Manifestantes muestran su apoyo al primer ministro de Irak, Haider al Abadi en la plaza Tahrir de Bagdad. (Haidar Mohammed Alí/AFP/Getty Images)
Manifestantes muestran su apoyo al primer ministro de Irak, Haider al Abadi en la plaza Tahrir de Bagdad. (Haidar Mohammed Alí/AFP/Getty Images)

¿Cuál es el futuro del país?

La reciente irrupción de manifestantes encabezados por el clérigo chií Muqtada al Sadr en la fortificadísima Zona Verde de Bagdad sacó a relucir un dilema que viene de atrás: el sistema que gobierna el país desde 2003 necesita una drástica reforma, pero, como la clase dirigente, en muchos sentidos, se ha convertido en la encarnación de ese sistema, se resiste a cualquier cambio auténtico. La combinación de las protestas callejeras y los políticos recalcitrantes es una fórmula incendiaria, que paraliza las instituciones del Estado y amenaza con derribarlas. Mientras tanto, las condiciones de seguridad son espantosas, como demuestra la serie de atentados cometidos esta semana en Bagdad y reivindicados por Daesh.

Nos encontramos ante tres dinámicas. La primera es la disfuncionalidad del sistema político implantado en 2003. Concebido, a primera vista, para garantizar una representación justa de las distintas sectas y etnias en las instituciones, en la práctica permite que las controlen unos partidos políticos definidos por esas identidades étnicas y sectarias. La segunda es la pérdida creciente de confianza de la población en esos partidos y la ira por su falta de resultados. La tercera es la fractura de la dirección política, sobre todo entre las principales fuerzas políticas chiíes —el Partido Islámico Dawa, el Consejo Supremo Islámico de Irak (CSII) y el partido Al Ahrar de Al Sadr— y dentro de ellas, que se ha acelerado por el descontento popular y las deficiencias del sistema.

La crisis más reciente estalló cuando Al Sadr, que puede presumir de estar distanciado de los gobernantes, se hizo con el control de las protestas masivas en febrero. Canalizó la indignación popular hacia el terreno político y creó un doble enfrentamiento: entre la calle y la élite y entre su partido Al Ahrar —que situó como punta de lanza del movimiento reformista— y los demás partidos políticos chiíes.

Las instituciones del país están paralizadas: presionadas por el movimiento callejero que exige reformas pero incapaces de llevarlas a cabo por la división entre los partidos políticos chiíes. El parlamento fue la primera víctima de este pulso. El 26 de abril, el primer ministro, Haider al Abadi, aceptó sustituir a cinco ministros, una medida que habría satisfecho las demandas de Al Ahrar y, dado que iba a designar a tecnócratas, no habría perjudicado los intereses de otros partidos. Pero este acuerdo provisional fracasó cuando Al Ahrar exigió la sustitución de todo el gabinete y los llamados tres presidentes: el del Gobierno, el de la República y el del Parlamento. Por supuesto, al presidente de la República y al del Parlamento, que son cargos electos, no se les puede sustituir sin más, pero la demanda de los partidarios del clérigo tiene fuerza retórica como impugnación de todo el sistema.

Los partidos que habían votado por la modesta remodelación propuesta por Al Abadi se negaron a aprobar la sustitución de sus respectivos ministros e impidieron que hubiera el quórum necesario para reunir el Parlamento. Cuando se pospuso la votación, la crisis salió de nuevo a la calle, donde los manifestantes, a instancias de Al Sadr, entraron en la Zona Verde, sede de numerosas instituciones del Gobierno, e invadieron el edificio del Parlamento el 30 de abril. A medida que el conflicto entre los activistas callejeros y los dirigentes políticos se agrava y las luchas en los partidos y entre ellos alcanzan su apogeo, el Parlamento comienza a estar moribundo.

La calle: una variable política nueva y dinámica

El resentimiento contra la élite política ha adoptado diferentes formas de expresión según los momentos. Su forma más reciente son las manifestaciones callejeras.

Desde hace más de una década, las relaciones con los dirigentes de los partidos en la Zona Verde deciden quién tiene acceso a la educación, el trabajo, las oportunidades empresariales e incluso ciertas zonas geográficas del país. Pero esas redes clientelares no eran más que la punta de un iceberg que ha perpetuado y agudizado la corrupción y el favoritismo existentes desde hace mucho tiempo en el sector público. Como consecuencia, los jóvenes no tienen perspectivas a no ser que se atengan a las normas fijadas por las autoridades de la Zona Verde. La nueva generación se ha movilizado por el deseo de oponerse a la situación actual, más que por un programa político concreto.

