En la turbulenta política iraquí, quien controla la producción de petróleo controla el poder. Y ese podría pronto ser ExxonMobil.

 

El 17 de diciembre, dos días después de que el Ejército de Estados Unidos arriara la bandera y terminara oficialmente su misión en Irak, el grupo de expertos del sector iraquí del petróleo se reunió en un simposio en el Club Alwiyah de Bagdad, un recinto fortificado de hormigón compuesto por salas de reuniones y jardines. Se reunieron para hablar de los “Retos que aguardan al desarrollo de la industria extractora”. Los temas que abordaron tenían el potencial de transformar el mercado mundial de la energía y decidir el rumbo de la democracia iraquí.

Varios altos funcionarios del Gobierno permanecieron sentados en un estrado mientras los asistentes –alrededor de 150 parlamentarios, tecnócratas e intelectuales– pasaban por el podio para pronunciar breves discursos y hacer preguntas a los miembros de la mesa. Con frecuencia, los oradores tenían que gritar para hacerse oír por encima de las objeciones del público. Se preveía que iba a haber algún grito; era la primera vez en años que se reunían unos iraquíes para perfilar su futuro económico sin que hubiera ocupación militar extranjera. Y, en un país en el que el 95% de los ingresos del Gobierno procede del oro negro, cualquier debate sobre él es también una lucha por el poder. Abordaron las preguntas más fundamentales: ¿Cuánto petróleo debería producir Irak? ¿Qué debería hacerse con los ingresos obtenidos? ¿Quién debería controlar la estrategia del país en materia de crudo? Dado el volumen de los oradores, nadie lo habría dicho, pero gran parte de lo que se dijo carecía de importancia.

Joe Raedle/AFP/Getty Images

Ya se han decidido muchas cosas. En 2009, el Ejecutivo empezó a otorgar contratos de explotación de los mayores yacimientos del país, y se han apuntado los mayores nombres del sector. Compañías como ExxonMobil y BP han invertido miles de millones de dólares para llevar lo último en tecnología e ingeniería. La producción se ha recuperado, de poco más de un millón de barriles diarios después de la invasión a casi tres millones en la actualidad. Los 11 contratos internacionales de petróleo firmad0s por Bagdad prometen  suministrar un total más de 13 millones de barriles diarios en el plazo de siete años, una cifra que convertiría a Irak en el mayor productor de crudo e todos los tiempos.

Existen buenos motivos para dudar de estas proyecciones. Para empezar, la crisis política actual ha puesto de relieve la incapacidad iraquí de construir el tipo de instituciones –un sistema judicial creíble, unas fuerzas de seguridad no politizadas– que se necesita para sostener un Estado estable, eficaz y democrático. Aunque Irak no tuviera atentados diarios ni disfunción política, le costaría mucho llevar a cabo lo que sería la expansión petrolífera más rápida de la historia mundial.

Sin embargo, si la superabundancia inversora consigue un éxito al menos parcial, podrá transformar no solo Irak sino todo el equilibrio de poder en la región. Falah al Amri, director de la Organización de Comercialización de Crudo del Estado, mostró al público del Club Alwiyah una presentación de PowerPoint con cifras que había mencionado a sus colegas del Golfo en una reciente asamblea de la OPEP. En 2014 o 2015, dijo, Irak habrá alcanzado la cifra mágica de 4,5 millones de barriles diarios de producción, y, en ese momento, la OPEP empezará a aplicar restricciones de la cuota.

Amri se comprometió a que Irak negocie todo lo posible para obtener una cuota nacional más grande. Asimismo ofreció una pista para entender la estrategia de contratos del Gobierno, que parece tener en cuenta que el crudo es no solo una fuente de ingresos sino también de poder geopolítico.

“Nuestro plan es no inundar los mercados internacionales. Ese no es nuestro objetivo. Si nos sobran dos o tres millones de barriles diarios, que nos sobren”, dijo Amri. Después me aclaró que, en su opinión, Irak tendrá esa capacidad de reserva –es decir, de aumentar drásticamente la producción a toda prisa– en 2017.

En la actualidad, Arabia Saudí es el único productor con capacidad de reserva que tiene ya dicha capacidad tan desarrollada que sobrepasa con mucho su producción actual. Esa situación le da un poder inmenso. Si otros productores tienen problemas –por ejemplo, si los rebeldes en el Delta del Níger hacen explotar un oleoducto o se produce un embargo que bloquea el oro negro iraní–, la economía mundial depende de los saudíes y de que abran el grifo para impedir que los precios suban demasiado. Ese poder saudí, además, mantiene controlados a sus socios de la OPEP: los demás miembros del cártel no pueden alejarse demasiado de sus respectivas cuotas de producción, si no quieren que los saudíes inunden el mercado con un diluvio punitivo de crudo que bajaría los precios y los beneficios de todos.

