Hace seis años, el crack era una droga prácticamente desconocida en Brasil. Ahora está fuera de control.

 

RIO DE JANEIRO. Un hombre adulto con manchas de tierra en el rostro mira en silencio la tapa de aluminio perforada de su vaso de plástico, que le sirve de pipa para fumar crack. Detrás de él, las verdes colinas de Río de Janeiro, un paisaje de postal, brillan sobre la destartalada favela, a 15 minutos en moto del icónico estadio de fútbol de Maracaná. En cualquier tarde entre semana, se ven chicos que montan a caballo, a pelo, junto a un antiguo terreno de fútbol arruinado, que ahora sirve de refugio a cerdos, pollos y cientos de adictos al crack que agarran sus vasos con tapas de aluminio.

Veinte años después de que, en Estados Unidos, centros urbanos como Nueva York y Los Ángeles sufrieran un inmenso deterioro por la difusión del crack, Río de Janeiro y otras ciudades brasileñas se enfrentan a su propia crisis, que pone en peligro las victorias logradas contra la pobreza y el crimen organizado y, por consiguiente, el sentimiento de optimismo y el crecimiento experimentados por Brasil en los últimos tiempos. Un estudio exhaustivo que está llevando a cabo la Fundación Oswaldo Cruz, vinculada al Gobierno, ha presentado unos primeros cálculos según los cuales en Brasil existe un millón de consumidores de crack, un número mucho más de lo previsto (en un país con poco menos de 200 millones de habitantes).

Brasil, que es el gran ejemplo de prosperidad de la región –en este Estado vive un tercio de la población latinoamericana–, se ha convertido en un país en el que la clase media es mayoritaria, al que la agencia Standard & Poor’s dio hace poco un voto de confianza, al mismo tiempo que rebajaba la calificación de Estados Unidos. La calidad de vida está mejorando en todos los aspectos: lo atestiguan la expansión de la clase media, el plan del Gobierno para erradicar la pobreza extrema mediante el cacareado programa de transferencia de dinero “Bolsa Familia”, una divisa en alza que está permitiendo a los brasileños de clase media viajar más que nunca al extranjero, e impresionantes proyectos de obras públicas dentro de los preparativos para acoger la Copa del Mundo de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. En Río de Janeiro, la segunda ciudad y el corazón cultural del país, existe un nuevo programa de la policía que está previsto extender a otras ciudades brasileñas y que está recibiendo elogios por conseguir lo que parecía imposible: empezar a restablecer el control del Estado en los cientos de favelas que desde hace mucho tiempo dominan los narcotraficantes. Tanto en Brasil como en Río, los elevadísimos índices de homicidios  están empezando a bajar en los últimos años (aunque el índice nacional de asesinatos sigue colocando al país en el 5% más alto del mundo).

AFP/Getty Images

Pero el rápido ascenso del crack podría dar la vuelta a esos éxitos. La droga, que prácticamente no existía en la mayoría de las ciudades brasileñas hasta 2005, ha captado a cientos de nuevos consumidores en la capital cultural del país desde que la mayor banda narcotraficante de la ciudad puso fin a una prohibición de facto de vender el derivado barato de la cocaína hace seis años. Aunque los consumidores siguen concentrados todavía en favelas llenas de delincuencia como Jacarezinho, Coreia, Mandela, Morro do Cajueir y el Complexo da Mare, cada vez son más visibles también en los barrios acomodados y asfaltados de Río, como el centro y Gloria. Según el Ministerio de Seguridad Pública, las detenciones relacionadas con el crack en el Estado de Río de Janeiro se multiplicaron por cinco entre 2009 y 2010.

Además, la droga se ha infiltrado asimismo en otras ciudades brasileñas, como la capital, Brasilia, y Recife, en a costa nordeste del país, donde el gobernador del Estado asegura que el 80% de los asesinatos está relacionado con las drogas, sobre todo el crack. Los más afectados son los jóvenes: un análisis reciente realizado por el Instituto de Seguridad Pública de Río de Janeiro calcula que, según los informes de delincuencia, el 57% de los consumidores tiene menos de 24 años.

Y, donde el consumo de crack se extiende, los crímenes violentos aumentan. En Belo Horizonte, la capital del Estado vecino de Río de Janeiro, un estudio reciente vincula el crack al hecho de que se cuadruplicase el porcentaje de homicidios relacionados con la droga en los 10 años anteriores a 2006. La tasa de asesinatos de Belo Horizonte se multiplicó por más de 2 entre 1998 y 2008.