Varios grupos, dirigidos ahora por Al Sadr, están aprovechando estos sentimientos antisistema para llevar a la práctica sus propios programas. Una rabia similar desató en 2013 las protestas en las provincias suníes, también dirigidas contra la clase política de la Zona Verde. Como la indignación se entremezclaba con las reivindicaciones de la comunidad suní, la violenta represión del Gobierno convirtió las manifestaciones en un enfrentamiento entre suníes y chiíes, y dejó la puerta abierta a que, primero los insurgentes suníes y luego los grupos yihadistas, marcaran su orientación. Así se preparó el terreno para la irrupción del autoproclamado Estado Islámico en junio de 2014, cuando se apoderó de una parte de las provincias suníes del país. Un año después, en agosto de 2015, los jóvenes chiíes salieron a las calles de Basora y otras ciudades de mayoría chií para expresar un descontento similar contra el fracaso de los políticos de la Zona Verde.

Al Sadr ha utilizado esos mismos sentimientos y ha llevado a sus partidarios al corazón del aparato político del país, con lo que ha desencadenado un enfrentamiento directo entre la calle y las clases dirigentes y ha convertido las protestas callejeras en una variable importante dentro de la política iraquí.

Obstáculos a la reforma

Cualquier reforma sustancial del sistema político existente desde 2003 afronta graves obstáculos estructurales, porque los partidos políticos y las instituciones del Estado se han vuelto interdependientes y se ayudan mutuamente a sobrevivir. El sistema no puede generar una renovación de la clase política, ni mediante elecciones ni mediante cambios legislativos, y la clase política tampoco va a intentar verdaderamente reformar el sistema.

Con los gobiernos formados por varios partidos políticos que se repartían el poder, Estados Unidos trató de asegurar una amplia representación étnica y sectaria en las instituciones del Estado durante el periodo de ocupación militar (2003-2011). Los dirigentes políticos nombrados ministros se encontraron con que podían ocupar los altos cargos con sus amigos y otros puestos de sus ministerios con miembros de base de sus respectivos partidos. Esa situación no sólo creó una constelación de cuadros de los partidos con el poder de tomar decisiones fundamentales en las instituciones, sino que les permitió compensar su falta de apoyo popular poniendo a su disposición la nómina estatal para comprar lealtades. Por eso no es extraño que las grandes figuras se resistan a unas reformas que amenazarían el sistema clientelar que les da ese poder.

La imbricación de los partidos políticos en las instituciones del Estado ha coagulado la política iraquí en torno a los mismos personajes de siempre y está dificultando los intentos de rejuvenecer a la clase política. Los políticos más jóvenes, muchas veces, actúan igual que los mayores. Incluso cuando quieren cambiar a la vieja guardia, siguen dependiendo de las redes de sus predecesores para adquirir influencia o se ven obligados por la lógica del sistema a construir sus propios canales dentro de las instituciones.

Aunque, en principio, separar a esos personajes de las instituciones del Estado es lo correcto, en la práctica eso significaría paralizarlas y podría animar a ciertas figuras políticas a empeñar todo su poder en enfrentarse a ellas. Por ejemplo, cuando destituyeron a Al Maliki del puesto de primer ministro, en 2014, este retiró su red de financiación y de seguridad que estaba a disposición del Gobierno, y ahora la ha dedicado a debilitar a Al Abadi.

Lo que complica aún más las cosas es que la exigencia de reformas oculta la lucha de poder que está desarrollándose dentro del bloque político chií, la Alianza Nacional. Todas las partes que la componen quieren debilitar a Al Abadi para llegar a un acuerdo que les permita tener más influencia en la designación de ministros o asegurar sus intereses. Al Sadr apela a los sentimientos antisistema dominantes en la calle con la esperanza de poder reforzar su posición dentro de ese sistema. Su bloque, Al Ahrar, ha pasado de los llamamientos a reformar el sistema a exigir que se desmantele. La estrategia ha tenido éxito, porque le ha permitido mantener a la calle de su parte y le ha dado el poder necesario para llegar a un acuerdo con el primer ministro en la primera remodelación del gabinete. Sin embargo, ha hecho que sea todavía más difícil lograr un acuerdo entre chiíes.

Ante el repentino ascenso de Al Ahrar, es posible que otras facciones políticas chiíes no quieran que las reformas sean tan rápidas, porque podrían fortalecer más a los sadristas en detrimento de los demás. Por eso se han asociado con algunas facciones suníes y con los kurdos —que tampoco quieren arriesgarse a perder su cuota de ministros dentro del Gobierno— para impedir que se alcance un quórum parlamentario.

Cambios de poder en la cima

Las reformas podrían surgir quizá de los cambios de poder en las direcciones de los partidos más que de mecanismos democráticos como elecciones o cambios legislativos. Y la renovación de las direcciones tal vez se produzca de forma gradual a medida que los partidos maniobran para sobrevivir a las presiones de la calle o debido a intervenciones políticas de Estados Unidos o Irán, que podrían favorecer a algunos personajes y debilitar a otros.

