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Un hombre joven eritreo se desplaza en bicicleta en Asmara., 2019. Eric Lafforgue/Art in All of Us/Corbis via Getty Images

Un excepcional servicio nacional indefinido marca con incertidumbre la vida de los habitantes del segundo país más joven de África y uno de los más pobres del mundo.

En diciembre de 2019, la selección de fútbol de Eritrea perdió la final de la Copa CECAFA, un torneo amistoso que se disputa en África Oriental. La anfitriona, Uganda, se hizo con el campeonato. Y en ese país se refugiaron siete de los jugadores del combinado nacional, que aprovecharon la oportunidad de un viaje al extranjero como futbolistas de élite para desertar. Apenas tres meses antes, cinco miembros de la selección sub20 abandonaron la concentración y se ocultaron también en Uganda. Las fugas de futbolistas del combinado nacional eritreo forman una sorprendente serie: en 2007, seis en Angola durante la Copa de África; en 2009, 13 en Kenia, en un partido de clasificación para el Mundial; en 2011, 10 en Tanzania; en 2012, la selección absoluta en pleno desertó también en Uganda, en la misma Copa CECAFA; y en 2015, 10 más en Botsuana. Si los deportistas de élite aprovechan para huir, ¿cómo vive el resto de los jóvenes eritreos?

La Corea del Norte africana y la mayor cárcel a cielo abierto son los lugares comunes más recurrentes sobre Eritrea, pero no agotan el desconocimiento sobre el país asomado al Mar Rojo desde el Cuerno de África; tampoco desvelan las inquietudes de una juventud que lucha por no ceder a la asfixia; ni transmiten las consecuencias para la sociedad de 30 años de guerra de liberación, que concluyó con una de las excepcionalidades de Eritrea, su independencia de Etiopía en 1993; y otras tres décadas de dictadura bajo el poder de Isaias Afewerki, dos de ellas, desde 2001, marcadas por el “servicio nacional” y un régimen extremo de control y vigilancia.

Sobre las consecuencias de este agotador clima de espionaje total, el periodista eritreo Abraham T. Zere advertía en un artículo sobre la desinformación: “Además de la reticencia a hablar por teléfono, derivada de la creencia popular de que la seguridad del Estado interviene todas las llamadas, muchos eritreos se han insensibilizado ante la crisis constante. De hecho, la situación se ha normalizado. Tras tantos años de represión y crisis, los eritreos se han replegado sobre sí mismos o se han reducido a la docilidad”.  Zere ya había lanzado la alarmante idea de un efecto de “zombificación entre la ciudadanía”: “Una receta perfecta para que el régimen continúe con su represión sin oposición”. Esas observaciones sumadas a la nueva situación de amistad entre Eritrea y Etiopía; el hartazgo acumulado; el fortalecimiento de las diásporas; o el incipiente papel de las redes sociales, empiezan a transmitir la complejidad del puzle que compone la juventud eritrea.

Si la falta de libertades y la pobreza es una constante en el relato del país, cuando la atención se fija en los jóvenes el conocido como “servicio nacional” marca cualquier mirada. Desde 2001, el Estado eritreo tiene la potestad de movilizar de manera indefinida a los y las jóvenes durante el último curso de la educación secundaria, para un servicio formalmente militar, que también se utiliza para trabajos civiles. Así el sistema educativo se convierte en un callejón que conduce a ese destino incierto. El centro de Sawa, ubicado en un campamento militar, es la puerta de entrada a ese reclutamiento forzoso. Mario Lozano, un investigador especializado en la región que conoce bien la compleja situación eritrea, recuerda que “la media es pasar seis años y medio en el servicio nacional, eso quiere decir que hay gente que pasa muchos más años”.

La última investigación de Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos en el país, publicada en mayo de 2016, consideraba el servicio nacional una forma de “esclavitud” y confirmaba “el recurso al trabajo forzoso, incluida la esclavitud doméstica, en beneficio de los intereses de las empresas privadas y las empresas controladas por el FPDJ (el partido en el poder) y el Estado”, así como “las condiciones inhumanas y el recurso a la tortura y la violencia sexual”. Human Right Watch, por su parte, ha señalado que “el presidente de Eritrea, Isaias Afewerki, y el gobernante Frente Popular para la Democracia y la Justicia (FPDJ) han utilizado el servicio nacional indefinido para controlar a la población” y que “ha tenido un impacto visible y duradero en los derechos, la libertad y la vida de los eritreos”. Mientras que las investigaciones de Amnistía Internacional constatan que “este sistema de reclutamiento indefinido e involuntario equivale a trabajo forzoso, y es una violación de los derechos humanos” y concluyen que “el servicio nacional indefinido ha destrozado a muchas familias y ha desgarrado el tejido social”. Para la organización, este escenario hace que “los jóvenes eritreos sólo tengan dos opciones en la vida: realizar el servicio nacional obligatorio e indefinido en condiciones que equivalen a trabajos forzados, o huir del país, arriesgando sus vidas en busca de una vida mejor en el extranjero”.

