantes digitales estadounidenses. Europa, por ejemplo, no tiene plataformas de redes sociales ni motores de búsqueda propios y le es complicado competir con las grandes tecnológicas. África y Latinoamérica están aún peor.

Esta concentración de la mayoría de este tipo de empresas en solo dos países tiene importantes repercusiones en la geopolítica. Refleja la rivalidad entre Estados Unidos y China en el escenario global, pero también garantiza que esa competición se dirima a través de la tecnología, bien mediante las guerras de chips o con los intentos de EE UU de impedir que sus aliados utilicen la tecnología de Huawei en sus redes 5G. El verdadero problema es quizá que el desarrollo de la tecnología 5G constituye la primera ocasión en la que una empresa china ha establecido la mayoría de las normas industriales internacionales en el sector de la telefonía móvil, algo de lo que Washington no pareció darse cuenta en su momento. Dado que Huawei ya posee más del 40% de las patentes para el 6G, parece que hay muchas probabilidades de que vuelva a haber conflicto, con el riesgo que supone para la compatibilidad mundial de las tecnologías de telefonía móvil y redes. Por otra parte, la falta de grandes empresas de redes sociales, motores de búsqueda y comercio electrónico en Europa hace que, cada vez que la UE trata de imponer nuevas normas en el ciberespacio, el peso recaiga principalmente sobre las empresas estadounidenses. Y eso inevitablemente crea tensiones en las relaciones trasatlánticas, especialmente porque las normativas aprobadas por la Unión para proteger los datos y la privacidad de sus ciudadanos supondrían una amenaza, sobre todo si se aplican con rigor, para el modelo de negocio de empresas como Facebook y Google.

Las grandes empresas tecnológicas y de Internet se comportan cada vez más como actores geopolíticos. Facebook, ahora rebautizada como Meta, propuso crear su propia moneda digital como alternativa al dólar para el comercio internacional a través de la plataforma. Mark Zuckerberg, cuya capacidad de comprender la geopolítica parece ligeramente inferior a la de saber crear una plataforma en línea para ligar con estudiantes universitarias, infravaloró la violenta reacción que iba a suscitar y el proyecto se ha diluido gradualmente hasta desaparecer. Sin desanimarse en absoluto, el año pasado anunció que Facebook  iba a tomar la iniciativa de crear el Metaverso como plataforma global alternativa en la Red. Elon Musk ha proporcionado satélites Starlink a Ucrania y los ha ofrecido a los manifestantes de Irán. Microsoft ha desempeñado un papel importante al ayudar a proteger a Ucrania contra los ciberataques rusos. Las acciones de Musk y Microsoft no son comerciales, sino ejemplos de implicación directa en conflictos geopolíticos. En el futuro, el liderazgo de Alphabet (la empresa matriz de Google) en el desarrollo de la inteligencia artificial y el aprendizaje profundo acabará involucrando a la empresa, sin duda, en otras cuestiones geopolíticas.

El papel de las plataformas de redes sociales y los motores de búsqueda en las campañas de desinformación no es tan inocente como les gusta decir. Aunque no son ellas las que crean los bulos y tal vez hacen vagos intentos de combatirlos, los algoritmos que garantizan su éxito comercial son precisamente los que facilitan las campañas de desinformación. Son éstos lo que hacen que sus usuarios vean anuncios de productos que van a gustarles son los mismos que hacen que las mentiras lleguen a quienes tienen más probabilidades de creerlas. Quienes diseñan y llevan a cabo las campañas de noticias falsas no necesitan molestarse en seleccionar los objetivos: se lo hacen los algoritmos de Facebook. Igual que los de Google y otros motores de búsqueda, así que quienes quieren hacer daño pueden manipular. Ahora bien, esas plataformas, a pesar de sus proclamas de que son inocentes, no quieren dar a conocer los detalles de sus algoritmos para facilitar a los gobiernos la lucha contra la desinformación.

Las empresas de ciberseguridad tienen unas capacidades informáticas muy superiores a las de la mayoría de los estados, incluidos los europeos. Ya se corre el peligro de que su tendencia a hacer pública, después de un gran ciberataque, la atribución forense de su autoría —cosa que hacen por motivos comerciales (“si somos capaces de atribuir este ataque, ¿por qué no utilizan nuestros servicios?”)— obligue a actuar al gobierno víctima del ataque, que quizá tiene otros motivos para no querer atribuirlo a nadie de forma prematura. Hasta ahora, las empresas de ciberseguridad se han centrado en la defensa contra los ciberataques. Pero los costes políticos y económicos de las agresiones informáticas están fomentando la ciberdefensa activa, es decir, piratear a los piratas, incluso de forma preventiva. De ahí a la ciberofensiva no hay más que un paso. La perspectiva de que las empresas de ciberseguridad ofrezcan sus servicios a los estados para llevar a cabo operaciones de ciberdelincuencia en su nombre suscita dudas éticas y de gobernanza similares a las actividades de Blackwater o el Grupo Wagner.

No se trata solo de que Internet y la tecnología sean, cada vez más, campos de batalla en los que los gobiernos libran sus disputas geopolíticas, que lo son. Es, sobre todo, que las principales empresas tecnológicas ya están comportándose como actores geopolíticos. Disponen de una riqueza y una capacidad técnica muy superiores a las de la mayoría de los estados. Es crucial que participen activamente en aspectos como la gobernanza de la Red y la regulación de diversas tecnologías digitales entre las que están el aprendizaje automático y el aprendizaje profundo. Los gobiernos deben considerar y tratar a esas empresas como actores geopolíticos de pleno derecho, con sus propios intereses y estrategias internacionales, y deben entablar un diálogo con ellas. Eso implica, por supuesto, que las propias compañías tienen que reconocer su condición de actores geopolíticos. Estamos ante una nueva diplomacia de la tecnología.

El artículo original se ha publicado en inglés aquí. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.