La presentación de Amri contenía las semillas del trastorno de esta dinámica de poder. Si Irak desarrolla dos o tres millones de barriles diarios de capacidad de reserva, que es más o menos lo que Arabia Saudí asegura tener, la OPEP tendrá de pronto un segundo policía.  De esa forma podríamos encaminarnos hacia una rivalidad regional entre Arabia Saudí y un Irak gobernado por chiíes. Las relaciones entre ambos ya son complicadas, porque los dirigentes saudíes han calificado al primer ministro iraquí, Nouri al Maliki, de marioneta de los iraníes y siguen negándose a enviar un embajador a Bagdad. Su preocupación tiene algo de sentido. Maliki no es ninguna marioneta, pero ha tomado medidas radicales para consolidar su poder y ha apartado a todos sus rivales respaldados por los suníes; como consecuencia, necesita cada vez más a una base política chií que tiene estrechos lazos con Teherán.

Sin embargo, aunque las repercusiones geopolíticas de los esfuerzos de Irak para convertirse en gigante energético dan vértigo, solo se harán realidad si el país puede cumplir las ambiciosas proyecciones de Amri. Y no hay ninguna garantía de que vaya a lograr superar los temibles obstáculos que afronta su sector del crudo.

Irak ha recorrido ya un largo trecho. Hace poco, un petrolero occidental me recordaba la penosa situación del sector iraquí poco después de la invasión de 2003. Acababa de llegar a la ciudad portuaria de Basora, en el sur del país, para volver a poner en funcionamiento un yacimiento muy importante, y se encontró con que, tras décadas de sanciones e inversiones escasas, había material crítico que estaba literalmente sujeto con cinta adhesiva. Por suerte, los ingenieros iraquíes eran expertos en improvisar soluciones increíbles y, después de varias semanas de trabajo, todos confiaban en que la producción podía reanudarse.

Si Irak desarrolla dos o tres millones de barriles diarios de capacidad de reserva, que es más o menos lo que Arabia Saudí asegura tener, la OPEP tendrá de pronto un segundo policía

“Ha llegado el momento de encender la llama”, anunció el petrolero. En la mayoría de las instalaciones modernas, cuando hace falta quemar ciertos subproductos de la producción de crudo, se aprieta un botón en un panel de control y se enciende una llama sobre una chimenea de metal. En Basora, donde no existía un mecanismo así, la cosa era un poco más peligrosa, y la responsabilidad de la tarea desencadenó una disputa a gritos entre los trabajadores iraquíes.

Después de una larga discusión, decidieron ver quién sacaba la paja más corta. El perdedor se envolvió la cabeza en una camiseta mojada, levantó una antorcha encendida y, agachándose, se acercó en cuclillas hasta la chimenea, que emitía los silbidos de unos gases invisibles pero inflamables. Cuando se hubo acercado lo suficiente, el aire explotó en una bola de fuego gigante y el hombre volvió corriendo y gritando adonde se encontraba su colega, que le regó de agua y se rió al verle el vello chamuscado. Poco después, el petrolero occidental llevó un encendedor algo más moderno: una pistola lanzabengalas, que podía dispararse desde una distancia más segura.

El sector del petróleo iraquí ha madurado desde entonces, pero ese tipo de improvisación temeraria sigue siendo una de sus características fundamentales. Los obstáculos burocráticos también siguen dificultando el desarrollo de la industria. Por ejemplo, durante varios meses de 2011, muchos directivos de empresas petrolíferas occidentales no pudieron entrar en el país porque tardaron meses en tramitar sus visados. Lo asombroso era que el Gobierno estaba impidiéndoles hacer el trabajo para el que les había contratado. Al final, el problema resultó no ser más que un simple atasco: en una burocracia que funciona solo con la autoridad de unos pocos dirigentes, las solicitudes de visado tenían que ir hasta la oficina del primer ministro para su aprobación. La atmósfera actual de crisis política en el país otorga pocas esperanzas de que Maliki sea capaz de relajar su tendencia a la microgestión y a gobernar a través de un puñado de subordinados leales.

Otros retrasos similares han afectado a caso todos los aspectos del funcionamiento de estas compañías: han tenido problemas para cobrar a tiempo; los funcionarios del Ministerio del Petróleo han tardado en firmar planes y subcontratas; algunos funcionarios de aduanas han retenido material fundamental en espera de la autorización. Un directivo occidental me contó hace poco la historia de una retención especialmente molesta, un envío que estuvo esperando semanas en la frontera, por lo que ahora estaban quedándose sin varios suministros esenciales, incluida munición para sus pistolas de bengalas.

