Veinte años después de su muerte, su figura sigue causando repulsión y atracción a partes iguales. Murió el personaje, pero perduró su legado: el narcotráfico y la corrupción impregnan todos los niveles del poder en Colombia.

 










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En 1993 murió el personaje, pero su legado sobrevive hasta hoy. Veinte años después, es “el muerto más vivo de Colombia”, como escribe el periodista Carlos Mario Correa. Y no solo porque miles de colombianos sigan pensando que su muerte fue un montaje y el que fuera el narcotraficante más rico y más buscado del mundo disfruta de su nueva identidad y su vieja fortuna en alguna isla del Caribe. Pablo Emilio Escobar Gaviria, odiado y admirado a partes iguales, conserva su actualidad como la metáfora más sangrienta de una realidad que sigue impregnando la sociedad colombiana. Inventó el moderno negocio de la cocaína en los 70 y montó un imperio que movía más de 100.000 millones de dólares al año  (unos 70.000 millones de euros) con poco más de treinta años. Dejó también un reguero de violencia a su paso, un Estado corrompido y un ejército de sicarios en los barrios más pobres de Medellín.

Monstruo para unos, santo para otros. Lo cierto es que, por macabros que fueran sus crímenes, la figura de Escobar fue producto de un país y de una época. Pudo construir su imperio porque, al principio, hasta que él se empecinó en entrar en política, el Estado toleró su negocio: la exportación de café vivía malos momentos y la entrada de los dólares del narcotráfico aliviaba la economía. Consolidó su poder porque encontró a miles de jóvenes sin futuro preparados para inmolarse y a cientos de policías, políticos y empresarios dispuestos a corromperse.

Dos décadas después, el Estado ha aprendido a guardar las formas y los jefes del narco mantienen un perfil más bajo que el extravagante Escobar, pero algunos de los rasgos más terribles de su reinado se han anclado en la vida política y social de Medellín y de Colombia. El negocio de la droga todo lo invade: la política, el paramilitarismo, la guerrilla y los campos. Porque, cuando el capo, como le llamaban los suyos, se dio cuenta de que exportar cocaína a Estados Unidos era el más lucrativo de los negocios, los traficantes colombianos importaban la hoja de coca de Bolivia o Perú, pero hoy es producida por campesinos que se aferran a la coca como la única opción para la supervivencia. La cocaína sigue alimentando muchas bocas en Colombia, desde humildes campesinos hasta a paramilitares y oligarcas. El traqueto (traficante) es una institución en Colombia. Y la doble moral sigue impregnando el discurso oficial.

Escobar no sólo fue uno de los criminales más sangrientos que haya conocido el mundo contemporáneo; fue también un empresario con mucho talento. Se adelantó veinte años a la apertura económica que ...