Protesta palestina en Jerusalén por el reconocimiento de Ciudad santa como capital de Israel, diciembre, 2017. Yefimovich/Getty Images

Al declarar a Jerusalén capital del Estado de Israel, el presidente Donald Trump deja de lado el Derecho Internacional, y niega la complejidad histórica del conflicto israelí-palestino. Para justificar su acción, el primer mandatario estadounidense hace uso de la realidad alternativa, acentuando la polarización geopolítica en Oriente Medio y los agravios de los palestinos, tornando más grave la verdadera realidad.

Tanto Donald Trump como su embajadora ante Naciones Unidas, Nikki Haley y el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, han alineado posiciones en torno a lo que han llamado “la realidad”. Trump dijo el 6 de diciembre que “al final estamos reconociendo lo obvio: Jerusalén es la capital de Israel. No es ni más ni menos que el reconocimiento de la realidad”.

Haley en una entrevista el 10 de diciembre y Netanyahu durante la rueda de prensa con el presidente francés, Emmanuel Macron, en París insistieron en que esta “es la realidad”. El primer ministro israelí añadió que “cuanto antes lo reconozcan los palestinos, antes se alcanzará la paz”.

 

¿Varias realidades?

Durante la campaña de 2016 y su presidencia, Trump ha promocionado la realidad alternativa, generando un constante clima de confusión mediática, con mentiras que son reproducidas por las redes sociales y publicaciones afines. A la vez, acusa a la prensa tradicional (o sea, medios como The New York Times y CNN), de falsificar los avances de su gestión.

El debate político convencional en el que se supone que puede haber dos o más opiniones sobre un hecho determinado ha quedado desplazado por el choque entre supuestas realidades diferentes. Una sería la realidad que presentan los medios (y analistas, académicos, políticos y organizaciones de la sociedad civil) sobre una cuestión (por ejemplo, el cambio climático y su impacto). Otra, la realidad alternativa que lanzan al espacio público Trump y sus aliados. Esta supuesta realidad se expresa en un formato emocional y populista, apoyándose generalmente en la ignorancia, el racismo, y la exaltación de identidades nacionales, étnicas o religiosas.

Al insistir en el argumento de “la realidad” para reconocer a Jerusalén como capital de Israel, Trump y Netanyahu niegan que haya otras realidades en la historia, la política y el Derecho Internacional.

 

Punto final a los “dos Estados”

Unos palestinos pasan al lado de un grafiti con la cara de Donald Trump y Bejamin Netanyahu en una parte del muro en la ciudad de Belén. Musa al Shaer/AFP/Getty Images

Aplicando el mecanismo explicado por George Orwell en su novela 1984, Trump tocó en su declaración de capitalidad uno de los temas más sensibles, sino el que más, en la relación entre el islam, el judaísmo y el cristianismo (dado que Jerusalén es ciudad santa para las tres religiones y alberga símbolos arqueológicos e históricos para cada una). Al mismo tiempo, afirmó que apoya la solución de que existan dos Estados (Israel y Palestina) a través de negociaciones.

Que la solución de los “dos Estados” estaba muerta era una realidad gracias a la constante negativa de Israel (en particular durante los últimos años con Netanyahu en el gobierno y el giro a la derecha de casi toda la sociedad israelí), y a la expansión y captura por parte de la colonización israelí de buena parte de Cisjordania (conocido como West Bank o ribera occidental del río Jordán) y la parte oriental de Jerusalén. Además, la posibilidad de alcanzar un acuerdo se fue perdiendo gracias a la parcialidad de Washington al presentarse como mediador, pero siempre inclinándose hacia las posiciones israelíes, y la timidez de la Unión Europea al no decidirse a cumplir un papel político más allá de ser un importante donante.

Esa realidad no es reconocida por Trump ni Netanyahu. Cuando dicen que todavía hay posibilidades de alcanzar la paz ocultan que desde hace años Estados Unidos ha ayudado a que los hechos en el terreno de la colonización israelí hagan inviable tanto práctica como políticamente que exista un Estado palestino, inclusive, aunque se le reconociera como tal, algo que ni Washington ni los miembros del Consejo de Seguridad han hecho.