Las instalaciones no son lo único que necesita modernizarse a toda prisa; la infraestructura legal del sector del petróleo en Irak también está sujeta por el equivalente político de la cinta adhesiva.

Shatha al Musawi, antigua miembro del Parlamento y una de quienes hablaron en el Club Alwiyah, conoce de primera mano los turbios cimientos legales del sector.  En 2009 presentó una querella sobre la legalidad del contrato concedido a BP sobre el yacimiento de petróleo de Rumaila, en Basora, el segundo mayor del mundo, que hoy produce aproximadamente la mitad del crudo iraquí. La demanda de Musawi era sobre el hecho de que el Ministerio de Petróleo no había presentado el contrato de Rumaila al Parlamento para pedir su autorización, como, al parecer, exigen las leyes del país. En este caso, el Gobierno de Maliki aprobó de forma unilateral el contrato, sin tener en cuenta la opinión del legislativo. Musawi decidió entablar una batalla quijotesca contra este acaparamiento de poder.

“Estos contratos carecen de una base legal fuerte”, dice Musawi. “No existe ninguna intención de construir un Estado nuevo y democrático”.

La constitución iraquí  exige una ley de petróleo moderna, pero el mal funcionamiento político ha impedido sacar ninguna adelante. En un país donde el petróleo significa poder, cualquier ley que dicte la estructura de la industria del crudo define también, como es inevitable, el propio Estado. Y en un escenario dominado por la política del miedo y la identidad, nadie quiere compartir el poder. En los debates más recientes, los bandos siempre se han formado con arreglo a divisiones étnicas y partidistas: los aliados de la mayoría chií de Maliki respaldan el control centralizado del petróleo, mientras que los partidos que representan a los kurdos y los suníes, minoritarios, dicen que los Gobiernos locales deberían tener más autoridad. Todavía no hay ningún proyecto de ley que haya sobrevivido al Parlamento.

El contrato de Rumaila, dice Musawi, representó una maniobra ejecutiva de manual. Al contratar una inversión por valor de miles de millones de dólares, el Gobierno de Maliki estaba creando unos hechos consumados e irreversibles. El Parlamento no podía aprobar una ley que invalidara los grandes contratos porque eso alejaría futuras posibilidades de negocio, e Irak necesita inversiones extranjeras para su reconstrucción. Al contrario, los futuros legisladores tendrán que adaptar cualquier nueva ley a los contratos ya existentes.

En Irak se gobierna así: unos líderes fuertes toman medidas alegando necesidad cuando los órganos democráticos no funcionan. Como consecuencia, los que ocupan el poder tienen pocos incentivos para hacer concesiones y muchos motivos para debilitar las instituciones públicas. El caso de Rumaila, por ejemplo, no pudo seguir su proceso. El tribunal supremo de Irak, que ha emitido varios fallos sospechosamente favorables al primer ministro, dijo que Musawi tenía que pagar 250.000 dólares de costas solo para llevar el caso a juicio. Como no podía reunir ese dinero, tuvo que abandonar la querella.

La dinámica de poder político ha determinado el rumbo del desarrollo petrolero de Irak en mucho mayor grado que las decisiones legislativas. Pero esa volatilidad no ha desanimado a las multinacionales del sector, porque hay demasiado petróleo bajo el suelo del país. Por eso, muchas empresas, como BP, ExxonMobil, Shell y Lukoil, están dispuestas a invertir miles de millones de dólares pese a no contar con la estabilidad de una ley de petróleo moderna. Las compañías han mitigado sus riesgos negociando contratos que, para resolver las grandes disputas, recurren al arbitraje internacional en vez de los tribunales iraquíes. Ahora bien, el principal motivo por el que las empresas pueden trabajar con cierta seguridad es que, en la economía política desregulada del petróleo iraquí, su poder es comparable al del dividido Estado iraquí.

El poder petrolero iraquí está repartido entre dos Gobiernos. Después de la invasión estadounidense, la región semiautónoma de Kurdistán, en el norte, temió que el nuevo Gobierno de Bagdad utilizara el poder económico para oprimirla, como había hecho Sadam Husein. El ministro de Recursos Naturales de la región, Ashti Hawrami, emprendió una agresiva estrategia para desarrollar un sector del petróleo independiente y empezó a firmar contratos sin el consentimiento del Gobierno central. Dividió el territorio kurdo en una cuadrícula de varias docenas de bloques de exploración y, durante los últimos 10 años, ha firmado nada menos que 48 contratos de crudo y gas.