Aunque la remodelación del gabinete no acabaría con el control de los partidos sobre el Estado, podría ser un primer paso para alterar el equilibrio de poder entre los partidos chiíes y dentro de ellos. Durante la última remodelación, los sadristas sustituyeron a sus tres ministros por tecnócratas que probablemente consolidarán la base de poder de Al Ahrar, gracias a los nombramientos que hagan en sus respectivos ministerios. Además, el cambio de un ministro importa menos que lo que ocurre en las bases del ministerio, que es donde está la reserva de poder de cada partido. Con la excusa de las reformas, Al Ahrar podría eliminar a altos cargos y empleados afiliados a otros partidos, o reservarse esa potestad como as en la manga a la hora de negociar con otros partidos.

También está intensificándose una lucha de poder dentro del partido de Al Abadi, Dawa. El primer ministro ha intentado aprovechar la remodelación del Gobierno para asociarse a otros grupos —como el caso del acuerdo con Al Ahrar para sustituir a cinco ministros— y erosionar el poder supremo de su predecesor Nouri al Maliki y sus aliados. Cuanto más consiga reemplazar a ministros, más probabilidades tiene de debilitar a Al Maliki. Por su parte, este último, que hoy es secretario general de Dawa, está tendiendo la mano a los partidos que se oponen a una segunda remodelación para evitar la votación en el Parlamento y así debilitar todavía más al primer ministro, al tiempo que mantiene su control del partido. Si Al Abadi consigue sortear la crisis, quizá logre apoyo internacional y regional para lograr una serie de acuerdos provisionales con las facciones kurdas y suníes, igual que hizo con los sadristas. No es probable que eso modifique el reparto de poder a corto plazo, pero sí fortalecerá su posición frente a otros partidos chiíes y, sobre todo, dentro del suyo.

La presión externa será crucial para decidir los cambios de poder en las direcciones de los partidos. La ruptura del orden posterior a 2003 sería un problema tanto para los estadounidenses como para los iraníes. Después de la última crisis, Estados Unidos e Irán están avanzando en la misma dirección, porque los dos están interesados en evitar que el país se rompa del todo. En la última década, Estados Unidos ha rivalizado en Irak con la Guardia Revolucionaria iraní, dentro de un marco común de partidos e instituciones. Ahora que el sistema está empezando a derrumbarse, el reto que afrontan las dos potencias es dar con los interlocutores apropiados para proteger y proyectar su influencia. Esta presión externa es la que podría fomentar nuevos acuerdos internos y traspasos de poder entre los dirigentes de los partidos, que podrían transformar por completo el sistema político actual.

Espasmos o soluciones

Dentro de Irak, la cuestión es qué hacer con las expectativas de la calle. Al Sadr ha levantado sus esperanzas y ha dejado a otros la tarea de lograr un acuerdo que las satisfaga. Si Al Ahrar sigue arriesgando más para adquirir más poder, entonces hay pocas probabilidades de que el Parlamento consiga el quórum necesario para convocar una votación sobre el cambio de Gobierno. Los sadristas, seguramente, reforzarán su posición de líderes callejeros fuera de la Zona Verde y la reacción de los partidos políticos será obstruir los cambios desde dentro, por lo que el marco institucional del país quedará prácticamente desarmado. La invasión del Parlamento y los llamamientos a echar a los tres presidentes amenaza con sumir a Irak en un vacío de poder en el que los partidos y sus correspondientes milicias se lancen a pelear a brazo partido.

El rumbo de la relación entre Estados Unidos e Irán será otro factor que habrá que tener en cuenta. En estos momentos, las presiones de Washington y Teherán sobre los partidos políticos son lo único que puede mantener unido a Irak. Ambos tienen interés en que el marco actual persista, pero para ello deben entablar una negociación diaria con el fin de cambiar el equilibrio de poder dentro de los partidos iraquíes. Es posible que tanto Estados Unidos como Irán tengan que alterar su estrategia de gestión de la crisis, dejar de apoyar a partidos concretos enfrentados entre sí y emprender una división del trabajo en la que cada uno aproveche su poder económico y militar para fijar límites a los diversos actores iraquíes. En un clima regional volátil, el peligro es que Irán empuje a Irak al borde del abismo como forma de presionar a EE UU para que haga concesiones en este u otros frentes regionales. Una jugada política arriesgada que podría tensar aún más la cuerda institucional.

El sistema político existente desde 2003 ya no funciona, seguramente, pero va a ser muy difícil de reformar. Cualquier cambio brusco podría generar más inestabilidad, debido a la exclusión de ciertos líderes o al debilitamiento de las instituciones del Estado. No podemos contar con que Al Abadi sea capaz de romper la interdependencia entre los partidos políticos y las instituciones. En el mejor de los casos, Estados Unidos e Irán se coordinarán para gestionar la crisis y el primer ministro aprovechará su relación para establecer medidas provisionales que contengan los movimientos callejeros e impidan que el equilibrio de poder entre los chiíes —dentro del bloque chií e incluso dentro de su propio partido, Dawa— se vuelva contra él. En otras palabras, tendrá que hilar muy fino entre controlar la calle, mantener el equilibrio de fuerzas actual e impedir que se derrumbe todo el marco institucional.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

 

comision

 

Actividad subvencionada por la Secretaría de Estado de Asuntos Exteriores