Vista general de las flores y homenajes a la Reina Isabel II en Green Park el 10 de septiembre de 2022 en Londres, Inglaterra. (Foto de Tristan Fewings/Getty Images)

Cuáles son las claves de las directrices marcadas durante la regencia de Isabel II y a qué debería adaptarse Carlos III. 

El fallecimiento de la reina Isabel II, el 8 de septiembre de 2022, se esperaba desde hace tiempo. Pero, cuando desaparece una figura materna que, gracias a su longevidad, ha encarnado la tranquilizadora continuidad de la historia de Gran Bretaña, el Reino Unido y no solo de la Commonwealth sino del resto del mundo, es difícil explicar la tristeza que sienten millones de personas en el Reino Unido y otros países. La última foto pública de la reina fue la de cuando, dos días antes de morir, recibió a la nueva primera ministra, Lizz Truss, en su refugio de verano de Balmoral, en las Highlands escocesas. No hay mejor muestra del sentido del deber que tuvo hasta el final.

El historiador Simon Schama describe a Isabel II como “la quintaesencia de lo británico; no por completo, pero sí más que la mayoría de los jefes de Estado: en lo esencial, como personificación de una identidad común idealizada. Todas las naciones son comunidades idealizadas; y su reinado termina en un momento de dudas sobre cuánto tiempo van a sobrevivirle las tres naciones de Gran Bretaña e Irlanda del Norte”. Reino Unido está asediado por profundos problemas económicos, desgarrado por la polarización política y, seis años después del Brexit, más inseguro de su lugar en el mundo que en ningún otro instante de la historia moderna. El pilar fundamental que representaba la reina —que había vivido la Segunda Guerra Mundial, la sustitución de un imperio desmantelado por la Commonwealth, la guerra civil de Irlanda del Norte seguida por la paz firmada en el Acuerdo de Viernes Santo, la adhesión al proyecto europeo y la posterior salida de él— ha desaparecido.

Durante siete décadas reinó con la convicción de que “deben vernos para creernos”. En esos 70 años, solo en dos ocasiones interpretó mal el estado de ánimo del país: el fallo más famoso lo cometió tras la muerte de Diana, princesa de Gales, cuando pensó que lo mejor era quedarse en su refugio de verano de Balmoral para proteger a los príncipes Guillermo y Harry. Pero su hijo, el príncipe Carlos, y el primer ministro Tony Blair la convencieron para que regresara a Londres, donde se paseó sin guardaespaldas entre la multitud congregada delante del Palacio de Buckingham. Inmediatamente después, transmitió un mensaje televisado en directo de homenaje a la princesa fallecida.

Sin embargo, en el Reino Unido mucha gente se compenetró con su resistencia a las presiones de una parte de la élite y la prensa popular para que llorara en el momento justo. En una sociedad moderna que transmite sin cesar el mensaje de que debemos obsesionarnos con la autoestima y cultivar celosamente nuestra identidad, ahí estaba la reina diciendo: “No, yo vivo por algo que me sobrepasa…, por algo más importante”. Por dedicar su vida a la nación, a la Corona, a un ideal que va a contracorriente de la época en que vivimos, de la satisfacción inmediata y la superficialidad de la cultura de los famosos, la vanidad de las redes sociales y la política de la identidad. A medida que se fue afianzando el credo fragmentado de la política identitaria, la historia empezó a ser objeto de injurias y el lenguaje cotidiano de revisiones constantes, pero ahí estaba la reina: tranquila, constante y reconduciéndonos hacia algo anterior y tal vez mejor que el loco siglo XXI.

Su mayor triunfo, en opinión del poeta y escritor Ben Okri, es que “forma parte indisoluble del subconsciente de la nación. Y el subconsciente de una nación es un lugar en el que es especialmente difícil entrar, sobre todo en una nación saturada de historia como Gran Bretaña”. Okri destaca que fue una reina “a la que a los republicanos les costaba odiar y rechazar, contra la que los antimonárquicos difícilmente podían protestar. Fue una excelente imagen publicitaria para la monarquía porque fue la que mejor hizo lo que las grandes monarquías han sabido hacer con su pueblo a través de los tiempos, convertirse en parte de su psique”. ¿Quién, se pregunta, “va a psicoanalizar al Reino Unido desde la perspectiva de su necesidad de reyes y reinas? Ese es el enigma de Gran Bretaña”.

En The Enchanted Glass (1988), Tom Nairn afirmaba que el atractivo de la corona residía en el “glamur del atraso” que se extiende, según él, “al orden político cuya cúspide ocupa, a su vez consecuencia del temprano nacionalismo estatal de Inglaterra y el aplazamiento de la modernidad política”. Nairn fue uno de los pocos que analizó el sistema real como un producto de la historia y la ideología, es decir, que le mostró un respeto poco frecuente al tomárselo en serio, por mucho que lo detestara. Entre las principales monarquías que gobernaron Europa hasta el final de la Primera Guerra Mundial, la británica es la única que ha sabido hacer malabarismos frente a las repetidas convulsiones sociales y políticas del siglo pasado y ha encontrado en ellas el material para esculpir nuevas funciones y argumentos y, mientras tanto, incluso en los peores momentos, conservar un amplio apoyo de la población.