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Dos camareras trabajando en Asmara, Eritrea, 2019. Eric Lafforgue/Art in All of Us/Corbis via Getty Images

Precisamente la segunda constante del relato sobre la juventud eritrea es la de la huida del país. El sacerdote Mussie Zerai, eritreo afincado en Italia, conoce bien esta realidad. “La situación política que reduce a los ciudadanos a esclavos al servicio del régimen en el poder es la principal razón para la huida de tantos jóvenes”, señala Zerai. Para este religioso “la pobreza en Eritrea es una herramienta del régimen para obligar a la gente a someterse”. La periodista y activista por los derechos humanos eritrea exiliada en Suecia, Meron Estefanos, recuerda que “Eritrea es el segundo país del mundo que más refugiados genera, después de Siria”. “A los jóvenes se les usurpan sus sueños al ingresar en el Ejército. El trato en el servicio nacional es muy duro y los jóvenes están expuestos a violaciones de los derechos humanos, torturas, desapariciones forzadas y abusos sexuales. Por ello, no tienen otra alternativa que huir del país para evitarlo”, concluye esta activista.

Vanessa Tsehaye hace un análisis más amplio: “La crisis política, social y económica son los motivos por los que la gente huye del país. Para mi esos factores están interrelacionados y han creado una sociedad en la que los jóvenes trabajan indefinidamente para el servicio nacional, en condiciones terribles, con muy poco salario y no pueden expresar sus opiniones o practicar su religión. Todo eso hace que sea imposible permanecer en Eritrea”. Tsehaye, que es una destacada activista de derechos humanos eritrea, fundadora de la organización One Day Seyoum y responsable de campañas de Amnistía Internacional en el Cuerno de África, cuestiona algunos discursos sobre la pobreza: “La gente dice que Eritrea es pobre, que es un país joven… pero la situación es el resultado de la política gubernamental”. En ese mismo sentido, Mario Lozano señala: “El gobierno de Isaias Afewerki ha convertido la que era la provincia más próspera de Etiopía en uno de los países más pobres del mundo”.

Pero la amenaza del servicio nacional no es el único condicionante. “La juventud eritrea no puede organizarse, movilizarse o construir espacios de expresión. En Eritrea, el Gobierno controla todos los aspectos de la sociedad”, denuncia Helen Kidan, miembro ejecutivo del Movimiento eritreo para la Democracia y los Derechos Humanos (EMDHR, por sus siglas en inglés). “Los jóvenes están bajo constante vigilancia”, precisa Estefanos. Mientras que Vanessa Tsehaye, insiste en la falta de libertad de expresión: “Eritrea es el país más censurado del planeta, en 2001 eliminó la prensa independiente y suprimió la libertad de expresión. Cualquier persona que hable en contra del Gobierno es amenazada, detenida o desaparecida. Eso hace que sea extremadamente difícil organizarse”.

Determinar el volumen de la diáspora eritrea es prácticamente una misión imposible porque los datos varían considerablemente según las fuentes, ni siquiera la Organización Internacional para las Migraciones ofrece un perfil completo del país. Una de las piezas de este rompecabezas es el número de refugiados. En el último informe de “Tendencias globales de desplazamientos forzados de 2019”, ACNUR reconoce que ofrece protección a 505.134 eritreos a los que hay que sumar más de 70.000 solicitudes de asilo que aún no ha sido resuelta, de manera que supondría un 10% de la población del país que se estima entre 5,5 y 6 millones de personas. Sin embargo, la diáspora desborda ampliamente esa cifra de refugiados. Teniendo en cuenta la motivación política de la mayor parte de los que abandonan el país y que los tentáculos del régimen se extienden más allá de las fronteras a través de sistemas de extorsión, muchos migrantes se naturalizan en los países de destino y descartan su nacionalidad eritrea. Otras fuentes cifran la cifra de exiliados o miembros de la diáspora por encima de los dos millones de personas. Las comunidades más numerosas de eritreos en el extranjero se sitúan en los países vecinos, fundamentalmente en Etiopía y Sudán, en Estados Unidos y, en Europa, fundamentalmente en Italia, Alemania, Suecia y Reino Unido.

