De llegar a la presidencia, el actual gobernador de Yakarta podría revolucionar aún más la manera de hacer política en el país.

El gobernador de la ciudad de Yakarta, Joko Widodo, con un bajo que le había regalado uno de los mienbros de la banda de música estadounidense Metallica. AFP/Getty Images

La historia de Indonesia desde su independencia en 1945 podría dividirse en tiempos de continuidad e instantes de abruptos cambios. Los primeros 20 años de unificación nacional guiada por Sukarno con inclinaciones marxista-leninistas, su repentina destitución seguida de una sangrienta purga de comunistas, la inauguración de 30 años bajo el Nuevo Orden de Suharto y, finalmente, la revolución de 1998, que dio paso a la actual era del Reformasi, una activa democracia con vestigios de todo lo anterior.

El próximo año 187 millones de indonesios están llamados a las urnas para escoger a un nuevo presidente. Susilo Bambang Yudhoyono, en el cargo desde hace nueve años, no podrá presentarse para una nueva ronda debido al límite constitucional de dos legislaturas.

Hasta hace tan solo unos meses, las elecciones parlamentarias de abril 2014 se dibujaban con viejas caras: la ex presidenta Megawati Sukarnoputri, el magnate Aburizal Bakrie o ex generales de dudoso laureo por sus labores en la desocupación de Timor Oriental y las protestas de 1998: Wiranto y Prabowo.

Gobernantes del pasado, élites económicas, allegados a Suharto… para muchos el espíritu del Reformasi se desvanecio demasiado rápido tras las barricadas a finales de los 90. Sus multimillonarias campañas tapían las vías de ascenso a nuevos dirigentes y mantienen rostros predilectos y nombres de confianza siempre a la vista del ciudadano: en ambulancias donadas por ellos mismos, en pegatinas a las puertas de un bus o en banderas colgadas de cada farola.

El actual gobernador de Yakarta, Joko Widodo, llamado por todos “Jokowi” y considerado como el Obama indonesio podría ser el primero en contradecir todo esto. Según las últimas encuestas , tendría el apoyo del 47,4% de los votantes en las elecciones presidenciales de julio 2014, terceras en democracia y celebradas cada cinco años. De presentarse, sería presidente y también el primero en consagrarse en base a su buen legado y popularidad.

Hombre menudo, de 52 años e hijo de una familia humilde. Llegó a la fama tras su paso por la alcaldía de Solo, una pequeña ciudad en el centro de Java. Su gestión centrada en fortalecer la urbe como enclave turístico, luchando contra el crimen y la corrupción, le valieron los credenciales para postularse con éxito en los comicios para el Gobierno de Jakarta.

La capital del archipielago –de 28 millones de habitantes y la segunda metrópolis más grande del mundo– es la única ciudad de su tamaño sin un sistema de metro, sin un servicio público de recogida de basuras, sin aceras en el 80% de sus calles, con tráfico al borde de embotellarse, con escasos parques, con altos niveles de contaminación y desde hace un año, con un gobernador que ha hecho posible divisar un cambio.

En el último año, Jokowi y su mano derecha Basuki Tjahaja Purnama –llegado de la pequeña isla de Belitung y con un ascenso parecido– han logrado para Jakarta lo que ninguno de sus predecesores pudo: aprobar la construcción de un sistema de metro, realojar familias pobres, crear espacios verdes, arreglar aceras, negociar con vendedores ambulantes su traslado a un lugar fijo o comenzar a implementar un plan de contención para las inundaciones anuales.

Muchos de estos planes tardarán años en surgir efecto y sus contrincantes los tachan de excesivamente populistas, pero según Jeffry Geovanie, miembro del Centro de Estrategia y Estudios Internacionales (CSIS, por sus siglas en inglés), las críticas de sus atacantes podrían estar estimulando su popularidad aún más, dada que su forma de gobierno –cercana a la gente y distante de las élites opositoras– le sitúan del lado del pueblo.

En lugar de desayunos con empresarios, la mayor parte de su agenda la ocupa el blusukan (visitar por sorpresa, en javanés): inspecciones sin avisar a cada una de sus oficinas para supervisar su eficiencia o inesperadas apariciones en rincones de la capital para escuchar la opinión de la gente. El periódico New York Times lo describe como un gobernador que se siente “como en casa a pie de calle”, y Bhimanto Suwastoyo, redactor jefe del diario Jakarta Globe, señala: “El típico político indonesio hace lo que quiere, no se relaciona con la gente y no consulta –gobierna. Jokowi hace totalmente lo contrario. Hace uso de lo práctico, le pregunta al público qué quiere, se acerca a ellos y ellos ven que hace su trabajo”.

 

¿Cambiaría algo?

El doble mandato del presidente Susilo Bambang Yudhoyono ha servido para consolidar las bases de la tercera mayor democracia del mundo. Su gestión ha sabido mantener la confianza de inversores, crecimiento económico, una eficaz lucha contra el terrorismo y enfrentar catástrofes como el terremoto y tsunami del Océano Índico en 2004.

Sin embargo, los conflictos religiosos y la discriminación de minorías han aumentado. La organización Human Rights Watch considera a su Gobierno un “cómplice” más en la quema de iglesias o en la persecución de minorías chíies. También han aumentado los daños al medio ambiente y la deforestación, que avanza a un ritmo similar al del Amazonas (76% de las talas de árboles son ilegales).

Si Jokowi mantuviese sus mismos planes en la presidencia, ambos asuntos serían prioritarios. Joko Widodo también sería el primer presidente electo sin lazos con antiguos gobernantes o el Ejército, el primero en emerger con el apoyo exclusivo del pueblo y el primero en no ser respaldado por grandes grupos mediáticos.

Su afiliación al partido de centro-izquierda PDI-P (Partido Democrático de Indonesia – Lucha), históricamente ligado a Sukarno, le distanciaría de la pesada sombra del todavía respetado Suharto. Sin ir más lejos, el actual presidente Susilo Bambang Yudhoyono visitó el mausoleo del ex dictador el pasado mes con un mensaje de agradecimiento para el difunto jefe de Estado, considerado el líder mundial más corrupto de la historia reciente y acusado de serios crímenes de guerra.

En cierto modo, esta agridulce nostálgia arrastra consigo los fantasmas que más debilitan al Estado indonesio: corrupción, colusión y nepotismo. Los tres factores son en gran medida responsables de la gran brecha entre entre ricos y pobres, una de las más acuciantes en el sureste asiático, y que Jokowi quiere acortar a través de una mejora en la educación, sanidad pública y salarios mínimos dignos.

Dos cosas que todavía no cambiarían son su procedencia y religión; todos los presidentes a excepción de uno han sido javaneses y la totalidad de ellos eran musulmanes.

De querer presentarse a los comicios presidenciales, necesitaría el amparo de su partido, liderado por la ex presidente Megawati Sukarnoputri, hija del difunto Sukarno. Megawati todavía está sopesando si presentarse o no a las elecciones, pero la mayoría de las encuestas fijan su popularidad muy por debajo de Jokowi.

La opinión pública está del lado de Widodo y la incertidumbre sobre sus facultades no parecen preocupar a muchos. Jokowi ha hecho de sí mismo un fenómeno y ha dado muestra de que el éxito con buena gobernanza es alcanzable, lo que ya supone un cambio inédito e irreversible.

 

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