Manifestantes protestan tras conocer los resultados electorales en Nairobi, Kenia. (Stringer/Anadolu Agency via Getty Images)

La tranquilidad en el país más estable de África oriental se tambalea cada vez que sus ciudadanos van a las urnas. ¿Por qué tiene todos los factores para la tensión electoral?

El 9 de agosto votaron los kenianos en sus elecciones a su quinto presidente. Los días posteriores a los comicios, las bulliciosas calles de la capital, Nairobi, se vacían. Un trayecto se reduce a la mitad y parece que la ciudad se haya vaciado. “La gente está escondida en sus casas”, dice Fredrick, taxista. Kenia va a votar cada cinco años y a pesar de que en los meses previos y hasta el día de votación siempre se proclama el mismo mensaje de unidad, la realidad es distinta. “Esta campaña ha sido muy pacífica”, dice Edward Kioko, de 43 años. “Yo simplemente rezo para que haya paz”, añade Eva Atieno, de 32. Ambos depositan su voto en el Lerosho Primary School en Nairobi y tras hacerlo, marchan a sus casas a esperar.

Seis días más tarde, la comisión electoral comunica que a las 15:00 de la tarde anunciará los resultados. Las tiendas cierran, el centro se vacía y los medios buscan la violencia. No tardan mucho, en ciertas áreas de los suburbios de Mathare y Kibera en Nairobi, grupos de jóvenes lanzan piedras, intentan robos y crean caos, descontentos con la victoria de William Ruto, con un 50,49% de los votos sobre su favorito, Raila Odinga, que tuvo un 48,85%.

Esta campaña se había realizado de manera pacífica, en parte porque el factor étnico se consideraba menos importante al no haber bloques claros. Ni Ruto ni Odinga son de la etnia Kikuyu, la mayoritaria del país, y ambos buscaban atraer sus votos. Sin embargo, la realidad con el conteo es que solo el primero lo consiguió y los Luo, la etnia de Odinga, fue la perjudicada y salió a protestar. Al menos una mujer murió en un accidente de coche al lanzar los manifestantes las piedras, confirmando una triste tendencia: no hay elecciones sin muertes en Kenia.

Un país estable menos en elecciones

Kenia es un país de referencia en el Este de África. Desde su independencia en 1963, no ha sufrido ni un golpe de Estado, ni una guerra civil y tras la apertura multipartidista en 1992, se considera una de las referencias políticas del continente. En los últimos nueve años, el presidente saliente Uhuru Kenyatta ha acogido conversaciones de paz entre los contendientes en la guerra civil de Sudán del Sur, vecino al norte, del gobierno de Etiopía con el de Tigray, vecino al este, y del gobierno de República Democrática del Congo tanto con los rebeldes, como con Ruanda, ambos países vecinos regionales al oeste. Este carácter no es nuevo, ya en 1985 fue clave para la paz en Uganda que acabó dando el poder a Yoweri Museveni. Esa autoridad se la ha dado su estabilidad. Sin embargo, en año electoral todo tambalea.

La tensión en torno a los comicios por el poder genera episodios de violencia que hacen temblar las frágiles instituciones políticas. En 2007, esta tensión estalló en el peor episodio de violencia del país. Más de 1.200 personas murieron y 600.000 fueron desplazadas entre seguidores de Raila Odinga, y de Mwai Kibaki, presidente que acababa de anunciarse como reelegido. El primero acusó al segundo de fraude tras anunciar rápido y corriendo su victoria y su proclamación como presidente por un segundo mandato. Tras dos meses de caos que estuvieron a punto de sumir al país en una guerra civil, ambos líderes se dieron la mano, firmaron un gobierno de coalición y prometieron una nueva Constitución que descentralizó el poder tres años más tarde. A pesar de ello, diez años después, al menos 92 personas fallecieron en 2017 tras la anulación de los resultados por parte de la justicia, que solicitó una repetición electoral por irregularidades de la Comisión Electoral.

