Para comprender las difíciles relaciones  entre Occidente y el mundo musulmán.

En 1997, el intelectual palestino Edward Said publicó un ensayo titulado Orientalismo, que marcó un antes y un después en la manera en que los estudiosos, periodistas y algunos políticos miraban hacia Oriente Medio, y en particular a los musulmanes. En su obra, el erudito palestino denunciaba que la visión occidental estaba plagada de estereotipos y tópicos que, como una frondosa jungla, impedían el conocimiento de la realidad del otro, y únicamente permitían que llegaran haces de luz que no eran sino percepciones sesgadas. Por ello, Said instaba a los occidentales a despojarse de sus complejos y a sumergirse en el pensamiento “del otro”, como antídoto frente a una desequilibrada relación de poder establecida, desde antiguo, entre un Occidente centralista que sentía su civilización superior, y un Oriente subordinado que en la tesis colonialista debía ser no sólo aleccionado sino transformado.

Apenas una década antes, el novelista libanés Amin Maalouf había deslizado la misma idea en Las cruzadas vistas por los árabes, un libro que recreaba las guerras santas cristianas en Palestina desde la óptica de aquellos que sufrieron las invasiones y el celo extremista de los reyes y papas europeos –un acontecimiento que muchos estudiosos, incluido Alastair Crooke, consideran el numen de “la conflictiva relación” entre el Occidente cristianizado y el mundo musulmán.

Influido por las tesis de ambos escritores, el diplomático Alastair Crooke, ex agente del MI6 –los servicios secretos británicos– y antiguo asesor para asuntos de Oriente Medio del Alto Representante de Política Exterior y Seguridad de la Unión Europea, Javier Solana, recupera este ángulo en su obra más ambiciosa, Resistance: The Essence of the Islamist Revolution (Resistencia: la esencia de la revolución islamista, Pluto Press, 2009), un libro muy bien cosido, pero salpicado de claroscuros, que bucea en la historia de la filosofía y en el pensamiento clásico y occidental para tratar de desempolvar las verdaderas raíces del conflicto entre dos universos: el cristiano y el musulmán. Crooke, fundador y director de Conflicts Forum, parte de la misma idea que Said: en su opinión, la mayoría de los analistas occidentales que estudian el islam político cometen el mismo error. De forma instintiva creen que el origen del conflicto son una serie específica de políticas externas, en particular de Washington en lo que respecta a Israel, Palestina e Irán, y que basta con redefinirlas y enmendarlas para hallar soluciones. El autor, que desempeñó un importante papel mediador en el cerco a la iglesia de la Natividad en Belén, considera, sin embargo, que el conflicto es mucho más profundo. Emana de una antítesis conceptual entre dos religiones que sostienen visiones divergentes sobre la naturaleza del hombre y el bienestar de la sociedad.

Bien urdida y con una exquisita técnica narrativa, la tesis de Crooke resulta seductora. Desde su perspectiva, la denominada “Gran Transformación” que tuvo lugar en Europa en el siglo xviii dio lugar a una sociedad individualista, en la que el concepto de Dios fue sustituido por la adoración al libre mercado y quedó subyugado al poderío de los nuevos Estados-nación. Cuando Occidente quiso trasladar ese nuevo modelo a países musulmanes como Irán y Turquía, argumenta, se produjo una colisión que dejó a estas sociedades musulmanas noqueadas. Desorientadas y desmoralizadas, aturdidas por el modernismo de Kemal Atatürk y de Reza Sha, y con el marxismo como ideología emergente, los islamistas buscaron respuestas en El Corán. “Esta comprensión es la raíz del islam político”, escribe Crooke. “Es el principio que representa la completa inversión de la Gran Transformación. En vez de la preeminencia del mercado, al que se subordinan otros objetivos sociales y de la comunidad, [los islamistas] crearon una sociedad cimentada en la compasión, en la que la equidad y la justicia son el objetivo, por encima de otros, incluido el mercado, que quedan subordinados. En este sentido, la revolución islámica en Irán habría sido el segundo punto de inflexión, ya que según el autor habría ofrecido a los musulmanes desprenderse de la perniciosa influencia del liberalismo y de la cultura egocéntrica del materialismo y las naciones-Estado, para poder volver a pensar “en términos islámicos”.