 

Complicidad regional

De la misma forma, más allá de los discursos formales sobre apoyar una salida negociada, la mayor parte de los gobiernos europeos y del mundo árabe acepta que la cuestión palestina es una causa perdida, además de secundaria dadas las urgencias de las guerras en Siria, Irak, Yemen y Libia, y sus consecuencias.

Peor aún, los palestinos han quedado situados como actores secundarios en la confrontación geopolítica que asola a Oriente Medio, entre Arabia Saudí e Irán, y la interpretación suní y la chií del islam, respectivamente. La población musulmana de Jerusalén es mayoritariamente suní.

La realidad no alternativa es que Egipto, pese a sus protestas retóricas contra la decisión de Trump, ayuda a Israel a asfixiar a los palestinos que viven en la prisión a cielo abierto de Gaza, en una de las más dramáticas situaciones humanitarias de la región. Así mismo, las protestas a propósito de Jerusalén de la monarquía saudí son más retóricas que ciertas. Para Riad es preciso encontrar el punto entre protestar para no ser vistos por su propia sociedad y en la región como cómplices de Estados Unidos y, a la vez, no romper sus renacidos vínculos con Washington y crecientemente con Israel.

En efecto, Israel, Arabia Saudí y Estados Unidos forman un frente común, con los Emiratos Árabes y Egipto, en la guerra regional contra Irán, y han encontrado en Trump un aliado que rechaza el acuerdo internacional que promovió el ex presidente Barack Obama sobre el programa nuclear iraní.

La decisión de Trump podría provocar fracturas más agudas entre los gobiernos autocráticos de la región y amplios sectores de sus sociedades. Uno de los países que más puede sufrir esta tensión es Jordania, donde la tercera parte (algunos cálculos elevan esta cifra al 50%) de la población es de origen palestino.

Irán, por su parte, aprovecha estas complicidades suníes con EE UU para reforzar su papel contra Israel y Washington, en conexión con el grupo político-militar Hezbolá en Líbano. No casualmente las manifestaciones más fuertes contra la decisión de Trump están ocurriendo en Beirut.

Esta complejidad regional se une a la intrincada historia de Jerusalén en la que se mezclan hechos y mitos, la creación del Estado de Israel como producto del auge del sionismo desde fines del siglo XIX y del Holocausto, el papel de Oriente Medio en la Guerra Fría y como gran exportadora de petróleo. Trump, sin embargo, afirmó en mayo que tenía ideas sobre cómo solucionar la confrontación israelí-palestina. “Este conflicto es algo, dijo, que pienso, sinceramente, que quizá, no es tan difícil como la gente ha creído a lo largo de muchos años”.

 

Historia ‘alternativa’

Póster en un barrio ultraortodoxo de Jerusalén,. Lior Mizrahi/Getty Images

Después de 5.000 años de historia de guerras y dominaciones entre tribus de diversos orígenes, la conquista de Alejandro Magno, el dominio del Imperio romano, la presencia de los cruzados, diversas destrucciones y reconstrucciones, entre 1517 y 1917 Jerusalén fue parte del Imperio otomano. Después de su caída, Jerusalén se transformó en la capital del Mandato británico hasta 1948. Pero Israel reivindica que era una ciudad judía por presencia histórica y mandato divino antes de su conquista por parte del Imperio otomano

Esta es una explicación teológica que deja de lado, a pesar de la creciente presencia judía desde el siglo XIX, el hecho que Israel sólo se creó como Estado en 1948. (Si en los Estados modernos se reivindicara la soberanía original remontándose a cinco milenios atrás el sistema internacional se derrumbaría).

Tres credos religiosos, además, reclaman derechos sobre la ciudad y sus símbolos, y dos entidades, una estatal (Israel) y otra parcialmente reconocida como tal (Palestina) la reivindican como su capital.  Pero obviando que su país tiene sólo 70 años de existencia, Netanyahu declaró en París, haciendo historia alternativa que Jerusalén “ha sido la capital de Israel por 3.000 años”.