Los dirigentes de Bagdad consideran que esto es una afrenta al nacionalismo iraquí. Las objeciones más enérgicas han sido las de Hussain al Shahristani, uno de los aliados más poderosos de Maliki, que fue nombrado ministro del Petróleo en 2006 y hoy es viceprimer ministro responsable de energía. Dijo que, sin un sistema centralizado para administrar el oro negro, los intereses encontrados desgarrarían el país en función de divisiones geográficas, étnicas y sectarias. Insistió en que Bagdad debía tener autoridad exclusiva sobre la contratación y declaró ilegal los contratos kurdos.

Con la vaga constitución y la incompleta estructura reguladora de Irak, no está claro cuál de las partes tiene más posibilidades legales. Desde luego, es una cuestión que conviene resolver con urgencia. Una de las prioridades de la Administración de George W. Bush en la reconstrucción de Irak era conseguir que se aprobara una ley del petróleo, y el embajador estadounidense Zalmay Khalilzad pasó meses haciendo de mediador en las negociaciones. En 2007 el gabinete aprobó un proyecto de ley, y Khalilzad publicó un artículo triunfalista en The Washington Post en el que proclamaba que “las posibilidades de que la aprueben son excelentes”. Pero las negociaciones se estancaron en el Parlamento. El fracaso se debió a muchos motivos, el mayor de los cuales fue la rivalidad entre la mayoría árabe en Bagdad y el Gobierno kurdo. El remache llegó el 8 de septiembre de 2007, cuando Kurdistán firmó un contrato con la compañía estadounidense Hunt Oil, cuyo presidente, Ray Hunt, pertenecía al consejo asesor de inteligencia de Bush. Resulta que los estadounidenses que más influencia tenían no estaban en la embajada sino en una empresa privada.

Shahristani tenía que reaccionar ante esta demostración de poder creciente del Gobierno kurdo. Y tenía que empezar a generar unos ingresos que facilitaran la reconstrucción de Irak, con o sin ley del petróleo. Una forma segura de lograr las dos cosas era atraer a compañías aún mayores para desarrollar los grandes yacimientos del sur del país. En octubre de 2009, Shahristani firmó un contrato –sin aprobación del Parlamento—con el gigante del petróleo BP para rehabilitar el yacimiento de Rumaila. Luego llegó ExxonMobil, con un contrato para explotar el yacimiento de Qurna Occidental Fase 1, de 8.700 millones de barriles. Esos dos yacimientos tienen más reservas comprobadas de crudo que todo Estados Unidos, y, si se respetan las condiciones de los contratos, Irak alcanzará más de la mitad de la producción actual de Arabia Saudí antes de que termine esta década.

La furia contratadora de Shahristani se debía, al menos en parte, a motivos políticos, y era fácil que sus ambiciosas proyecciones se estrellaran contra unas realidades duras. En primer lugar, si los yacimientos de Irak incrementaran aún más la producción en estos momentos, el crudo no tendría dónde ir. No hay suficientes oleoductos, depósitos, refinerías ni terminales de exportación en el país. Irak está construyendo mucho, pero seguramente no con la rapidez suficiente para la velocidad de producción que el Estado, por contrato, está obligado a sostener en la actualidad.

Tampoco está claro si los mercados mundiales podrían acoger tanto suministro nuevo. Si Irak consiguiese aumentar la producción hasta la cifra récord de 13 millones de barriles diarios de aquí a siete años, el precio del petróleo sufriría una bajada equiparable. Y eso no solo destruiría los márgenes de beneficio de Irak sino que provocaría una indignación peligrosa entre los productores vecinos como Arabia Saudí e Irán, dos países que poseen un poderío militar muy superior.

Pero lo peor es, tal vez, que Irak ha perdido el pleno control de su estrategia de producción. Los contratos no solo exigen a las compañías que aumenten enormemente la producción, sino que obligan a Irak a pagar los volúmenes contratados. Si las empresas cumplen sus condiciones, pero el Gobierno tiene que hacer recortes por el motivo que sea –problemas de infraestructuras, presiones del mercado o política de la OPEP–, el Estado podría acabar teniendo que pagar a las compañías por un oro negro que no estarían produciendo. Como guardián de las terceras mayores reservas de petróleo del mundo, Shahristani tiene instrumentos para renegociar los acuerdos. Pero los contratos le obligan a ceder una parte considerable de su soberanía económica, y estamos hablando de un Gobierno que todavía está intentando formalizar sus propios poderes.