Celebración de Ruto tras conocer su victoria en las elecciones presidencialess de Kenia. (Billy Mutai/Anadolu Agency via Getty Images)

“Ahora la gente ha sido educada en cómo votar y habrá un resultado pacífico”, dice Kigal a las puertas de un colegio electoral. “Sí, sea quien sea al que hayas votado, este año son pacíficas”, ratifica Charles Baraza. A pesar de ello, la Comisión Nacional de Cohesión e Integración (CNCI) daba un mes antes de las elecciones un 53% de probabilidad de violencia, con seis regiones con alta probabilidad de violencia, entre ellas la de la capital, desde donde hablaban Kigal y Baraza. ¿Qué hace que un país relativamente estable se volatilice en campaña?

Retroceso por votar

Las elecciones son el elemento más representativo dentro de una democracia. Sin embargo, en ocasiones pueden representar un retroceso para ellas. El politólogo estadounidense Samuel Huntignton ya avisaba a finales de la década de los 60 que en los países en desarrollo recientemente independizados las elecciones podrían generar inestabilidad en contextos de fragilidad institucional y alta politización. En 1969, el presidente de Kenia Jomo Kenyatta tomó nota y convirtió al país en un partido unipartidista, que lo sería hasta de manera oficial años más tarde con Daniel arap Moi hasta las primeras elecciones multipartidistas en 1992.

Esta teoría de Huntington ha sido seguida por otros como el economista Paul Collier, quien añadió que aquellos votantes acérrimos son más dados a cometer violencia, especialmente si pertenecen a una comunidad étnica grande que resulta perdedora. A su consideración se une el estudio de Scott Straus y Charles Taylor, que analizaron los comicios en África desde la ola democratizadora de 1990 hasta 2007 y descubrieron patrones comunes: una identidad étnica muy marcada y un margen de victoria corto en los que el perdedor tenía más del 40% de los votos de rentas medias con poco crecimiento fomentaban la violencia y la probabilidad de que esta aumentara si quienes la habían utilizado habían obtenido rédito al hacerlo. Además, en su estudio Straus y Taylor contradecían al sueco Staffan Lindberg, quien decía que cuantas más elecciones más se perfeccionaba el sistema y menos brotes de violencia había.

En Kenia, prácticamente todos los factores mencionados hacen propensa la violencia electoral. La política keniana se ha articulado entorno a bloques étnicos entre las principales comunidades que conforman el país: los Kikuyu, Kalenjin, Luo, Luhya y Kamba. La primera es la más numerosa, con una quinta parte de la población y la que tradicionalmente ha ostentado el poder político y económico. Todos los presidentes han sido de esta etnia, a excepción de Moi, que era Kalenjin. En 2007 y 2017, ninguno de los dos candidatos venció con un margen de victoria suficiente y, además, en ambas ocasiones la presión ejercida por la violencia poselectoral llevó a acuerdos entre el ganador y perdedor.

Una de las maneras de intentar evitarlo fue la descentralización comenzada en 2013. La idea no era nueva, ya desde la independencia el país consideró esa opción, pero optó por una centralización que no sirvió en calmar la tensión identitaria. Uno de los objetivos precisamente era reducir la importancia de la presidencia y repartir el poder más allá de Nairobi a comunidades periféricas, una política ya probada en países como Ghana o Malaui. Sin embargo, varios estudios comprueban que la descentralización por sí misma no sirve, ya que para que funcione debe haber predisposición política para reducir la tensión étnica.

En este sentido y visto que en Kenia no hay un patrón identitario y tenso, comprobado en 2017, la teoría de Donald Horowitz parece ser la más ajustada a la realidad keniana: la descentralización no sirve para prevenir el conflicto étnico en sí mismo, pero sí para contenerlo de tal manera que no se extienda hasta el punto de una amenaza a la estabilidad nacional.