Bogdan Bogdanović y Bojan Bogdanović, jugadores de la selección de baloncesto de Serbia y Croacia en los Juegos Olímpicos de Río 2016. (Andrej Isakovic/AFP/Getty Images)
Bogdan Bogdanović y Bojan Bogdanović, jugadores de la selección de baloncesto de Serbia y Croacia en los Juegos Olímpicos de Río 2016. (Andrej Isakovic/AFP/Getty Images)

¿Deporte que une o que constata y acrecienta diferencias entre pueblos?

La imagen recorrió los medios de comunicación locales como la pólvora. La foto de las espaldas de Bogdan Bogdanović y Bojan Bogdanović, jugadores de la selección de baloncesto de Serbia y Croacia respectivamente, eran una postal bastante simbólica de cómo el nacionalismo impone su verdad sobre la razón: dos jugadores que hablan el mismo idioma (el otrora serbo-croata), tienen el mismo apellido, complexión similar, casi la misma altura, casi el mismo nombre, y que, además, como si hubiera sido escrito para un guión cinematográfico, fueron los máximos anotadores de sus respectivos equipos. Todos nos lo preguntamos a menudo: ¿cuántas victorias internacionales se agenciaría esta gente si todavía jugara bajo bandera yugoslava?

En muchas ocasiones se ha definido al deporte, parafraseando a Carl von Clausewitz, como la continuación de la guerra por otros medios. Serbia y Croacia vivieron un conflicto bélico entre 1991 y 1995, y cada partido de baloncesto, balonmano, waterpolo o fútbol que se ha jugado desde entonces se vive como una proyección en apariencia innocua de lo que es una guerra. Poco importa que haya juego limpio, que los aficionados vuelvan a sus casas tranquilamente y que el derrotado reconozca la victoria del ganador. Dos países rivales se enfrentan.

Resulta difícil alzar ningún tipo de crítica sobre los Juegos Olímpicos como celebración deportiva. No existe evento social que generé tantas adhesiones, provoque tantas emociones simultáneamente, como tampoco que logre reunir a tantos deportistas bajo una normas que, por lo general, suelen ser respetadas. Es, sin lugar a dudas, un triunfo de la humanidad en cuanto a logística, interacción social y nuevas tecnologías al servicio de una causa común: competir. Nada excluye que la idea de hacer dinero sea uno de los mayores motores que empujan a su organización; a costa de las emociones colectivas, y a costa, según el caso, del déficit de las ciudades donde tienen lugar. Oslo ya retiró su candidatura para los Juegos de Invierno de 2022 por falta de "garantías financieras".

Los Juegos Olímpicos de Río 2016 no han sido ajenos a la confrontación política, porque no es el deporte en sí el causante de esas tensiones geopolíticas, sino que es la competición entre naciones la que las refleja o, directamente, las genera. Importan los resultados, pero también el comportamiento de los deportistas. El plusmarquista mundial de pértiga, Renaud Lavillenie, comparaba los pitidos del público local con los de los Juegos organizados por los nazis en 1936, el judoca, Islam el Shehaby, no quiso darle la mano a su contrincante, Or Sasson, al comienzo del combate, la nadadora Yúliya Efimova, condenada dos veces por dopaje, sufría la ignorancia de sus rivales en el podio y declaraba: "Yo siempre pensé que la guerra fría ya era una cosa del pasado". El pertiguista era francés, los judocas eran un egipcio y un israelí, la nadadora era rusa y estadounidenses sus rivales en el podio. La identidad nacional es una atribución más, y solo adquiere preeminencia en contraste con otras. Los JJ OO instigan ese fervor nacionalista en los participantes y también en los espectadores. La gran diferencia es que los deportistas están sometidos al juramento olímpico. Nosotros, no.

No es un asunto exclusivo de las Olimpiadas. El incidente con guiñoles de la televisión privada Canal +, burlándose de Contador, Gasol, Nadal o Casillas, donde se les acusaba de dopaje, podría haber quedado en una mera querella entre los deportistas y los creadores del programa de humor. Sin embargo, fue elevado a conflicto diplomático de la mano de los medios y de las autoridades —el embajador español en Francia a petición de su ministro mandó una carta al canal de televisión acusándolo de falta de ética—. Con suma facilidad nuestras sociedades caen en la trampa del litigio nacionalista, cuando, en la práctica, las responsabilidades se antojan individuales, como también lo deberían ser los éxitos y los fracasos deportivos. ¿Por qué no compiten los deportistas sin banderas o los mejores equipos del mundo en cada disciplina? Probablemente, porque no habría el mismo volumen de negocio.

Gran Bretaña gastaba alrededor de 5 millones de libras (casi 6 millones de euros) por año en deportes olímpicos antes de los Juegos de Atlanta 1996, cuando sólo obtuvo una presea dorada. Para Sidney 2000 se gastó 11 veces ese presupuesto, y consiguió 11. La correlación es indiscutible, pero no hay obligatoriamente causalidad. El dinero no es garantía de éxito. Un waterpolista serbio delante las cámaras de la televisión pública, después de ganar el oro frente a Croacia, negaba que las medallas fueran mérito de la inversión de su país. Granada es el país que más medallas ha conseguido por habitante —una, pero por 106.825 habitantes—, y Azerbaiyán, si se tiene en cuenta los atletas que acudieron a los Juegos (18 medallas para 56 participantes). EE UU y China fueron los que más pagaron por cada medalla ganada, y Granada y Jamaica los que menos.