El autor del estudio, Luiz Flavio Sapori, dice que la violencia letal que rodea al crack procede tanto de los traficantes como de los consumidores. En su estudio sobre Belo Horizonte, por ejemplo, descubrió que había más homicidios relacionados con el tráfico de drogas que con ningún otro motivo, como crímenes pasionales, venganzas y reyertas en bares. Escribe que el peligro particular del crack procede no de la sensación física sino de la enorme adicción que crea, el hábito de consumo continuo y el ciclo de urgente necesidad y endeudamiento que desemboca en robos y conflictos con los traficantes si el consumidor no puede pagar.

Al visitar Jacarezinho y Manguinhos, dos de las cracolandias de Río, es fácil ver hasta qué punto la droga debilita a los consumidores y a toda la comunidad. Casi uno de cada cinco adultos de esas dos zonas consume drogas o están vinculados al narcotráfico. Los habitantes locales llaman a esta área la “Faixa de Gaza” (Franja de Gaza), por las peleas constantes entre traficantes y policía. El crack provoca un subidón muy breve, y eso crea situaciones que pueden verse en los espacios públicos: mientras que un consumidor de cocaína compra la droga y se la lleva a casa, los consumidores de este otro tipo de droga, se acurrucan en aparcamientos y esquinas callejeras para consumir la droga sin parar, lo cual causa grandes tensiones entre los residentes de las favelas, los traficantes y la policía. Los viernes por la tarde, en Jacarezinho y Manguinhos, dos barrios pequeños, se congregan entre 500 y 1.000 consumidores en las aceras y los campos de fútbol.

Dentro de cada cracolandia, con su terreno de fútbol y sus colas de drogadictos, hay múltiples bocas de fumo –literalmente, bocas de humo, el término coloquial que designa los lugares en los que se vende la droga–, vigiladas por jóvenes armados, cubiertas por lonas para protegerlas del sol y los helicópteros y forradas de bolsas de marihuana del tamaño de dedales que se venden a un precio de entre 10 y 100 reales (entre 2,50 y 25 euros), cocaína (entre 5 y 50 reales) y crack (entre 5 y 50 reales). Los consumidores de crack dividen las bolsas para hacer piedras más pequeñas de 50 centavos cada una. Una consumidora de crack con el estómago hundido y un ojo morado reciente corre hacia una enfermera de barrio. Niños vestidos con uniforme azul y blanco de colegio público salen de una escuela primaria cercana mientras una multitud de padres inquietos les espera para acompañarlos a casa pasando por delante de grupos de drogadictos exhaustos y tirados en las aceras. El fácil acceso a las drogas en los bailes organizados por las bandas –que denominan “baile funks”– ofrece a los niños pequeños la oportunidad de probar y volverse adictos. En esas fiestas se ve a niños drogadictos de solo 10 años que van a la caza de crack y están dispuestos a prostituirse para conseguirlo.

Con la perspectiva del Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos de 2016, el Gobierno brasileño está luchando contra esto, aunque muchos le acusan de limitarse a erradicar la adicción cuando se aproxima demasiado a los estadios y los proyectos de infraestructuras que albergarán los Juegos, sin abordar los problemas reales. El país siempre ha tenido un enfoque progresista y reformista de la lucha contra las drogas,  y en los últimos tiempos ha tomado medidas para legalizar la marihuana y, en general, adoptar una estrategia educativa más que punitiva frente a los drogadictos. El ex presidente Fernando Henrique Cardoso encabeza la Comisión Latinoamérica de Drogas y Democracia, que promueve el debate sobre la legalización de las drogas.

Sin embargo, el crack ha inspirado soluciones nacionales más duras: la policía abre fuego contra las bandas de narcotraficantes en favelas densamente pobladas y detiene a docenas de menores consumidores de crack para internarlos en refugios (unas acciones que la Asociación Brasileña de la Abogacía ha declarado inconstitucionales), y se ha puesto en marcha una flota de aviones no tripulados y sin armas que vigilan la larga frontera occidental con los países andinos de los que procede la cocaína, una campaña que la presidente Dilma Roussef ha calificado de herramienta crucial para seguir la pista a los envíos de droga.