Otros monarcas que también tuvieron una larga vida, como Isabel I, Jorge III y Victoria, vivieron en épocas en las que Gran Bretaña y su imperio en pleno crecimiento eran mucho más prósperos y poderosos al final de sus reinados que al principio. El reinado de Isabel II ha sido testigo de la pérdida del imperio, la incapacidad del Reino Unido para reinventarse y, ahora, el retroceso hacia la nostalgia. No fue una nueva época isabelina, pero tuvo momentos de gloria, en particular con los Beatles, una escena teatral de fama mundial en Londres, numerosos logros científicos y premios Nobel y una enorme expansión de la educación básica y la riqueza. Hubo muchas crisis que atormentaron a sucesivos gobiernos; la peor, antes del Brexit, fue la crisis de Suez, que dividió al país y arrebató a millones de personas su fe inquebrantable en la integridad de las instituciones británicas y los hombres que las dirigían. Gran parte de la disidencia creativa que surgió en la vida cultural e intelectual de las décadas siguientes tuvo su origen en 1956.

Los sombreros llamativos y las rondas invariables de ceremonias, desfiles de Trooping the Colour y las visitas de Estado eran reconfortantes para millones de británicos, pero fue el carácter estable de la reina, su evidente simpatía humana, lo que proporcionó un objeto en el que centrar la lealtad nacional, un símbolo idealizado de la nación muy alejado de los desfiles militares tan comunes en todo el mundo. La reina tuvo claro desde el principio que su deber era servir. En una emisión de radio en 1947, el año en el que se casó con el príncipe Felipe de Grecia, dejó entrever que su reinado uniría a la Corona y el pueblo. “Declaro ante todos vosotros que toda mi vida, sea larga o corta, estará dedicada a serviros y a servir a nuestra gran familia imperial a la que todos pertenecemos. Pero no tendré la fuerza necesaria para llevar a cabo sola esta promesa si no la asumís conmigo como ahora os invito a hacer”. Era una declaración en claro contraste con el comportamiento de su tío, el efímero rey Eduardo VIII, que sacrificó su deber por el amor a una mujer divorciada que simpatizaba con los nazis, y el de su padre, el rey Jorge VI, que estaba aterrado ante la idea de suceder a su hermano porque las comparecencias públicas revelarían su tartamudez y su timidez.

Durante todo su reinado, la reina contó con el apoyo del duque de Edimburgo, que era un oficial naval brillante, pero sin dinero cuando se casó con la entonces princesa Isabel y demostró ser un auténtico pilar. Su agudo ingenio era equiparable al de ella. A pesar de las dificultades y los divorcios por los que pasaron sus hijos, ambos se mantuvieron firmes y sonrientes. El príncipe Felipe desempeñó un papel crucial en la remodelación de la monarquía moderna, puesto que conectó a los medios de comunicación, la corona y el público. Una vinculación que no siempre favoreció a la monarquía: una prensa ávida de escándalos se regodeó con la ruptura del matrimonio de Carlos y Diana.

En el contexto de la reciente pandemia de Covid-19, es interesante recordar que, durante la ola de miedo a la poliomielitis en 1956-1957, la reina anunció que se había inoculado a sus dos hijos, Carlos y Ana, de ocho y seis años respectivamente, con la vacuna de Salk. La alarma y el miedo sobre la seguridad de la vacuna se habían generalizado de forma increíble. Y la reina volvió a hacer lo mismo durante la pandemia de 2020. Explicó que, al aceptar los consejos médicos y científicos, estaba cumpliendo con su deber.

Cuando acogió con entusiasmo la independencia de las antiguas colonias, actuó como mentora de facto de una Commonwealth multirracial y democrática, de un Reino Unido multirracial. Isabel II pasó años haciendo gestiones privadas para lograr la liberación del líder del Congreso Nacional Sudafricano, Nelson Mandela, y apoyó las sanciones contra la Sudáfrica del apartheid, una postura que no fue del agrado de su entonces primera ministra, Margaret Thatcher, que opinaba que estaba infringiendo de forma inaceptable los límites tradicionales de la prerrogativa real.

Su discurso durante el banquete de Estado en el Castillo de Dublín en mayo de 2014, que comenzó con saludos en gaélico —“A Uachtarain agus a chaired” (presidente y amigos)— mostró una humildad respecto a la embarrada historia de los británicos en Irlanda que solo podía desplegar alguien libre de toda sospecha de ventajismo político. A pesar de que el Ejército Republicano Irlandés había asesinado en 1979 a su tío favorito, Lord Mountbatten, habló con una dignidad y una autoridad que dieron peso a sus palabras: dejó claro que nunca podría olvidar a todos los muertos y heridos de tantos siglos.

El Rey Carlos III firma un juramento para mantener la seguridad de la Iglesia en Escocia durante su proclamación como Rey durante el consejo de adhesión el 10 de septiembre de 2022 en Londres, Reino Unido. (Foto de Victoria Jones – WPA Pool/Getty Images)

Habrá que recortar la pompa y circunstancia en torno al rey Carlos III. En Gran Bretaña, a mucha gente le molesta profundamente que el tesoro público financie los caprichos de los miembros menos importantes de la familia real, cuya única razón para recibir un estipendio es que pertenecen al mundillo de los famosos. El rey debería reducir el número de casas que tienen a su disposición él y otros miembros de su familia. Ante la peor crisis social de las últimas décadas, sería conveniente que adoptasen un estilo de vida cotidiana más escandinavo. El nuevo rey ya ha dado a entender que seguirá viviendo en Clarence House. El Palacio de Buckingham se convertirá en un museo y albergará a su personal. También podría pensar en la posibilidad de abrir los vastos jardines privados del palacio. Sumado a Green Park, Hyde Park y Kensington Gardens, haría que Londres tuviera la zona verde más exuberante en el centro de una ciudad de categoría mundial.

“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, escribió el autor de El gatopardo sobre los cambios en la vida y la sociedad sicilianas durante el Risorgimento, a mediados del siglo XIX. El filósofo polaco Stanislaw Brzozowski (1878-1911) lo expresó con más crudeza: “Suerte es sinónimo de implacable adaptación”. Isabel II comprendía muy bien esas palabras.   

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.