Lo que Maliki está haciendo es tratar de utilizar el nuevo peso de ExxonMobil entre los kurdos y pedir a la compañía que interrumpa su contrato para obligarlos a negociar un acuerdo global sobre el crudo

Una muestra muy gráfica del declive del poder iraquí frente a los gigantes del petróleo se vio el 18 de octubre de 2011, cuando ExxonMobil firmó un amplísimo contrato de exploración con la región de Kurdistán. La medida era una infracción directa de la política de autoridad unitaria de Shahristani. En casos anteriores, él había castigado a las compañías que firmaban con Kurdistán poniéndolas en la lista negra y excluyéndolas de sus subastas. En esta ocasión, dado que ExxonMobil estaba extrayendo más de una décima parte del crudo de Irak del yacimiento de Qurna occidental fase 1, el Gobierno tenía mucho menos poder. (ExxonMobil no reconoce haber firmado ningún contrato con Kurdistán y se ha negado a comentar, aunque muchos funcionarios de los Gobiernos kurdo y central confirman la existencia del acuerdo).

A Bagdad le quedan ahora dos opciones, a cual peor. Podría expulsar a ExxonMobil, correr el peligro de perder producción y seguramente provocar una demanda que incrementaría la preocupación de otros inversores. Pero lo más probable es que el Gobierno federal busque algún tipo de compromiso que, al final, acabará convalidando parte de la capacidad contractual que reivindica Kurdistán.

De todas formas, no parece que Kurdistán vaya a obtener la autonomía completa que pretende a corto plazo. Bagdad sigue teniendo dos ases en la manga. En primer lugar, controla la red de oleoductos hasta el puerto mediterráneo de Ceyhan, en Turquía, vía obligatoria para las exportaciones a gran escala. Y segundo, controla la venta de crudo y la recaudación de ingresos de las exportaciones, es decir, por tanto, el dinero de las ventas del oro negro que revierte tanto al presupuesto kurdo como a sus contratistas. El ministro de recursos naturales, Hawrami, ha indicado que quiere aumentar las exportaciones de petróleo kurdo de los 175.000 barriles diarios actuales a un millón de barriles diarios de aquí a cinco años. Para que eso sea una realidad, necesita llegar a un acuerdo con Maliki y Shahristani.

De hecho, es posible que ya esté en marcha una tregua entre Kurdistán y Bagdad. Cuando Maliki visitó Washington en diciembre, se reunió en privado con el consejero delegado de Exxon, Rex Tillerson. Un asesor del primer ministro iraquí me ha dicho, bajo condición de conservar el anonimato, que Maliki pidió a Tillerson que “congelara” los contratos kurdos. El asesor dice que el Gobierno propone un quid pro quo: si todas las partes se ponen de acuerdo sobre una nueva ley de petróleo, Bagdad respaldará un mecanismo que reconozca los contratos de ExxonMobil en Kurdistán. Lo que Maliki está haciendo, en definitiva, es tratar de utilizar el nuevo peso de ExxonMobil entre los kurdos y pedir a la compañía que interrumpa su contrato para obligarlos a negociar un acuerdo global sobre el crudo. Esa podría ser una solución pragmática que aproveche la influencia de ExxonMobil sobre los dos Gobiernos para conciliar ambas posturas. No obstante, aun en el caso de que saliera bien, este plan convertiría a la compañía en una parte más a la hora de tomar decisiones sobre el sector del crudo en el país.

La culpa no es de ExxonMobil; el problema es que Irak está demasiado dividido para darse cuenta de su posible fuerza.

Si el Estado estuviera funcionando como es debido, los políticos y los tecnócratas librarían sus batallas dentro de los órganos políticos y en debates privados. En el escenario internacional, tendrían una sola voz frente a las grandes petroleras y los países vecinos. Ese frente unificado sería enormemente útil. Su capacidad de negociación crecería y su producción, seguramente, también.

Pero las cosas no están así. En la política de identidad que domina Irak, los líderes desconfían unos de otros –a menudo con motivo—y el poder parece una propuesta de suma cero. Las percepciones pueden hacerse realidad a fuerza de creérselas. En el caso del sector  del petróleo, la disfunción del Gobierno ya ha tirado abajo proyectos; la voluntad de ExxonMobil de poner en peligro su relación con Bagdad es un síntoma de pesimismo bien informado. Si miramos al futuro, no parece que vaya a romperse la atmósfera de crisis e improvisación, y las perspectivas de la producción iraquí resultan inciertas, en el mejor de los casos. Pero, en un país que está empezando y en el que todos están luchando por tener el poder, hay una cosa clara: el petróleo es el rey.

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