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Diápora eritrea protesta contra el Gobierno de Isaias Afewerki desde Etiopía. Minasse Wondimu Hailu/Anadolu Agency/Getty Images)

Así, la mayor parte de las denuncias vienen de activistas desde el extranjero, porque como recuerda la propia Tsehaye, residente en el Reino Unido, “las organizaciones de la sociedad civil independientes también están prohibidas”. De hecho, en este contexto, la diáspora, una numerosa comunidad, se ha convertido en la verdadera representación del país en el exterior, tanto con las organizaciones de activistas en defensa de la democracia, como con las asociaciones oficialistas. “El papel de la diáspora”, defiende Meron Estefanos, “es convertirse en la voz de los sin voz, crear campañas de concienciación sobre las violaciones de derechos humanos”. Tsehaye establece un matiz: “Tenemos que ser una voz para las personas a las que se ha dejado deliberadamente sin ella. El hecho de que no haya libertad de expresión hace que sea más importante para las que estamos fuera del país, hablar y hacer lo que podamos para organizar y movilizar y construir espacios para la expresión de las preocupaciones de los que están dentro del país”.

Las muestras de contestación se han multiplicado a pesar de los riesgos y de la represión y de la discreción o, más bien, la invisibilización con la que se producen estas demostraciones de descontento. Mussie Zerai señala una anécdota representativa: “En Eritrea, los jóvenes no escapan al control, pero en los últimos años han aparecido pequeñas señales, por ejemplo, a través de carteles colocados por la noche en las calles”. En los últimos años, se han producido movilizaciones que no se habían visto hasta el momento y tímidamente la idea de la resistencia se ha ido reforzando venciendo el elevado precio de estas manifestaciones.

A diferencia de lo que ocurre en otros lugares las redes sociales aún no garantizan la conexión entre el descontento dentro del país y las organizaciones de la diáspora. Eritrea es el segundo Estado del mundo con menor penetración de Internet, después de Corea del Norte. En enero de este año, menos de 7 de cada 100 eritreos en el país tienen acceso a la Red. “La velocidad de Internet también es muy lenta y a todo usuario de un cibercafé se le pide un documento de identidad. Por lo tanto, si se realiza alguna actividad sospechosa a través de Internet, cualquier persona puede ser fácilmente identificada”, advierte Meron Estefanos. “En las protestas que hubo en 2019, sabemos que el Gobierno monitorizó las redes sociales para ver cómo se estaban organizando los grupos de oposición”, recuerda el investigador Mario Lozano, que añade que “en el momento en el que vieron que la situación se le iba de las manos, el Ejecutivo cortó Internet”.

Sin embargo, la diáspora ha lanzado numerosas campañas en los últimos meses en las redes sociales: #LetEriKidsLearn, reclamando la reapertura de las escuelas cerradas durante la pandemia; #EndHighSchoolinSawa, exigiendo la clausura del infausto centro de Sawa que representa el inicio del servicio nacional; #FreeCiham, una campaña recurrente que personifica la represión en Ciham Alí Abdu, una niña arrestada hace ocho años, cuando tenía 15, y que sigue en prisión sin haber sido acusada ni juzgada; #ProtectEritreanRefugees, ante el riesgo de que la mejora de las relaciones entre Eritrea y Etiopía pusiese en peligro a los refugiados en este último país; o #Yiakl, una amplia acción de resistencia en las redes desde las diásporas para sentar las bases de la contestación. Y de nuevo, aunque débiles, las conexiones aparecen cuando Helen Kidan comenta esperanzada: “El movimiento Yiakl, que fue iniciado por jóvenes eritreos en la diáspora, está influyendo en los jóvenes del país para que se rebelen contra el régimen”. Vanessa Tsehaye visualiza un escenario de futuro que conecta a la diáspora y los jóvenes en Eritrea, pensando en la reciente revuelta sudanesa: “De repente un día, en el país, la gente decide: ‘ha llegado el momento, vamos a protestar, vamos a movilizarnos’. Entonces tenemos que ser lo suficientemente fuertes, para apoyarlos y visibilizar sus historias. Cuando decidan levantarse, porque decidan que estemos en pie juntos, organizados y con un objetivo muy claro, entonces tenemos que estar con ellos y asegurarnos de que su sacrificio no es en vano y que podemos ser mucho más fuertes juntos. Así, para el Gobierno, será mucho más difícil aplastarlos, que si no existiéramos”.