Pero de acuerdo con Crooke, el mayor error de Occidente no ha sido ignorar esta corriente, sino no haber sabido diferenciar el islamismo político de otro de corte radical, fruto de las tesis salafistas, que se asienta en una interpretación estricta de las escrituras y en la intolerancia. “La orientación saudí del salafismo fue utilizada por Occidente para contener al naserismo, al marxismo, a la Unión Soviética, a Irán y a Hezbolá”, escribe Crooke en un comentario a su propio libro. “Al utilizar la orientación puritana, Occidente no ha comprendido el mecanismo que hizo que los movimientos salafistas hayan migrado de la división y la disidencia para convertirse en movimientos dogmáticos, rebosantes de odio y en ocasiones violentos que sí amenazan a Occidente, y también a otros grupos musulmanes […]. Irónicamente, el Occidente de la Ilustración se ha colocado en el flanco equivocado –apoyando el dogma frente al intelecto abierto de la evolución religiosa […] y anclado en esta opción de respaldar la docilidad y la “moderación” frente al “extremismo”, ha contribuido, toda una paradoja, a que Oriente Medio sea un lugar menos estable, más peligroso y violento”–, concluye.


El mayor error de Occidente es no haber sabido diferenciar el islamismo político de otro de corte radical


Así como las luces son poderosas, la obra de Crooke prolonga sombras inquietantes sobre el eje de su teoría. En numerosas ocasiones, el lector tiene la sensación de que el ex agente ha olvidado la lucidez de Said y aprovecha los valores teóricos del Islam para sumergirse en un mera reflexión sobre la crisis de la sociedad occidental, en particular del liberalismo, del sistema de mercado, y lo que se denomina el fracaso de los Estados-nación. Crooke hace un cabal repaso a la filosofía occidental, y la contrapone a una enumeración somera del pensamiento islámico, que muchas veces adolece de la suficiente praxis. 

Umbrosa es, cuando menos, la decisión de Crooke de obviar casi siete siglos de islamismo y establecer el inicio del islam político en la revolución laica promovida en 1923 por Kemal Atatürk. Aunque es bien cierto que tanto la imposición de la “modernidad occidental” por parte del padre de la Turquía moderna como la transformación paralela, a su imagen y semejanza, que promovió Reza Sha en Irán, agitaron y fortalecieron las corrientes islamistas –incluidos los Hermanos Musulmanes–, los cimientos del islam político se fijaron antes. Fue a lo largo del siglo xix, de la mano de pensadores como Yamal ed-din al Afgani o su discípulo Mohamad Abdu, que se enraízan en el pensamiento del monje-guerrero islámico del siglo xiii Ibn Taymiya –transmitido gracias a Mohamad Abdel Wahab, padre del wahabismo y de otros movimientos extremistas suníes como los deobandi–, desarrollado en las actuales Afganistán y Pakistán durante la invasión colonial británica. Casi un siglo antes de que Atatürk y Reza Sha sacudieran a sus respectivas sociedades con su espejo occidentalizado, decenas de movimientos islamistas, en su mayoría deobandis –de los que bebieron Al Afghani y otros que después influyeron en Sayed Qutb, ideólogo de los Hermanos Musulmanes– ya luchaban contra las tropas coloniales británicas en regiones como el valle paquistaní de Suat, escenario en la actualidad de la resistencia radical suní. 

Además, se echa en falta en la tesis de Crooke un análisis más profundo de las diferencias entre el chiísmo y el sunismo, y del camino propio que cada una de estas dos corrientes del islam ha recorrido hasta alcanzar dos formas de resistencia que comparten numerosas similitudes, pero también muestran divergencias de fondo. Pese a que razones logísticas y políticas –más que teóricas o de pensamiento– han hecho que la resistencia suní y la chií convergieran en el movimiento palestino Hamás a través de Hezbolá, parece cierto que el islam político suní y su homólogo chií beben de fuentes separadas y tienen características y objetivos que en ocasiones, incluso, los hacen antagonistas.