En 1947 Naciones Unidas propuso un plan de partición de Palestina y que la ciudad fuese gestionada internacionalmente. El Plan fue rechazado por los países árabes y lanzaron la primera guerra contra Israel. Jordania mantuvo el control de Jerusalén desde la guerra de 1948. Israel reconquistó el conjunto de la ciudad en la guerra de 1967.

En 1980 una ley del Parlamento israelí la declaró capital “indivisible” del Estado. De esa manera se negó formalmente la demanda palestina que el Este de la ciudad fuese la sede de su futuro Estado. La Resolución 478 del Consejo de Seguridad de la ONU considera esta declaración una violación del Derecho Internacional.

Israel extendió desde 1967 los límites geográficos de Jerusalén, incluyendo 20 municipios vecinos en los que, a la vez, fomentó la colonización mediante el desplazamiento forzoso de ciudadanos palestinos, casa a casa y barrio a barrio, encerró a la parte Este y dividió a los barrios palestinos mediante el Muro. Los palestinos de Jerusalén Este no están reconocidos como ciudadanos israelíes sino como “residentes permanentes”, especie de inmigrantes con menos derechos. La Autoridad Palestina, que opera desde la ciudad de Ramalá, no tiene jurisdicción sobre estos palestinos de Jerusalén Este.

En su discurso Trump no hizo ninguna referencia a que la parte oriental de la ciudad pudiese ser, como lo reclama la Autoridad Palestina y la comunidad internacional, la capital de un Estado palestino que emergiera de futuras negociaciones.  De esta manera, su reconocimiento es un apoyo implícito a la posición israelí.

 

Contra el Derecho Internacional

Otra realidad que tampoco es alternativa, y que Trump ha desechado es la del Derecho Internacional. El reconocimiento de la capitalidad sitúa a Estados Unidos en abierta confrontación con Naciones Unidas y en violación de una serie de resoluciones del Consejo de Seguridad que se refieren a la ocupación de los territorios palestinos, y en particular hacia Jerusalén (a la que considera parte de estos territorios). Entre otras, la Resolución 242 que demanda a Israel retirarse de los territorios ocupados en la guerra de 1967, y de la parte oriental de Jerusalén; y la 252 de 1968 que exige que Israel rescinda las acciones que tienden a cambiar el estatus de esta ciudad.

Por su lado, la Resolución 465 acusa a Israel de cometer violaciones “flagrantes” de la Convención de Ginebra sobre protección de civiles en tiempo de guerra si continúa con su política de asentamientos en la ciudad. La Resolución 478 indica que Israel viola el Derecho Internacional si continúa con el cambio de estatus de esta ciudad e insta al cuerpo diplomático a mudar sus sedes a otro sitio.

La más reciente es la Resolución 2334 del 23 de diciembre de 2016 (aprobada con el voto de Estados Unidos) condenando en duros términos la colonización por parte de Israel de zonas de Jerusalén.

En el debate que se celebró en el Consejo de Seguridad el 8 de diciembre, Nickolay Miladenov, Coordinador especial para el proceso de paz en Oriente Medio, indicó que la posición de la ONU no ha variado: “Jerusalén es una cuestión del estatus final que debe ser alcanzado a través de negociaciones entre las dos partes y sobre la base de las resoluciones relevantes de Naciones Unidas y acuerdos mutuos para llegar a una solución amplia, permanente y justa”.

Todos los participantes en esa sesión de urgencia del Consejo de Seguridad criticaron a Estados Unidos, con la excepción de Israel. La embajadora estadounidense, por su parte, acusó a la ONU de hostilidad hacia Israel.

La declaración de Trump tiene que ver, especialmente, con dos realidades. Primero, contentar a sus votantes evangélicos fundamentalistas y sus donantes proisraelíes; y segundo, alinear más abiertamente a Estados Unidos con Israel en contra de Irán. A cambio de este regalo a la derecha israelí, Washington no obtiene nada a cambio y debilita mucho más su posición en Oriente Medio, mostrando un signo más de su decadencia en política internacional.