Brasil mantiene el statu quo en la política sobre la droga –una mezcla de represión y asistencia tradicional–, en vez de buscar estrategias innovadora

Los expertos partidarios de las medidas reformistas dicen que la reacción de la policía contra los consumidores y vendedores de droga ha sido demasiado dura en general. Incluso se ha criticado el programa de “Unidades de policía pacificadora” de Río, un proyecto innovador y muy elogiado que sitúa a agentes formados en derechos humanos en las favelas más desprotegidas, porque se le acusa de ocuparse solo de las barriadas que limitan con las áreas ricas de la “Zona sur” como Ipanema y las futuras sedes de las competiciones internacionales. Con la expansión del crack, “estamos viendo una especie de reacción, de regreso a un modelo más represivo para abordar este problema”, dice Leonardo Pecoraro Costa, un asesor técnico sobre investigación y tratamiento de la drogadicción en el Ministerio de Asistencia Social y Derechos Humanos del Estado de Río de Janeiro.

“Estamos reproduciendo prácticas que no son positivas, que alejan a los consumidores del Estado”, afirma Rita Cavalcante, profesora en la Escuela de Servicio Social de la Universidade Federal do Río de Janeiro, que trabaja con toxicómanos. Cavalcante alega que la política de Brasil respecto a los drogadictos, pese a incluir elementos prometedores como el plan de Rousseff de formar este año a 15.000 nuevos profesionales de la salud para especializarlos en el tratamiento de la adicción, hace demasiado hincapié en la labor policial y la seguridad pública. Para Cavalcante y otros colegas en su campo, la estrategia de “reducir daños” –que busca a los consumidores para ofrecerles ayuda, en lugar de esperar a que ellos acudan a las clínicas– es el método más eficaz de luchar contra la enfermedad y la desnutrición que derivan del consumo de drogas. Los partidarios de este enfoque pueden presumir de haber triunfado con el imaginativo programa de intercambio de agujas que puso en práctica Brasil en los 90, y al que se atribuye, entre otras muchas cosas, el mérito de haber contenido lo que podía haberse convertido en una epidemia nacional de VIH. Un programa similar en Portugal ha implantado la despenalización de la droga y planes de reducción de daños con muchas pruebas de éxito: el número de consumidores de drogas duras e intravenosas ha descendido a la mitad desde 2001. Estados Unidos desterró el crack a base de intervenciones sanitarias, además de unas leyes que establecían condenas muy duras. En el apogeo de la droga en el país, a mediados de los 80, el número de consumidores de crack y cocaína se acercaba a 6 millones, pero bajó un 75% durante los 10 años sucesivos.

Los partidarios de reducir daños en Río reparten condones para impedir embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual y enseñan a los drogadictos a no prestar sus pipas para no contagiar enfermedades como la tuberculosis. Pero el Gobierno brasileño no tiene todavía asignadas grandes cantidades de dinero ni ofrece mucho respaldo a este programa, que aún considera experimental.

En una reunión de la Comisión Especial Parlamentaria de Políticas Públicas para Combatir la Droga, celebrada a principios de septiembre en Brasilia, políticos y especialistas dijeron que el nuevo centro de atención de Brasil va a ser combatir el crack, y que en los próximos meses se elaborarán nuevas leyes contra el consumo de drogas. Pero ni la comisión ni el Gobierno dan a entender que vayan a ampliar los programas de reducción ni a abandonar la actitud más represiva adoptada por la Administración.

Brasil mantiene el statu quo en la política sobre la droga –una mezcla de represión y asistencia tradicional–, en vez de buscar estrategias innovadoras, según la psicóloga y especialista en políticas contra la droga Fabiana Lustosa Gaspar, de la ONG de servicios sociales Viva Rio, con sede en Río de Janeiro. “Desde el punto de vista político, no es sencillo. Muchos prefieren mantener el aspecto conservador que ha imperado siempre, en lugar de innovar”, explica.

No obstante, en la favela, es evidente que para resolver el problema del crack en Brasil no va a bastar con que evolucionen las teorías en las que se basa la estrategia contra la droga. Un psicólogo entrevistó a varios consumidores para un estudio de la clínica cercana sobre qué servicios estatales estaban dispuestos a utilizar los drogadictos. En un grupo había dos madres, que dijeron que se prostituían para pagar la droga y que habían consumido durante sus embarazos; un hombre que se dedicaba a rebuscar en la basura; y un repartidor en motocicleta que estaba en paro.

El entrevistador comenzó la sesión: “La última vez que consumieron crack, ¿ocurrió algo que no les gustara?”

“¡Que se terminó!”, gritaron varios al unísono. “Es el momento de la tristeza”.

 

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