¿Los deportistas nos representan a nosotros y tenemos que sentir sus victorias como nuestras? Las victorias en la competición generan una engañosa sensación de triunfo nacional, cuando los éxitos deportivos pertenecen a los deportistas tanto como sus fracasos, sobre todo cuando exponen y fuerzan sus cuerpos al máximo, muchas veces convirtiéndose en mutantes. Así como también cuando las condiciones de trabajo en las que entrenan son inapropiadas y no existe horizonte profesional, ni en la mayoría de disciplinas ni en la mayoría de países. La medalla de oro de la judoca kosovar Majlinda Kelmendi es más una muestra de determinación y talento individual que el fruto de un contexto institucional y social óptimo.

Los Juegos han dejado de ser una competición que ensalza la carrera de los deportistas y las disciplinas deportivas en las que participan, para glorificar el poder de las naciones. No se trata de demagogia, tiene que ver con el momento histórico que vivimos. Los deportistas son carne de portada patriótica de un día para otro. Nadie recuerda ya a Samia Yusuf, la atleta somalí que participó en los 200 metros en los Juegos Olímpicos de Pekín, llegando última a la meta a 10 segundos del resto de sus rivales. Cuatro años después moría ahogada intentando llegar en patera a Italia. El negocio de la competición crea héroes de usar y tirar al servicio de un nacionalismo que busca conmover y movilizar a la población, con la pureza del deporte como señuelo, sin que haya un beneficio ponderable que justifique sublimar conflictos nuevos, ignorar la gravedad de los que ya hay, ni, por supuesto, desviar la atención de nuestros problemas reales. Las Olimpiadas no deberían superar la frontera del mero entretenimiento.

Cada vez más, nuestras identidades se construyen en redes de información, comunicación y consumo más amplios y heterogéneos, y, sin embargo, seguimos instalados en el relato nacional, aquel que fomenta la cohesión nacional, pero también el racismo, el chovinismo, la desigualdad o, incluso, a veces, la guerra. Son precisamente los partidos de extrema derecha que jalonan Europa, con la crisis de refugiados, los que más sacan partido de ese prisma tribal. La Unión Europea vive una crisis de consenso como nunca antes y los JJ OO solo consolidan ese disenso entre países. ¿Y si nos sintiéramos europeos? La UE obtendría más medallas que EE UU (325 por 121). ¿Y si no incluyéramos a Gran Bretaña después del Brexit? El club europeo duplicaría los resultados del país norteamericano (258 por 121).

Parece una obviedad decirlo, pero los hooligans violentos de países diferentes tienen más en común que un médico y profesor de idiomas del mismo país; qué decir de un político islamófobo, un narcotraficante, un broker sin escrúpulos o un terrorista islamista. Mientras que nuestros grandes desafíos son globales (el cambio climático, el capitalismo de casino, los paraísos fiscales, el terrorismo internacional, el tráfico de personas, las guerras…) nuestras pasiones siguen siendo nacionales. Donald Trump, la islamofobia creciente en Europa o el Brexit parten de una realidad global e inespecífica. Solucionamos como sociedades nuestras crisis de desigualdad refugiándonos en las cavernas identitarias. Ni siquiera son nuestras propias cavernas, sino las que nos procura la falsa protección de la nación, cuando el poder reside en otros despachos, cumbres internacionales y transacciones supranacionales.

"Otra imagen recorrió los medios de comunicación globales: los entrenadores de las selecciones de Croacia y Serbia se fundían en un largo abrazo, emotivo, sincero, después de la final de waterpolo. Savić y Tucak demostraron estar muy por encima de las tiranteces balcánicas. A colación de la foto, el actor serbio Nikola Kojo mandaba un mensaje en Twitter contra la clase política balcánica: "Y, vosotros, cretinos, amenazando con guerras, tensando relaciones. Así es como se comunica la gente". Los Juegos Olímpicos cada cuatro años no sólo dejan imágenes para el recuerdo: esfuerzo, respeto y solidaridad, que permanecen en nuestras retinas como paradigma de lo mejor que nos regala la naturaleza humana, sino que también graba en nuestras conciencias la competición entre países. Decía Nelson Mandela que "el deporte tiene el poder para cambiar al mundo. Tiene el poder para inspirar. Tiene el poder para unir a la gente de la manera en que pocas cosas lo hacen". Esta afirmación pierde todo su sentido desde el momento en que convertimos no solo el deporte en objeto de cuitas políticas, sino también en un vehículo para enfrentarnos como pueblos. Entonces el deporte no solo constata y acrecienta diferencias, sino que las propaga y estereotipa: la guerra por otros medios y en los medios, a escala global, sublimándose desde los televisores.